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Hipótesis de una hipoteca

12 de Octubre del 2017 - Javier Suárez Piedralba (Piedrasblancas, Castrillón)

¡Que se vayan! Que se vayan, que son muy pesados. Para ellos la victoria, la amarga, la pírrica. O no tan pírrica. Quizás haya heridos, no físicos, sino damnificados: gente que se tenga que trasladar al hogar paternal de Andalucía o al de su hermano Julio en Madrid, cambiando a los niños de colegio, de amistades y de costumbres. “Pero, papá, ¿por qué se me quita el derecho a ser catalán? ¿Por qué tengo que dejar a mis amigos? ¿Por qué no puedo hablar como siempre: catalán y español según con quienes trate?”, preguntaría. El padre le miraría con resignación denotando la cruda verdad en sus ojos de recién exiliado: porque no somos catalanes, no somos nacionalistas o, al menos, no queremos la independencia; porque entendemos que nuestra identidad no interfiere con nuestra ubicación. “Pero, papá, ¿esa forma de verlo no nos haría catalanes incluso aquí, en Madrid?”, preguntaría el niño si el padre expusiese el idioma de sus ojos. El padre no haría más que evadir razonamientos, sabría bien que lo que prima es el sentimiento. “Somos parias, hijo. Traidores, gente sin honor ni orgullo, con la mente tan abierta que se considera deforme. No somos catalanes, somos otra cosa”, le espetaría, pensando que su derecho a la vida estaba coartado por el sectarismo político, por la imposibilidad de confrontación de ideas.

¿Cuántas veces habrá pensado ese padre, de nombre Adriá, que era mejor la eutanasia del ermitaño?; si no cedió a ella es por sus hijos y por su propia individualidad. ¡Cuántas veces ha mentado ese señor, viudo, a cargo de dos niños de 3 y 7 años, respectivamente, lo que le deparaba una estancia en Cataluña!: renunciar a la ley, a sus ideas, ser perjudicado económicamente, no poder decidir la educación de sus hijos con total libertad, no poder tomarse un café tranquilo leyéndose un periódico nacional –de España– sin que le miren mal, no poder dar opiniones de bar sin asegurarse de que no hay cuchillo jamonero ni palillos cerca. El futuro, la política y la educación le habrán quitado el sueño más de una noche, y cuando de algo de eso se tratase, no pensaría en sus hijos, sino en su tío Joan.

Joan se habrá pasado, quizás, los últimos años alardeando de ser autodidacta. “¿De qué? Si es un ignorante”, se dirían algunos de sus vecinos de esteladas ideas. Joan, entonces, compraría por Amazon –esa empresa de la cual se vanaglorian en Cataluña por su estancia en aquel país; como si al empresario le importase quién lleva la corona cuando ésta no está en venta–, y su pasión podrían ser los libros de la tan denostada Historia. Empezaría por la lectura de textos academicistas cuyos nombres ya señalaban el nivel de su contenido, algo que Joan se impondría a sí mismo por su afición: “Incidencias mestizas en la construcción de España”, “Historia de las historias de España”, “Taxonomía regional del tejido español” o “Del desacuerdo al diálogo en la acción política democrática”, entre otros. Aquellas lecturas acabarían derivando en una especie de manuales que servían como guías de autoayuda, para no tener que traducir el argumento en falacia o engaño matutino; idioma común del viandante en los últimos meses.

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