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Un asturiano en Camboya

15 de Noviembre del 2008 - Fernando R. Miranda

Con una cámara de la Productora del Principado como testigo -y el patrocinio del Grupo Alsa- tenemos el privilegio de visitar en el Sudeste Asiático a Kike Figaredo, un ser libre hasta la ingravidez, comprometido con un país que no juega en ninguna Liga importante. Tal vez la Champion de las amputaciones: uno de cada 230 ciudadanos de Camboya las padece por las minas terrestres o la polio.

A este monseñor gijonés que practica la bondad sin misticismos lo llaman aquí el obispo de las sillas de ruedas, porque además de consuelo espiritual trajo ingenio y soluciones a los más vulnerables. Muletas de apoyo para una diócesis que acoge uno de los parques arqueológicos más sobresalientes de Asia: los templos milenarios de Angkor, que entre arrozales nos ofrecen el paisaje de un verde chillón muy distinto al de Asturias. No es proporcional la belleza del lugar con el turismo que lo visita. Siem Reap y sus huellas del imperio de los jemeres, a pesar de su espectacularidad, están todavía lejos de las mayorías. A estos bellísimos valles de cocoteros y horizontes infinitos sólo se les puede reprochar el dolor que solapan: tres millones de bombas sin desactivar condicionan a un país eminentemente agrario su natural desarrollo.

Los campesinos, cohibidos ante su propio paisaje, son la amabilidad personificada. Un pueblo abnegado que debería cargar a sus espaldas con la duda de su propia existencia. Llámenla si quieren resignación, pero en las aldeas camboyanas se respira armonía además de humedad pegajosa. Puede que el hastío de la guerra les haya dado la paz interior o que esa cosmovisión oriental que la retina no capta lleve implícita la renovación de los sentidos, una especie de terapia entre monzón y monzón que hace a esta gente más benevolente.

Las motocicletas son aquí el transporte de hasta cinco ocupantes. Un menor cerca de la frontera tailandesa, un viaje sin retorno a destinos vergonzantes para la humanidad. Es el país de la zona con un crecimiento del sida más elevado: tan sólo la mitad de la población tiene acceso a servicios de salud. Datos y más datos que hacen tambalear la dignidad en su propia realidad. Sin embargo, en esta Camboya del 37 por ciento de inflación anual la crisis es un vocablo extranjero. No hay pánico en los mercados y sí mucho colorido. Se vende de todo menos recesión y suspense.

Kike es aquí en esta nación de historia tortuosa todo un personaje, un católico pletórico de proyectos en un escenario budista al noventa por ciento. La acústica de su peripecia personal es imán de jóvenes cooperantes que llegan hasta aquí para llenar los vacíos de Occidente. Kike, cuando era universitario como ellos, escogió en su Gijón natal un camino tan callado como utópico, donde las verdades tienen un significado distinto, aunque tampoco cambien el mundo. En los años noventa fundó la Casa de la Paloma en la capital, Phnom Penh. Niños mutilados por las minas antipersona se valen de las sillas de tres ruedas -el modelo Mekong- para salir de la marginación de sus propias familias. El sueño de poner en pie a quien no tiene piernas para escapar del hambre.

Ahora desarrolla el trabajo en Battambang, con talleres de formación que incluyen también la asistencia sanitaria y social. Este asturiano de mente lúcida que sólo sale en el telediario de los pobres tiene una sonrisa impactante. Podría haber sido un broker de guante blanco capaz de enjuagar brillantísimos ejercicios. Sin embargo, aquí está: en esta planicie esmeralda, con los desfavorecidos, negándose a que se comporten como tales. Como que la compasión los convirtiera en víctimas y el pesimismo en seres sin futuro. Con él los gritos del silencio camboyano nos resultan menos exóticos y más auténticos que en el cine.

Quedan dos meses para que brote una nueva cosecha de arroz y un pueblo recupera discretamente la esperanza aferrado a su héroe de carne y hueso. Un asturiano autónomo y valiente, de los que saben sacar partido a toda una existencia.

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