El último paraíso
Dios, cómo llovía. Resultaba abrumador el impetuoso y sordo golpeteo del agua sobre la tela.
Hacía un frío que lo tenía aterido. Se cambia de mano el paraguas para darse calor restregando, alternativamente, uno y otro escuálido brazo.
Hace por esconder la cabeza entre los esmirriados hombros y apretar éstos sobre su cara para protegerla.
Y además en zapatillas.
Es al bajar la mirada hacia sus pies, helados, cuando se da cuenta de que tan sólo a unos pasos ya no llueve. Por fin a techo.
Cuelga el paraguas en el respaldo de la silla que, sin consideración alguna, agrede los huesos de sus descarnadas posaderas. Se remanga el pantalón del pijama y cambia las empapadas zapatillas por zapatos sin atar.
Considera que estará más caliente con el colchón y el cobertor encima.
Se acurruca debajo de la cama castañeteando las encías, su dentadura está en un vaso con agua sobre la mesita de noche, como si se tratara de una quijada vibradora con pilas nuevas.
Sólo una hora al día de agua caliente.
Y el director de la residencia, bien, gracias. Pero como se atasque el sumidero de la ducha...
Marino Iglesias Pidal, Gijón
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