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El esprínter y la carrera de fondo

El ex ciclista Manuel Jorge Domínguez lamenta el declive de su pueblo, crecido y disminuido por la minería: «A raíz de las prejubilaciones mucha gente se ha ido, a veces de forma insolidaria»

Marcos Palicio / Barredos (Laviana)

La bicicleta de ahora es de fibra de carbono, ligera y manejable, nada que ver con aquella pequeña y roja, «con barra y todo, como si fuese de adulto, pero en miniatura», que casi todos en la familia utilizaron para dar las primeras pedaladas por Barredos. Fue hace mucho pero en este mismo sitio; todo empezó en algún recodo de la calle de La Estación, al borde del comienzo de la extensa barriada minera, donde todavía viven los padres y estuvo el taller de bicicletas que heredaron del abuelo. Manuel Jorge Domínguez, lavianés de Los Barreros de la cosecha de 1962, año de huelgas mineras, ex ciclista profesional y ahora empresario de ropa deportiva en Laviana, ha vuelto a pedalear la villa para verificar que el tiempo ha sabido hacer su trabajo con este sitio alojado en un pasillo entre montañas, su caserío amoldado a las líneas rectas paralelas que trazan por aquí la vía del tren, el río Nalón y la carretera que atraviesa el valle. No es sólo que ya la escuela no sea la escuela, que se haya ido de la loma que domina el pueblo desde arriba, en La Cagüernia, ni siquiera en el local en plena barriada al que se trasladó después, hoy reutilizado como ambulatorio. No  influye únicamente que haya menos bares y menos clientes, ni que la bolera haya perdido parte de aquel ambiente de plaza pública y lugar de reunión. Lo peor es el silencio. En bici por Barredos, otra vez, desandando alguna ruta hacia el pasado, Domínguez se ha tropezado por el camino con Tejerina. «Me encuentro bien hablando con la gente de toda la vida», confiesa, reafirmando sobre el terreno que él nunca se ha ido del todo. Tiene la sede de su empresa en el polígono industrial de El Sutu, en Pola de Laviana, y no tardará en advertir de que «nací aquí y he vivido aquí», que «probablemente moriré aquí», pero también que su ejemplo no ha cundido demasiado.

Él era un esprínter, el velocista explosivo de los últimos metros, pero esto de la cuenca minera es una carrera de fondo. De resistencia. Una de esas muy duras con muchas pendientes en las que el pelotón va perdiendo unidades, donde la clave es el aguante para el largo plazo. El ex ciclista  pedalea ahora junto al apeadero de Feve, en paralelo a la vía y a la barriada, con la vista al fondo en el castillete verde del pozo Carrio, que está al otro lado del Nalón y es testigo y razón de ser de lo que ha pasado en este lugar que a él le predestinó para la bicicleta desde el taller de reparación y alquiler de la familia. «Aquí el punto de inflexión son las prejubilaciones mineras», afirma el ex ciclista. «La minería ha marcado a la zona y a partir de ahí todo circula alrededor del carbón». Todo siempre, incluso ahora que aquel filón está a punto de agotarse del todo. Las pensiones, individualmente «tan buenas para los que la disfrutaban», tuvieron en su dimensión colectiva un reverso tenebroso que al final ha conseguido «que la gente se haya marchado de esta zona de forma a veces insolidaria». «Cuando les metieron el dinero en el bolsillo sin trabajar», valora Domínguez, «se fueron a gastarlo a Gijón o a otros sitios, olvidándose tal vez de que aquí la gente sigue viviendo, sigue naciendo y tiene pocas alternativas». Muerden en el recuerdo del deportista las escenas de aquella casa familiar en la que «toda la vida hubo negocio», enlaza, y donde «siempre hubo que apoyar a la minería cuando las huelgas. Era lógico», por justicia social y «porque si no lo más probable era que te rompiesen las lunas», pero después ha pasado el tiempo y aquí no se ha visto el rastro de la contrapartida.

Nieto de trabajador de la mina, de los que entraban por absoluta necesidad «cuando no había otra cosa» y el carbón era «lo último», Manuel Jorge Domínguez lamenta el silencio que han dejado aquí los que se fueron. Lo que queda «es la pescadilla que se muerde la cola», asegura, el círculo vicioso en el que «la gente se va porque no hay oferta y no hay oferta porque no hay movimiento económico suficiente para que la haya». En ese callejón oscuro, queda la mejora de la calidad residencial sin «más remedio que ser ciudad dormitorio» y dar aliento a la pequeña empresa. Eso y el muy incipiente «hueco del turismo», avanza, «que igual no da rendimiento rápido» en este lugar a las puertas del parque de Redes, «pero que creo que puede tener futuro».

Lo dice él, que se ancló aquí desoyendo «la oportunidad de instalarme fuera, en el polígono de Sotrondio o en la zona de Granda». Que a pesar de todo siempre tuvo claro «que el negocio no podía ser localista. Ni del valle del Nalón ni siquiera regional, pero siempre desde aquí». Desde 1996 -dejó el ciclismo en 1992- se dedica con esa mentalidad a la prenda deportiva personalizada, tiene cinco trabajadores y durante los diez primeros años la fábrica echó a andar donde casi todo, «en el local donde mi padre tenía el taller de bicis y motos, en Barredos». Físicamente, la memoria mantiene intacto el aspecto peculiar que la villa enseña hoy. Los Barreros es el mismo caserío «dividido en dos partes, la barriada y el pueblo propiamente dicho», la misma vida duplicada donde el topónimo en plural explica que siempre se han mezclado aquí los habitantes importados que vinieron de fuera buscando futuro en la mina con los autóctonos del pueblo de siempre. Pero sorprendentemente unidos, aclara el deportista. «Nunca diferencié entre una gente y otra, será que los trabajos esforzados unen» tanto como las necesidades, apunta, «porque el pueblo siempre estuvo muy implicado para reivindicar las cosas que le faltaban y no le daban, para ir por ejemplo absolutamente todos hasta la Pola a pedir el suministro de agua».

Al hablar de Barredos, el territorio de la infancia, la memoria ha delineado de inmediato la escuela, la primera, aquella que sigue teniendo el aspecto de todas las escuelas de su época y que aquí está levemente enriscada, oteando el pueblo desde La Cagüernia. La generación de Domínguez la cerró casi al final de la EGB, «nos tocó llevar sillas y mesas» hasta el nuevo local en la barriada, precedente del colegio que hoy ocupa la zona de La Sota, junto al Nalón. Además de probar la resistencia de la bicicleta roja salida del taller familiar, el niño jugaba al hockey sobre patines en una de las plazas del poblado minero usando en lugar de sticks «unos palos reforzados con chapas para evitar el desgaste» y en verano se bañaba en El Trabanco, «una zona donde el Nalón hacía un poco de pozo». Los fijos solían ser Abel, Quico Saludes, «El Bala», Enrique el Faba, Grande, Valdés...

La bicicleta lo sacó de aquí 220 días al año mientras fue profesional, de 1985 a 1992, y le dio a cambio, entre otros éxitos, una victoria de etapa en la Vuelta a España en Barcelona, otra del Tour de Francia en Troyes -la última de padre asturiano hasta el triunfo de Samuel Sánchez el año pasado- o una medalla de bronce en el Campeonato de España de 1991. En su despacho presiden enmarcados el diploma que acredita la participación en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles-84 y el de los Juegos del Mediterráneo de Casablanca en 1983.

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