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El sábado que Cristo murió a cuchilladas

7 de Junio del 2017 - Manuel Robles

¡Qué grandeza de ser humano la de Ignacio Echeverría! Y es que dar la vida por una mujer indefensa haciendo frente a unos terroristas con un patinete no lo hace cualquiera. No es cierto que este mundo esté sólo sembrado de violencias, de injusticias, de ambiciones de poder. En nuestro mundo también existe el amor, y hay personas que dan su vida por amor, como ha demostrado este chaval de Madrid. Afortunadamente, existe ese misterio que llamamos amor y que sólo terminamos de entender cuando alguien da su vida por él, como este cercano sábado pasado.

Puede que muchos cristianos crean que la muerte de Jesús es algo enterrado en un rincón de la Historia: una fecha, un año, dos mil años, pero allá lejos sin conexión con nuestros días. Pero la realidad es bien distinta, como bien dicen los teólogos: Él sigue muriendo, no sólo “por” nosotros, también “en” nosotros, encargados ahora, según las palabras paulinas, “de completar en nuestra carne lo que falta a la pasión de Cristo, en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia”.

Por eso el sábado pasado será ya siempre el 3 de junio de 2017, en que Cristo murió a cuchilladas, a través de la carne de este muchacho, que dio su vida para salvar a una mujer atacada por tres terroristas cobardes junto al Puente de Londres. Creo que se puede decir sin exagerar que ha habido en la muerte de este madrileño el estilo característico de la muerte de Cristo: libertad, gratuidad, salvación. La libertad de quien asume un riesgo sin que nadie le obligue o le empuje a ello. La gratuidad de quien lo hace no para salvar a amigos o conocidos, sino a una mujer que no conocía de nada. Y la salvación de quien va libremente a la muerte para salvar a una mujer indefensa.

Trato de imaginar ahora la muerte de este chico madrileño cuando intentando salvar a esa mujer desconocida se sintió acorralado por tres terroristas que lo acuchillaron hasta dejarlo tendido en el suelo. Seguramente sintió miedo, pero también comprendió que su vida ya estaba llena y más que llena para darla. Tal vez pensó en sus amigos que venían con él, sus padres, sus hermanas y en la bici que dejó abandonada en la acera. Y supo que su amor al prójimo le había conducido hasta la misma muerte que aquel Hombre-Dios que dos mil años antes “inclinó la cabeza y se dejó morir”, como escribió Gonzalo de Berceo en un castellano limpio y sencillo.

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