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Valdediós, donde las letras hablan

1 de Octubre del 2017 - Agustín Hevia Ballina

Cada visita que hago a Valdediós –y suman muchas a lo largo del año– me sugiere nuevas facetas que me ayuden a reflexionar en nuevos aspectos y me faciliten el trasladar al papel mi sentir personal sobre lo que veo y contemplo, sobre lo que puede constituir un acercamiento grato a esa fuente que mana inagotable, de cuyas aguas bebes y bebes, sin nunca apagar plenamente la sed del alma. Ahí está la naturaleza que fue dejándose complementar por las arquitecturas maravillosas de sus piedras. Ahí está la joya prerrománica, seguramente la más armoniosa del Prerrománico asturiano, ahí está la más perfecta obra de arquitectura cisterciense, que con San Antolín de Bedón dejan entrever simbolismos y exquisiteces de arte al servicio de la fe cristiana.

Hoy quiero hablarte de letras y caracteres grabados en la piedra, que reflejan jirones de una historia grande que se tradujo en el recinto monástico que unos monjes llegados de Sobrado, en Galicia, alternando trabajos y rezos, desbrozando matorrales y conquistando agriculturas fértiles y fecundas a las malezas del terreno, emprendieron la ciclópea tarea de perfilar arquitecturas de perfección allí donde solamente había abrojos y boscajes, de levantar una monumental iglesia y exquisitos recintos monásticos encerrados por la cerca monacal, para delimitar espacios en que dar culto al Dios Todopoderoso.

Dos mundos empezaron a emerger de las reliquias de una romanidad tardía: el Prerrománico y el Románico. La tierra de Boiges o también dicha de Boides, regada por el río Asta, iría convirtiéndose poco a poco en el Vallis Dei, el Valdediós de la perennidad. El 27 de noviembre de 1200, el rey Alfonso IX y su esposa doña Berenguela firmaron un documento de donación que reza así: “Concedemos a Dios y a la Bienaventurada Virgen María y a Todos los Santos, la heredad completa de Boiges, tanto los bienes de realengo como los de infantazgo, para construir allí una abadía de la Orden Cisterciense, que se constituya en abadía filial de la de Sobrado”.

Dos reyes fueron como roturando el camino, que sirviera de continente a las maravillas que surgieran entre esplendores de arquitecturas sin par. El primero, el III de los Alfonsos, dejaría su firma e impronta en la Cruz de la Victoria que preside la fachada del Conventín. El segundo sería el IX también de los Alfonsos, que dejó sello, firma y rúbrica en documentos de fehaciencias sin par.

En la piedra quedó la expresividad, que los siglos recogieron como una herencia sin igual. Grábate en el alma el tenor de la dedicación del primer templo dedicado al Santísimo Salvador, con altares también a Juan el Bautista y a Santiago, hijo de Zebedeo. Allí, en la Capilla de los Obispos, tiene piadosa y elocuente y poética y testimonial expresión la más hermosa lápida consecracional. Léela y escúchala con reverente obsequio en el hondón de tu interioridad:

Subtítulo: Inscripciones que hacen historia

“Tu abundantísima piedad, oh Dios, brilla por doquier y salva siempre tu piedad abundantísima a los pecadores indigentes. Tal lo proclama la humanidad toda, tal lo gritan, entre aplausos, los celestes ejércitos, cuando devuelves vida a lo que se hallaba muerto. Manifiesta tu favor a este pobre miserable. Perdona por sobre lo que cada uno merece, con la clemencia con que ejerces tu potencia. Perdóname, sí, oh Señor, a mí que me siento en la necesidad y estoy desamparado. Que tu piedad brille sobre nosotros y nos asista siempre y sane las heridas dejadas por nuestros pecados. Brille así tu piedad, te suplico, oh Dios, y nos levante del polvo, en que nos debatimos, ejerciendo, clemente, tu piedad y tu gracia salvadora y gratificándonos con tu perdón”.

“Fue consagrado este templo por siete obispos: fueron ellos Rosendo de Dumio, Nausti de Coímbra, Sisnando de Iria Flavia, Randulfo el Asturicense, Argimiro el de Lamego, Recaredo Lucense y Elécana el de Cesaraugusta, en la era de CMXXXI (año del Señor 893), el XVI día de las Kalendas de Octubre (dieciséis de septiembre)”. Casi podemos sentirnos asistentes a aquella lejana consagración del templo a honor y honra del Santísimo Salvador, llevada a cabo en el rito que estaba vigente en Toledo.

Hubo también imprecaciones y anatemas que quedaron esculpidos en la piedra y que a decir verdad no se andaban con chiquitas los que ofrendaron el Conventín. Se extiende así el autor del improperio: “Que este templo, oh Cristo Salvador, reciba el nombre tuyo propio. A ti queremos ofrendarte nuestros dones con nuestras mismas manos. Todo aquel que intente quebrar la destinación de estos nuestros dones sea privado, oh Cristo, de tu luz; tráguelo vivo la tierra, como a Datán y a Abirón. La mendicidad y la lepra caigan sobre su descendencia”.

Todavía otras dos inscripciones conminatorias: “Cuida, Salvador nuestro, de este santo templo, edificado en este santo solar. Si alguien de su posesión pretendiera llevarse algo, fundos o siervos o cualquiera otra cosa que buscare llevarse, sea vendedor o ladrón o simple ratero, que se vea quemado con todos los impíos del infierno”. Y a ello vuelve a añadirse: “Si alguno tratare de llevarse estos nuestros dones que aquí en tu honor hemos depositado, que sufra terrible muerte, entre males sin fin, que deplore en la compañía de Judas”.

Otra historia resumida en la piedra, a través de la inscripción dedicatoria de la iglesia monástica. La encuentras en el dintel de la puerta llamada de los Muertos o del Crucero. Reza así: “El decimoquinto día de las Kalendas de Junio, de la era de mil doscientos y cincuenta y seis, durante el reinado de don Alfonso en León, siendo obispo de Oviedo Juan y siendo abad de Valdediós Juan IV, fue colocado este cimiento, en presencia del maestro de obras Galterio, quien construyó esta basílica”. Más expresiva e ilustrativa de todos los detalles que pudiera ansiar el más exigente historiador no puede ser: el Rey es Alfonso IX de León, la era, el día, el obispo que era de Oviedo, el maestro de obras o arquitecto, en terminología actual, todo ha quedado en plena patencia y legibilidad.

En el crucero estuvieron cuatro esculturas de personajes a caballo, con los siguientes pies: “Alfonso IX, fundador. Fernando III el Santo, especial valedor del Císter; San Raimundo de Fitero, fundador de la Orden de Alcántara, con estatuto y constituciones inspiradas en la ‘Carta Caritatis’ cisterciense. Y, finalmente, fray Diego Velázquez, monje del Císter, profeso en Valdediós o, más bien, abad general de los cistercienses”.

Año 1983: 1100 años de la consagración. Moderna inscripción en latín, compuesta por el que subscribe: “Por tu abundosa piedad, Dios Santo, una vez culminado el undécimo centenario, después que siete obispos consagraron este templo a Cristo, Señor y Salvador de toda la Humanidad, la Iglesia diocesana de Oviedo, estrechamente unida con su pastor, hallándose presentes otros varios obispos y abades, autoridades del Principado y fieles, con numerosos sacerdotes, después de dar gracias a Dios, conforme a los ritos de la Liturgia, hizo levantar este monumento conmemorativo, el año 1983 del comienzo de la salvación, el día 16 de las Kalendas de Septiembre”. Como ves son muchas las letras de Valdediós.

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