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El crimen de Charlie Gard

16 de Agosto del 2017 - Adolfo Rovira Carazo (Oviedo)

El 28 de julio, unos días antes de cumplir su primer año de vida, ha muerto Charlie porque le negaron la oportunidad de probar un tratamiento que le podría haber curado.

Charlie fue diagnosticado en octubre y al mes siguiente sus padres supieron de la existencia de un tratamiento experimental; en enero el médico responsable del mismo se mostró dispuesto a tratar a Charlie. Pero hubo que esperar a finales de julio para que pudiera examinar por primera vez al bebé. Para entonces ya era demasiado tarde para conseguir salvarle la vida. Todo ello a causa de un frío e insensible proceso judicial que se prolongó durante meses, convirtiendo al hospital en una cárcel para Charlie, de la que ni siquiera le dejaron salir para ir a morir a su hogar.

¿Por qué este retraso? ¿Quién podía tener interés alguno en negarle a este niño la posibilidad siquiera de probar un tratamiento que podría haberle salvado? Y es que sus padres no se dieron cuenta de hasta dónde está dispuesto a llegar el Poder para mantener su control; no el poder económico, esa fábula que la extrema izquierda y la extrema derecha utilizan como espantajo para justificar el crecimiento incontrolado del poder real. Ese poder no es otro que el del Estado: “todas las instancias del Estado benefactor, desde la sanidad pública hasta la Justicia”, han estado de acuerdo en declarar que la opinión de unos funcionarios a quienes la muerte de Charlie no quitará ni un minuto de sueño debe prevalecer sobre la de unos padres que no la olvidarán nunca.

La muerte de Charlie Gard demuestra hasta qué punto nuestra sociedad se ha equivocado al dar un poder excesivo a los estados. Un poder que ya abarca desde la concepción hasta la vejez, abriendo las puertas a la eutanasia. Y eso pasando por el infanticidio, algo frecuente en países que se dicen civilizados (en EE UU se perpetran unos 40.000 infanticidios anuales contra recién nacidos que sobreviven a un aborto).

Esa forma de pensar en la que todo parece resolverse matando –“cultura de la muerte” la definió San Juan Pablo II– no estaría hoy tan extendida si no fuese por su coincidencia con otro de los frentes promovidos desde nocivos discursos contraculturales: la disolución de la familia. La familia es la base misma de la sociedad y es el ámbito en el que ven la luz las nuevas vidas. Una familia sólida y estable, basada en el matrimonio, es una de las virtudes fundantes de una sociedad libre y próspera; es la mejor barrera de protección social contra las políticas que pretenden promover esa “cultura de la muerte”. No es casualidad que las políticas de los estados asistencialistas de Occidente vayan dirigidas a ofrecer todo tipo de facilidades para romper la unidad de las familias (divorcio fácil y rápido, promoción de la ideología de género de espaldas a los padres para minar su autoridad, etcétera) y al mismo tiempo proporcionar cada vez más facilidades para deshacerse de los hijos por nacer... y ahora también de los ya nacidos, en caso de que padezcan alguna enfermedad rara, como le ocurrió a Charlie.

Algunos podrán pensar que esta reflexión es exagerada y hasta paranoica. Me remito a los hechos: una de las formuladoras de la ideología de género, la marxista Shulamith Firestone, defendía una revolución que “arranque de cuajo la organización social básica –la familia biológica”–, a la que tachaba de “germen parasitario de la explotación”. También debo recordar que el primer país del mundo que legalizó el asesinato de hijos por nacer fue la Unión Soviética, el 19 de noviembre de 1920, a iniciativa de la feminista radical Alexandra Kollontai. Para alcanzar esa meta, Kollontai recomendó destruir la maternidad: “La madre-trabajadora debe aprender a no diferenciar entre los tuyos y míos; debe recordar que sólo hay nuestros niños, los niños de la Rusia de los trabajadores comunistas”. El experimento antifamilia soviético fue un fracaso. Destruir la familia como célula básica de sociedad es imposible, pero el mero hecho de intentarlo siempre provoca graves perjuicios a toda la sociedad.

Pero ¿qué interés podían tener los ideólogos comunistas en destruir la familia? Pues el mismo que los ideólogos del nacional-socialismo y los del progresismo actual: la conservación del poder al precio que sea. La familia es la principal educadora y una escuela de valores. Y, como tal, es un sólido dique contra los proyectos de ingeniería social. Si un régimen político pretende imponer su ideología mediante el adoctrinamiento obligatorio de los niños en las escuelas se encontrará, primeramente, con el escollo de las familias. Por eso todos los sistemas políticos que han querido adoctrinar a la infancia han buscado, paralelamente, minar la autoridad de los padres. En el caso del comunismo y del nazismo se trataba de un adoctrinamiento descarado en el que incluso se animaba a los niños a delatar a sus padres. En los países democráticos, este enfrentamiento familiar se fomenta con un adoctrinamiento escolar más disimulado, pero no menos constante, basado en la idea de que los padres no saben lo que es mejor para sus hijos, trasladando la patria potestad a los políticos. En España ya tenemos una larga experiencia en esto: adoctrinamiento en el odio a España en colegios de varias comunidades autónomas, discriminación escolar del español en regiones bilingües, incluso llamando “maltratadores” a los padres que se oponen, la mal llamada Educación para la Ciudadanía, etcétera. El último paso es la imposición de la ideología de género en los colegios, con carácter obligatorio.

El caso de Charlie Gard nos muestra claramente hasta dónde está dispuesto a llegar el modelo de sociedad que promueven esas políticas antifamilia. ¿Cómo podemos hacer frente a esta “apisonadora amenazante”? Pienso que con el arma que da consistencia a la Familia (lo escribo ahora con mayúscula), el amor; pues en ella la persona comprueba que es querida y aprende a querer.

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