Cangas, de por vida

El abogado Florentino Quevedo, en activo a los 92 años, repasa su largo recorrido por una villa muy vital que le dio «independencia y libertad» y nunca quiso abandonar

Marcos Palicio / Cangas del Narcea (Cangas del Narcea)

El 19 de septiembre de 1940, un maestro en prácticas deshizo el equipaje en una villa viva, que apenas había aparcado la cartilla de racionamiento, pero que se divertía y hacía «mucha vida de noche. Salíamos a los cafés hasta la una o las dos de la madrugada». Así es la Cangas de Florentino Quevedo, que aquel día de finales de verano y comienzos de curso era todavía orensano. Era un joven profesor nacido en San Miguel de Mones, concejo de Petín, que ahora ya no da clases ni se siente tan gallego como asturiano, pero siempre hay algo que no cambia. No ha podido jubilarse de su trabajo ni de Cangas del Narcea. Ni del despacho ni de esta población tan activa e inquieta como él. Ahora es abogado, antes también fue procurador y a la vez director de los colegios de la villa, efímero teniente de alcalde en los cuarenta y propietario de una academia de segunda enseñanza, padre de dos hijos y abuelo de seis nietos. Todo en Cangas. Después de aquel primer día han pasado más de setenta años, y Quevedo, que ya ha cumplido los 92, mantiene abierto a pleno rendimiento su bufete de abogados, convencido de que se caerá si deja de pedalear: «Si me jubilo, muero».

Jurista tardío, licenciado en Derecho con 42 años y doctorado a los 45 con una tesis convertida después en manual de referencia sobre el derecho de las minas, Quevedo se hizo hijo adoptivo de Cangas a aquellos tiernos 21 de la posguerra, recién llegado del Seminario de Astorga y sin saber que viajaba sin billete de vuelta. El maestro, que venía para dos años en prácticas, empezó a sospechar que se quedaría poco después de llegar, cuando le sedujo la «vida social de cierta altura» que tuvo siempre aquella villa ni demasiado grande ni muy pequeña, la vitalidad que Cangas había conseguido ya entonces, relata, por la «independencia» que le proporcionaban la distancia, su relativo aislamiento y el poderoso remolque económico del carbón. Bien lo sabe aquel abogado que es este mismo, que decidió especializarse en la representación de empresas mineras y aún sigue trabajando en lo mismo. La villa de hoy apenas tiene mineros, «cambió totalmente», pero todavía «se vive muy bien», cuenta Quevedo sin esquivar los saludos que interrumpen uno de sus frecuentes paseos por la calle Mayor, atravesando lo más bullicioso de la capital canguesa de su despacho a las inmediaciones del viejo palacio de Toreno, hoy Ayuntamiento. «Y no sé por qué todo el mundo se empeña en tratarme de usted», bromea.

Será el respeto que infunde la resistencia en el trabajo y el ejercicio de varios oficios muy inclinados hacia la gente de aquí. Desde que llegó por primera vez hasta este presente con cinco habitaciones llenas de carpetas con documentos, Florentino Quevedo ha encontrado varios miradores con perspectiva para ver evolucionar su villa: fue cuarenta años director de los colegios, trece procurador y hace sólo dos semanas que recibió en Oviedo la medalla que recompensa medio siglo de abogacía. Siempre aquí, por devoción y vocación, porque sigue sirviendo para hoy la explicación que le dio en su día a un ingeniero que quiso que abriese despacho en Madrid, «en la calle Génova, donde ahora está la sede del PP». «Pensé que allí perdería la independencia y le dije», recuerda, «cada vez que vengo a Madrid, llego cantando y me marcho cantando. Si me quedo, dejo de cantar. Era una metáfora para hablar de la libertad que tengo aquí».

La mejor prueba de los motivos de su permanencia está en esta tarde de paseo con paradas y saludos a lo largo del centro de Cangas. Acaba en el colegio que fue el suyo -hoy se llama Maestro Casanova-, justo enfrente del Ayuntamiento, que nadie diría que lo es con su reciedumbre barroca, el claustro porticado, los escudos y las dos torres que flanquean la fachada, mirando desde lo alto al cauce del Narcea. «Este edificio lo compré yo para el Ayuntamiento en 1949», rememora Quevedo de regreso a sus tres años como teniente de alcalde. «Negocié con Braulio Sánchez, administrador del conde de Toreno, y lo conseguí por millón y medio de pesetas, a pagar en doce años con un interés simple. En total, 2.200.000», que entonces era dinero, pero más que asumible a la vista de la magnitud de lo comprado.

«Me quisieron nombrar alcalde y no acepté», sigue el abogado, plantado delante del edificio consistorial, recordando que más que la política ha pretendido siempre, y así sigue, «estar en sociedad, vivir en sociedad y prestar el apoyo que la sociedad necesite de mí desinteresadamente». Desde el otro lado de la mesa de su despacho, un abogado especialista en la representación de empresas mineras puede percibir, sin duda, la transformación que ha obrado en esta villa la defunción de casi todas las compañías que explotaban los pozos de su concejo. «Decrecieron los ingresos», asume Quevedo, «y mucha gente se fue», pero Cangas va a seguir teniendo sus oportunidades. Él habla del monasterio de Corias hecho hotel, de las viñas «creciendo» y el vino «en auge», de la necesidad de acortar el viaje con la carretera La Espina-Ponferrada... Se prepara una villa sin duda distinta a la que él conoció al llegar, pero espera que en el fondo la misma Cangas viva que él no ha querido cambiar por ninguna otra en setenta años de vida útil. Activa. Aquí, donde siempre, el abogado que se aburriría «soberanamente» si dejara de trabajar cumple con escrúpulo, a sus 92 años, jornadas «de seis o siete horas de lunes a sábado, a veces también los domingos», «estudiando, perfeccionándome». Hay que seguir pedaleando y la receta es sencilla: no sólo el despacho, también «pasear tres o cuatro kilómetros diarios, en varios tramos, y dormir como un chiquillo, siesta incluida».

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