Para no perder el norte

Las parroquias del sector septentrional de Mieres se ven relegadas de las áreas de expansión del concejo y reclaman proyectos para revertir su caída demográfica, superior al 20 por ciento en este siglo

Marcos PALICIO / Ablaña / La Peña (Mieres)

Desde la puerta del hostal de La Peña, donde acaba el descenso del Padrún antes de llegar a Mieres por la carretera AS-242 y una gran rotonda ajardinada anuda ésta con la N-630, mirar al fondo es llegar al fondo. Al levantar la vista siempre aparecen tres viaductos superpuestos que ocultan sólo parcialmente el laberinto de galerías grises inclinadas del último gran lavadero de carbón de las cuencas mineras. Justo al otro lado empieza el casco urbano de Mieres, pero desde aquí Mieres no se ve. Ni se ve ni se adivina. Lo tapan el voluminoso «scalextric» de la Autovía Minera en el entronque con la A-66 y las estructuras del lavadero de Batán, dos barreras de separación, por si no bastara una, dos metáforas contiguas de aislamiento y dos razones para que Paulino Arias, presidente de la Asociación de Vecinos «Mercurio», presente «un pueblo aislado, enterrado», literal y figuradamente recluido debajo de un puente. «Como Campomanes con la autopista del Huerna». El problema, le acompañará pronto el coro del vecindario, es que la sensación de aislamiento no es solamente física. Ni aquí, en este punto donde empieza el norte de Mieres, ni en el resto de la porción septentrional de este municipio que crece más hacia el sur y levanta en el extremo opuesto cierto resquemor de periferia arrumbada, doliente porque ha optado a equipamientos y remedios que no han llegado y porque siente que en el recuento final ha entregado más de lo que ha recibido.

«Somos los grandes olvidados. No salimos en el mapa». Noelia Díaz no está en La Peña. Más al norte, habla desde detrás del mostrador del quiosco de Ablaña y ha salido a enseñar la herrumbre del castillete de la mina Llamas, que emerge de la espesura a la salida del pueblo. Pudo haber sido sede de centro tecnológico y se oxida en un pueblo que también opositó al mercado de ganado y al hospital comarcal, que hoy tiene a cambio de las sucesivas negativas poco más que una antigua escuela reutilizada para seis viviendas de promoción pública y dos residencias gerontológicas.

La Peña, bajo el puente, y Ablaña, vecina de puerta de los humos de la central térmica de La Pereda, se proponen como fotografías ilustrativas de un daño colateral sin compensaciones que extiende sus efectos, al decir del vecindario, por el sector norte del municipio mierense. Mientras Mieres se expande hacia el sur, las dos parroquias más pobladas del norte tras Santa Rosa han perdido sólo en este siglo más del veinte por ciento del censo, un porcentaje que casi duplica el decrecimiento que en el mismo período ha experimentado el conjunto de su concejo. La Peña se ha dejado casi el 22 y ha rebajado los 1.000 habitantes hasta detener la caída, de momento, en 918; la parroquia de Loredo, a la que pertenece Ablaña, ha cambiado los 832 habitantes de 2000 por 619 en 2011, para extraviar en total una cuarta parte de sus residentes. José Emilio Delgado regenta un bar en Rozaes de La Peña, la barriada remozada de 54 viviendas separadas del núcleo principal por el trazado de la autovía, mira en dirección a Mieres y lo ve tan lejos estando tan cerca que sucumbe a la tentación de comparar. «Aquí pagamos lo mismo que los del centro de la villa y tenemos muchos menos servicios», lamenta. En este trazado configurado a medio camino entre lo urbano y lo rural, cruce de caminos atravesado por el de Santiago, no hay modo de sustraerse al tráfico de la Autovía Minera ni a la sensación de que la construcción de la carretera se sumó al quebranto universal del oscurecimiento del empleo en las comarcas hulleras. A comienzos de este siglo, la obra se llevó por delante muchas casas, recuerda Paulino Arias, y dejó a cambio, detrás de la iglesia, 22 nuevas viviendas en dos bloques de tres plantas con fachadas de ladrillo visto, el edificio «La Unión». Pero ahí no viven necesariamente los desalojados de la autovía. De aquí la gente se ha ido, en alguna medida porque no llama la atención este reducto cercado por cintas transportadoras de todo el carbón que queda en Asturias y puentes de tráfico incesante, porque a La Peña la autovía vino en realidad a rematar el tapón del lavadero de Batán. «¿Quién va a edificar al lado de eso?». José Manuel Díaz, vocal del colectivo vecinal, no se ve obligado a responder, a la vista están las pruebas, y el presidente retrocede sin demasiada convicción a la certeza de que Izquierda Unida, hoy en el gobierno en el Ayuntamiento de Mieres, «siempre abogó por quitarlo de ahí». El caso es que las barreras permanecen, ésta y las otras. La Peña recibe al que entra desde Mieres con los cristales rotos de una antigua fábrica en ruinas -«industrias cárnicas Los Mallos», sigue anunciando el rótulo- y después con los otros restos de un pasado perdido de cuando este pueblo tuvo dos minas de mercurio y «diecinueve bares». Hoy quedan dos, sumando La Peña con Rozaes. El recuento es sencillo y se basta solo para retratar lo que ha pasado aquí. Tampoco al inmueble de Los Mallos, resalta Díaz, llegó el cuartel de la Guardia Civil que también alguien planteó para resarcir a este pueblo del daño causado.

Viene a decir que este sitio se reconoce perfectamente en sus residuos. Junto a la rotonda, al entrar o salir de La Peña, se percibe a duras penas la estructura herrumbrosa de un viejo castillete comido por la maleza. Perteneció a una mina de mercurio, subsidiaria de aquella más grande del Terronal, que expone sus propios vestigios comidos por el óxido a un lado de la Autovía Minera, en mitad de un terreno plano junto a la ladera donde también alguien propuso una vez, recuerda José Sánchez, compensar al pueblo con un polígono industrial. Pero el tiempo y los reveses han forjado aquí muchas mentalidades incrédulas, y Díaz se acuerda de lo que costó descontaminar la parcela para abrir paso a la autovía. «Si ahora hay que volver a limpiar», señala, «a lo mejor no interesa, pero un área empresarial ahí sería sin duda algo bueno, daría puestos de trabajo». Desagraviaría a la localidad por el menoscabo de las heridas superpuestas que ha recibido La Peña en los últimos tiempos. Restañaría los arañazos tanto al menos como aquellas 22 viviendas; mejor que la pasarela que también está construida, que conecta el pueblo con el paseo fluvial del Caudal hacia Mieres y que, por cierto, sigue José Sánchez, además de ser «casi el único compromiso cumplido no tiene alumbrado. Por la noche hay que arreglarse con las farolas de la autopista y las luces de la entrada del lavadero de Batán».

La Peña se organiza alrededor de la AS-242 y de la AS-335, que sale de aquélla y es la antigua conexión de Mieres con Langreo por el alto de San Tirso. Acomodado entre las dos carreteras, el edificio alargado vecino de la iglesia delimita la pista polideportiva que le hace al pueblo de plaza central y en la fachada conserva el cartel del «Colegio Público de La Peña», aunque hace casi dos décadas que aquí no hay escuela. Es el único albergue de peregrinos abierto en el concejo de Mieres y tiene, además,  ocho locales de ensayo insonorizados, cuatro por planta, cerrados a la espera de que el Ayuntamiento decida el modelo de gestión. Las puertas cerradas funcionan como otro indicio, al decir de Sánchez, de que «en Mieres no quieren saber nada de este pueblo». En la pista, delante de la iglesia, un busto de Vital Álvarez-Buylla (1915-1984), veinte años alcalde de Mieres y natural de este pueblo, suena a desafío además de a evocación de tiempos mejores.

Y eso que a ras de suelo no se percibe ninguna separación física al pasar de la villa a La Peña, y viceversa, ninguna aparte de las dos barreras elevadas de los puentes y el lavadero. Por eso en este pueblo tiene cierta lógica la reflexión sobre un futuro en conexión con la capital. Muy bonito si no fuera, otra vez, por las fronteras, ahora más las mentales que las físicas. Por la falta de atenciones. Paulino Arias se explica señalando la maleza que crece en el cauce del arroyo Miñera, que viene a verter al Caudal atravesando La Peña, paralelo al trazado de la carretera AS-335, que sale de aquí y lleva a Langreo por el alto de San Tirso. «Deberíamos haber sido la zona de expansión de Mieres, pero el lavadero de Batán lo impidió», decía en una entrevista demasiado vieja, de 2007, el ex presidente de la asociación vecinal de La Peña, Eustaquio Bustos.

El Mirador

Propuestas para mejorar el futuro

_ Los equipamientos

El centro tecnológico y el «polivalente de recursos» iban a estar en Ablaña; La Peña tuvo aprobado uno social. Los equipamientos que pasaron de largo sin dejar ni rastro por las poblaciones del norte de Mieres copan las demandas del vecindario y ofrecen ejemplos concretos sobre su necesidad de atención. «El centro social tendremos que pagarlo nosotros», apunta con sorna José Sánchez desde el local de la Asociación de Vecinos de La Peña. Ablaña se ofreció, además, para albergar el hospital, el mercado de ganado y, en su día, hasta el Museo de la Minería, pero hoy «no salimos en el mapa», lamenta Noelia Díaz.

_ Los locales

Hasta lo que sí se ha hecho está parado, dirá algún vecino de La Peña mirando al antiguo edificio de las escuelas, hoy transformado en el único albergue abierto en el concejo de Mieres y equipado además con ocho salas de ensayo para grupos musicales, convenientemente insonorizadas, que permanecen cerradas a la espera de una decisión sobre el modelo de gestión.

_ El suelo

Ablaña encabeza algunos de sus desafíos con la necesidad de liberar espacio donde construir, una de sus asignaturas pendientes junto a la sensación de que la opción de abrazar un futuro residencial depende en primer término de la capacidad para crear un entorno agradable «y vivienda, pero de calidad». Cristina Menéndez, presidenta de la asociación de vecinos de la localidad mierense, señala el ejemplo cercano de la urbanización que creció en Santa Eulalia de Morcín y sería capaz de encontrar en Ablaña espacio edificable abundante. Otra cuestión es la voluntad de ocuparlo.

_ Las minas

Queda Nicolasa, pero hay mucho más. En La Peña El Terronal, una vieja mina de mercurio cuyas estructuras se oxidan encima del pueblo en el ascenso hacia San Tirso, y en Ablaña el pozo Llamas, con su castillete, «que es una joya» abandonada. El terreno que liberó la actividad minera se aparece aquí como uno de los pocos activos que quedan de la gran eclosión del carbón, como el espacio que cabría reutilizar a la búsqueda, dice Nuria Díaz en Ablaña, de «algo que nos singularizase y pudiese atraer a la gente».

_ La limpieza

En La Peña la maleza se acumula en las márgenes del arroyo Miñera y en Ablaña las ortigas crecen alrededor de los bancos de la calle Samartiniego. «Necesitamos un cuidado más constante que una zona urbana», reclama Díaz, y a lo mejor un lavado de cara para tratar de convencer al visitante y restañar en parte la herida demográfica.

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