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Las enseñanzas de Juan Tresguerres

1 de Junio del 2011 - Benjamín Rivaya

Esperada, pero igualmente desconsoladora, llega la noticia de que Juan Antonio Fernández-Tresguerres Velasco, Juan Tresguerres, fraile del convento de Santo Domingo, de Oviedo, y profesor de la Universidad de Oviedo, acaba de fallecer. Para quienes hemos tenido la suerte de conocerlo y tratarlo, quienes hemos tenido el gran privilegio de que nos dedicara su tiempo, sólo nos queda lamentar su pérdida y recordar sus enseñanzas, que en mi caso fueron más vitales que académicas. Digo esto porque aunque en los años setenta recibí las clases de Historia de España Contemporánea y de Historia del Arte que Juan impartía en el colegio de los Dominicos, en el BUP y COU entonces vigente, sin duda carecía yo del seso suficiente para disfrutarlas y aprender de ellas como lo hubiera hecho de haber tenido algún año más. Así y todo, por lo que recuerdo y por lo que luego hablé con él, era la suya una visión de la última historia de España caracterizada tanto por el sosiego de la perspectiva con la que la enfocaba como por el reconocimiento de la complejidad del objeto y, por tanto, alejada de cualquier maniqueísmo, tan común hoy día a ambos lados. Esto tiene que ver con la orden de predicadores, a la que perteneció fielmente, y con el tiempo que le tocó vivir.

Las generaciones que pasamos por el colegio de Santo Domingo en las décadas de los sesenta y setenta tuvimos la enorme suerte de encontrarnos con un buen número de jóvenes dominicos (Juan valdría de ejemplo) cultos, liberales, sensibles y abiertos al mundo. Las heridas de la guerra ya habían cicatrizado. Digo esto porque en sus clases de Historia, que yo recuerde, Juan nunca nos dijo que durante la Guerra Civil habían sido sus hermanos dominicos unos de los que más habían sufrido la barbarie, lo que evidentemente no significa justificación alguna de la actuación de los otros, pero tampoco debe olvidarse cual dato intrascendente. En este punto hay que citar el bello libro de Etelvino González, «Yo, José Gafo», que tan bien retrata la locura de 1936 y el sufrimiento de los dominicos y que precisamente Juan me recomendó que leyera. Ahora me resulta obvio que aquel silencio no era olvido sino estrategia de reconciliación, cuando el bando vencedor no se había portado precisamente de forma caritativa con el vencido. Estrategia de reconciliación, digo, que probablemente se ensayó de buena fe desde ambos bandos (recuérdese la política de reconciliación nacional del Partido Comunista), y que sin duda fue la de los frailes dominicos que dirigían nuestra enseñanza, lo que se pudo ver en el seguimiento y aceptación de la transición. En este sentido, también Juan Tresguerres es un buen ejemplo del momento ya no de reforma sino asombrosamente revolucionario que vivió la Iglesia católica con el Concilio Vaticano II y que, entre otras cosas, en breve iba a hacer que tanto la jerarquía como los fieles católicos apoyaran, por regla general, la transición española a la democracia.

Antetítulo: In memoriam

Subtítulo: Visión histórica y artística de un dominico alejado de cualquier maniqueismo

Destacado: Reconocido en su especialidad, la arqueología, no descuidaba otros muchos saberes y manifestaciones culturales, aunque fuera imposible, por obvias razones, estar al día en todos ellos

De sus clases de Historia del Arte me quedó aquella definición convencionalista del arte: «Todo aquello que los hombres llaman arte». Los límites vendrían después con la anécdota de un Picasso divertido ante quien le ofrecía una enorme suma de dinero por su mandil. Para mi desgracia, no recuerdo nada de los concretos conocimientos técnicos de la asignatura, pero sí su utilización constante de la idea de historia, que era la que hacía comprensible el arte y convertía sus clases en un «poner en relación».

Los compañeros dejamos el colegio en 1980 y nos desperdigamos, aunque yo, que vivía junto al Campillín, seguí encontrándome con Juan. Muchos años después, cuando comenzaba a dedicarme a la filosofía del derecho, me hizo la recomendación políticamente incorrecta (¡!) de que estudiara a Suárez, me leyó y corrigió mis primeros pasos («A escribir artículos también se aprende», me dijo con pocos miramientos) y, otra vez incorrecto políticamente, me aseguró que publicar un buen trabajo cada dos años era una media espléndida para un investigador. Escéptico ante la deriva de la Universidad española, a la que dedicó tiempo y esfuerzo, ante quien quisiera escucharle no se callaba que lo único que se necesita para dar buenas clases es saberse un programa y saber hablar, debiendo prescindirse en la medida de lo posible de hacer payasadas ante los estudiantes para incentivar su interés, que a cierta edad ya había que suponer. Desde luego no era Juan partidario de infantilizar, aún más, al alumnado universitario. Reconocido en su especialidad, la arqueología, no descuidaba otros muchos saberes y manifestaciones culturales, aunque fuera imposible, por obvias razones, estar al día en todos ellos. Recuerdo la conversación en que me explicó cómo debían aplicarse las normas morales, balanceando una y otra vez la mirada desde ellas hasta los hechos que había que juzgar, y por qué era tan importante que quienes las aplicasen, y en concreto los juristas, fuesen tipos cabales y cultos, y no meros repetidores de artículos, porque la operación de interpretar no es sólo, aunque también, una operación lógica. Me lo decía, con razón, uno de los hombres más cultos que he conocido.

Pero cuando más relación tendría con él sería en los últimos años. Por medio de Rafael Sempaú llegó a mis manos la autobiografía de Alfredo Mendizábal. «Pretérito imperfecto. Memorias de un utopista», que editaríamos con Etelvino González. Pensando que la BAC era la editorial idónea para publicar la obra (de hecho el único libro que trataba con cierta extensión la figura de Mendizábal había sido «El catolicismo mundial y la guerra de España», de Javier Tusell y Genoveva García Queipo de Llano, y había sido publicado por la BAC), le pregunté a Juan si podía ponerme en contacto con alguien de la dirección. Además, le di a leer el libro. En cuanto lo hizo me llamó para preguntarme si me parecería bien que las memorias fueran publicadas por el RIDEA, al que también Juan dedicó tiempo y empeño. A partir de entonces se convertiría en el mayor defensor de la publicación de la obra. No dejo de sentir un cierto orgullo por haberle dado a conocer al injustamente olvidado o, en cualquier caso, desconocido Alfredo Mendizábal, sin duda el mejor discípulo de Maritain en España, representante de la tercera España, católico liberal y pacifista, precursor del Concilio Vaticano II, además de ser buen amigo de los dominicos y de vivir peripecias dignas de una película de Michael Curtiz. Tan amante del cine también, me lo imagino tomando un café con Mendizábal en la terraza de un bar de Amman o de Casablanca. Descansa en paz, Juan. Los que quedamos aquí te echaremos de menos.

Benjamín Rivaya, profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Oviedo

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