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Cangas, la denominación del origen

El cronista oficial del concejo descubre el «amor a la historia» que oculta el envoltorio comercial en la corte de los cinco primeros monarcas asturianos

Marcos Palicio / Cangas de Onís (Cangas de Onís)

Habrá que apartar a los turistas, rasgar el envoltorio comercial de Cangas de Onís, pasar de largo por alguna tienda de «recuerdos de Covadonga» e ignorar varios hoteles, pero inevitablemente terminará asomando la historia de Asturias. Detrás de cualquier esquina, debajo de una capilla, colgando de un puente... Por debajo de la superficie rendida al visitante ocasional, la primera capital del Reino, corte de los cinco primeros reyes asturianos, «se acuerda de todo y tiene un gran deseo de recordar, un enorme amor a la historia». Celso Diego Somoano también. Tiene 87 años, es cangués por adopción desde 1945 y cronista oficial del concejo con calle en la ciudad. Fue catedrático aquí, testigo durante décadas del «revolcón que ha pegado Cangas, que no se puede creer», pero que él también explica con la prosperidad que otorga la cercanía de Covadonga y sus Lagos. Siempre la montaña al fondo, lo mismo en el siglo VIII para traer hasta aquí la primera corte asturiana que para enriquecer el comercio en el XXI por el paso de turistas hacia el real sitio.

Su memoria acude al rescate retrocediendo hasta el principio, que no estaba aquí abajo, afirma, sino en Cangas de Arriba. La ciudad de hoy, en este valle entre el Sella y el Güeña, era sólo «el mercado de Cangas» hasta que el mercado se tragó a Cangas, «en torno al siglo XIX», y desplazó el centro hacia abajo, hacia los ríos y la carretera. La parte alta, el origen rural del actual entorno muy urbano, sigue ahí, dando fe de que esta ciudad con título para presumir desde 1907 empezó siendo un pueblo.

Pero hay mucho más. Celso Diego apenas reconoce aquella «calleja estrecha» en esta nueva calle San Pelayo, amplia y peatonal. Todavía prolonga la calzada que atraviesa el «puente romano», el monumento más fotografiado de la ciudad, aunque mienta el apellido popular que identifica erróneamente esta edificación gótica, medieval, que se levanta sobre el Sella en el sitio de la pasarela original romana. «Todo tiene su historia en Cangas», dice Somoano para dejar constancia de que aquí casi nada es lo que parece. La cárcel se ha vuelto centro de salud y Casa de Cultura, el Palacio de Justicia sobrevive reconvertido en Ayuntamiento, pone por ejemplo. Por San Pelayo, que tampoco recuerda al primer rey asturiano sino a un niño mártir del siglo X, el recorrido a través de la nueva Cangas se aleja del puente y deja a la derecha la vieja, ese sabor tradicional que «no hay que perder», al decir del cronista oficial, y que aquí subsiste en Cangas de Arriba y su continuación por los barrios de San Antonio y la Concepción. Se respira en el entorno de la antigua iglesia de Santa María, hoy transformada en Aula del Reino de Asturias y sin culto desde que el moderno templo de la Asunción, situado al final de esta calle, la sustituyó en 1963.

San Pelayo se transforma en calle del Mercado y va a morir a la plaza del mismo nombre, donde se celebra la feria dominical y delante del palacio de Soto Cortés, la residencia señorial «más importante» y mejor conservada de la ciudad al decir de Celso Diego Somoano. El edificio enseña su barroco de 1680 y su historia de antiguo hospital de peregrinos y la memoria de haber dado posada a algunos de los primeros turistas que tuvo Cangas de Onís, Jovellanos primero y la reina Isabel II después, entonces como ahora de camino a Covadonga.

«Por mi ley y por mi rey»

Cruzando la plaza que se abre ante el palacio, al otro lado de los soportales del mercado y de sus columnas con forma de pegollos de panera, emerge la iglesia con su campanario de tres pisos y en ella el recuerdo del indiano emigrante a México que la financió, José González Soto. La plaza que se abre ante el templo contiene una galería básica de ilustres, un enorme rey Pelayo marcial frente a la iglesia y, a su derecha, un busto de Juan Vázquez de Mella, militar y político conservador de comienzos del siglo pasado, al que su ciudad natal recuerda junto a uno de los muros del Palaciu Pintu. O más bien de la versión reconstruida del edificio original, herido de muerte por los bombardeos de la Guerra Civil. Aquí sobrevive, eso sí, el blasón con su lema primitivo, que da fe de la histórica adoración por los reyes que fluye bajo la ciudad: «... Los Barelas y Bermúdez, Ulloas y Villalobos, tan antiguos en Galicia como en Castilla los godos. Por mi ley y por mi rey moriré».

Al salir a la avenida de Covadonga asalta de nuevo el espíritu comercial de la Cangas del siglo XXI, las tiendas de recuerdos invadiendo su traza del XIX, pero mezclados con ellas, también, el Ayuntamiento y la Casa Dago. La Casa Consistorial empezó siendo Palacio de Justicia y eso es lo que dice todavía la inscripción de su fachada. La Casa Dago, sede hoy de las oficinas del parque nacional de los Picos, hizo ostentación de la fortuna que el azúcar de Cuba dio a comienzos del siglo pasado a José Dago y su esposa, Matilde Pendás.

De arquitectura indiana sabe también Villa María, en la vega de Contranquil, muy cerca de donde el Güeña se junta con el Sella y del nuevo camino fluvial por el que el cronista oficial de Cangas vuelve al principio, a los orígenes de la ciudad y con ella del Reino de Asturias. A la orilla del río, donde el progreso ha puesto piscina, colegio y campo de fútbol, la corte real, que lo fue de cinco monarcas en 57 años del siglo VIII, escondió sus armas dentro de una pequeña capilla. Ésta es nueva, de los años cuarenta del siglo pasado, porque la Guerra Civil también la hizo pedazos; la original la hizo erigir Favila, hijo de Pelayo, para rendir culto a la cruz de roble que utilizó su padre en la batalla de Covadonga. La puso sobre un dolmen, un enterramiento prehistórico fechado en torno al año 3.000 antes de Cristo que «debe de ser lo más viejo que queda por aquí», confirma Somoano, porque conserva dentro de la ermita todas sus piezas pese a los castigos del paso del tiempo, que a este lado, por una vez, no son tan visibles como en el resto de la ciudad.

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