Morir

23 de Septiembre del 2017 - Sören Cabal (Oviedo)

Estoy muerto. Ocurrió en la consulta de un hospital poco después de cumplir veintidós años. Un doctor explicó el diagnóstico con todos sus desagradables pormenores y me pareció un hombre amable y un gran profesional, aunque no escuché nada de lo que dijo. Mi madre lo hizo por mí en la medida en que lo permitió su llanto. Después, antes incluso de abandonar la consulta, miedo, pánico, algún grito y mucha desesperación. Todo cuanto ya había copado mis días y mis noches durante los meses precedentes, pero peor a causa del resquebrajamiento de todas las esperanzas abrazadas hasta ese momento.

Hablo de ella y de su reacción, no de mí ni de la mía. La confirmación del cáncer y de su inoperabilidad llegó tarde. Sentado frente al escritorio del médico me di cuenta de que llevaba mucho tiempo muerto. Pensaba que sentiría pavor o que me descompondría en una masa hueca de ojos carcomidos y voz ausente, pero no sentí realmente nada; tan solo cómo se deshilachaba el último anhelo de convencimiento en el vivir al que mi corazón se sujetaba. Nada más que eso, y fue indoloro.

Por supuesto, fingí desesperar junto a mi madre y, al llegar a casa, junto al resto de la familia. Al quedarme solo, sin embargo, no supe cómo sentirme. Sentía tan poco, de hecho, que le daba vueltas a lo absurdo de esa cuestión a esas alturas. Supongo que me había resignado infinitamente a morir tal y como antes lo había hecho a vivir. La única diferencia eran las ilusiones anejas que crecen en torno a la vida y que la hacen pesar tanto y que junto a la muerte no tienen cabida. El futuro o porvenir con su fortuna y sus desdichas, el amor de todos y los míos, el estilo, la opresión y el atractivo junto con la fe y los deberes para con todo y en pro de nadie se habían ido. Descubrí que la ausencia de esperanza se traducía en la ausencia de miedo y que mi muerte era también la de ambas. Seré sincero: la muerte es mucho más fácil que la vida, sobre todo si la padeces aún con sentido y la ves venir de lejos en lugar de por la espalda.

Muerto en vida asentí a la absurdidad del mundo y, por primera vez, hacerlo no me pareció una sinrazón indeseable más allá del romanticismo o la rebeldía de una juventud entrecana. Así que viví tranquilamente mi muerte terrena. Seguía representando el papel del enfermo terminal para no tener que dar explicaciones y guardé mis conclusiones como si fueran un secreto divertido, como hacen los niños con cualquier nimiedad recién descubierta cuyo ocultamiento convierte en fascinante.

Se me acaban los días, pero por ello no pierdo la calma. No temo la muerte ni lo que haya tras su umbral, a pesar de no creer en nada que allí pueda asistirme. Dudo, no obstante, que la fe me hubiera ayudado de haberla poseído. Consuela a mis seres queridos y eso es suficiente.

No quiero irme sin confesar mi falta de miedo. Por eso comparto secretamente contigo, lector, mis meditaciones mientras mi mundo se despide. Espero que si algún día te ves ante el mismo adiós, tengas la suerte que yo he tenido y no solo te despidas en paz, sino que puedas regocijarte con la muerte y con tu paz estando vivo y siendo tú.

Gracias por escucharme.

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