Adulación

6 de Junio del 2017 - José Antonio Coppen Fernández

Para iniciar este comentario acudimos al padre Feijoo, que nos regaló esta perla de la sabiduría: “La adulación es una puerta muy ancha para el favor, pero ningún ánimo noble puede entrar por ella, porque es muy baja”. Así como el mentiroso ha de tener buena memoria a la hora de urdir la urdimbre de las mentiras, digamos que el perfecto adulador ha de conocer muy bien los puntos débiles por donde puedan penetrar sus adulaciones en su víctima; de lo contrario, no pasará de ser un vulgar y despreciable “pelotillero”.

Si los animales pudieran servirnos de modelo, he aquí uno completo de adular y adulado: cuéntase de la hormiga que acaricia y mima al pulgón hasta que éste, cediendo a tanto halago, desprende por el extremo de su abdomen la gotita de líquido azucarado que la hormiga esperaba y chupa con gran fruición.

Digamos que la adulación o lisonja es una alabanza baja e interesada, hecha deliberadamente de tal manera que pueda halagar al otro, con el objetivo de ganarse su voluntad para fines interesados. La adulación es tan antigua como el mundo, célebre es la frase de Luis XIV: “El Estado soy yo”, fruto de las más desatinadas adulaciones de los cortesanos y de no pocos literatos de la época.

Es evidente que los altos cargos atraen a los aduladores como la miel a las moscas; quienes los ocupasen se verán rodeados de ellos por ver si consiguen darle un lametón, aunque sea pequeño. Lo malo del adulado no es tanto porque tenga que corresponder a ella, sino porque se llegue a envanecer con las alabanzas, aunque no sea merecedor de ellas. En verdad que nadie debiera de fiarse mucho del adulador, obvio es decirlo, pues lo más seguro es que si no se ve recompensado en el grado que esperaba, de la noche a la mañana se convertirá en uno de los detractores del personaje adulado. Tácito nos dejó dicho que los peores enemigos son los aduladores, y otra advertencia es la de: quien sabe adular sabe calumniar.

Tengamos en cuenta que para el que desempeña un alto cargo en la sociedad le es muy difícil distinguir entre los honores que le rinden por ser quien es y los que se le conceden por ocupar el puesto que desempeña. Otra cosa es la del subordinado que tiene por norma no contradecirle nunca, le dice a todo amén. Y si el adulado no ha llegado a perder la cabeza, ofuscado por el humo de la adulación, ¿cuántas veces no sentirá deseos de reírse de los aduladores y aun de despreciarlos?

En definitiva, hay que comportarse en la vida de manera que no se necesite de la adulación, sino de la alabanza merecida. Y no debe confundirse la adulación con el aplauso al verdadero mérito ni con la galantería.

Subtítulo: Buscar siempre la alabanza merecida

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