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Cabañaquinta nació en un hórreo

El artista allerano Enrique Rodríguez, «Kiker», reivindica la raíz rural que permanece bajo la apariencia muy urbana de la villa capital del concejo

Marcos Palicio / Cabañaquinta (Aller)

Escobio de Vega, Escoyo, se ve desde Los Corraones. Lástima que a un lado ya no quede nadie para mirar, y al otro, pocos. Los Corraones, hoy una casería deshabitada de la parroquia de Cabañaquinta, es el lugar de nacimiento; Escoyo, ahí enfrente, el refugio del adulto. Enrique Rodríguez Rodríguez, «Kiker», «pintor desde que me conozco», allerano residente en Gijón pero con un pie puesto en la tierra donde sigue el hórreo en el que nació en 1949, cuenta que aguantó seis años alrededor de Cabañaquinta, paró en el Colegio Nacional de Moreda hasta los catorce y emigró después a Gijón sin dejar nunca de mirar atrás de reojo. Hoy declara como testigo de los esfuerzos de una familia de mineros por esquivar el destino inevitablemente enterrado bajo tierra de los que entonces veían la luz en las Cuencas. Viene a dar fe de lo poco que ha cambiado, aunque a la vista sea todo muy urbano, la estructura de raigambre rural de la cabecera de su concejo agrario. Cuando ahora vuelve a mirar, a pintar y a «oficiar de anacoreta» en Escoyo, Kiker reencuentra a los que se quedaron, o a los que quedan de los que se quedaron, y en la capital allerana, delante del Ayuntamiento y en la plaza de La Vacaina, hasta a algún vecino viejo de Los Corraones que le explica lo que ha pasado aquí. Están «los mineros que compraron la casina en el pueblo», los que después bajaron al calor de Cabañaquinta cuando se oscureció el futuro en las minas y el campo. Y están también los que mantienen la doble residencia en el campo y en la villa, los que se han mudado sin desprenderse del todo de la vida agraria que siempre ha alimentado por definición al municipio de las alturas del valle del Aller. «Lo peor», se duele Kiker, «vendrá el día que éstos mueran» por lo escondidas que están las alternativas para sus hijos.

Todo viene aquí del aledaño agrario. No le dejará mentir la ferretería que conserva el rótulo azul en la fachada de un edificio en La Vacaina y que se llama como su pueblo, Los Corraones. Tiene elementos de juicio para decir que como él, de algún modo, Cabañaquinta también nació en un hórreo. No es casualidad que, revolviendo en su memoria de la villa, Kiker encuentre precisamente «el mercaón de ganado», «la matanza», «el verano, la hierba y la siega, los segadores cantando, el trabajo del campo». «Teníamos sonidos», escribió una vez el hijo mayor de los cuatro que tuvieron Ovidio y Anita, «como el cabruñar de la guadaña, los mineros que al terminar la jornada pasaban por el pueblo cantando "una paloma blanca como la nieve" o el sonido cantarín del arroyo que ponía música a las historias de fantasmas y ogros que veíamos en las nubes tirados sobre la hierba». En aquel ayer lejano, a la capital de Aller le faltaba la exuberancia urbana de los bloques de bajo y cinco alturas que abren paso ahora en la travesía de la carretera que sube a San Isidro, pero por dentro era esto mismo. «Con más bares y más vida de pueblo», sí, pero la geografía humana se trastocó menos que la física. «Lo guapo es eso», sostiene, «que en el fondo cambió poco».

Otra historia son los materiales para fabricar el futuro. Los de siempre, dándoles una vuelta, serían «el paisaje, el monte y la tranquilidad», espectaculares al decir del artista plástico, aunque eso por sí solo «no dé dinero» y el concejo y su capital merezcan un esfuerzo de visibilidad turística. Tal vez recuperando aquella Cabañaquinta que «era Benidorm, lleno de gente de Mieres y Moreda que venían a bañarse a los pozos del río los domingos», él trató de poner los medios a su manera, promoviendo allá por los años setenta un concurso de pintura en Escoyo. Había llegado a convencer a pintores conocidos, «que ya estaban dispuestos a venir a pintar aquí y a ceder sus cuadros», con el propósito de dejar una muestra permanente en las antiguas escuelas del pueblo, pero el desinterés de las administraciones lo frenó en seco.

Ahora resulta que faltan ideas. Sin ellas no sería lo que es un pintor que pinta como pinta porque ha salido de aquí, que confiesa que «siempre fui pintor minero» y vendió por primera vez sus cuadros al Instituto Nacional de Industria cuando lo presidía Juan Carlos Guerra Zunzunegui. El artista plástico afloró, «no sé por qué», cuando creció el niño que casi antes de saber leer pintaba sobre las piedras de pizarra del tejado de la casa familiar en Los Corraones, «subiendo por la parte de atrás, que se juntaba con el camino». Aquel era todavía Enrique Rodríguez. Kiker, el pintor, se fue haciendo después, mientras caminaba por Moreda «siempre con un cuaderno bajo el brazo y un lápiz», incluso templando vidrio en la Bohemia Española de Gijón, pintando retratos en el París de la otra bohemia, la de 1968, o vendiendo cuadros por las mesas del Café Gijón, en Madrid. Han pasado más de cuarenta años desde la primera exposición individual y mientras prepara la próxima -abril y mayo en la sala Van Dyck de Gijón-, señala en su estudio un cuadro con su visión muy particular del picu Moros de Moreda, negro carbón, y encuentra un autorretrato escrito en un cuaderno antiguo. «Mi trabajo», dice allí, «va de la abstracción a lo concreto en un proceso de síntesis, acorralando, cercando, intentando atrapar una idea, un sentimiento, un soplo». Y muchos son inconscientes apuntes del natural aprehendidos en las alturas del valle del Aller. «Todavía hoy», escribió una vez, «el olor a barro y madera me devuelve al principio del tiempo en Los Corraones».

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