Un silencio atronador

Luis Legaspi, ex delegado diocesano de Misiones, regresa al «rincón de calma» de su villa natal y añora el «espíritu ilustrado» del Castropol de siempre

Marcos Palicio / Castropol (Castropol)

En la atalaya de La Mirandilla, mirando desde Castropol a la ensenada de La Linera, a un lado Reboledo, Las Campas y Cotapos, allá a su frente Figueras, el poeta madrileño «rompeo a falar galego». «"Dame por chorar", me dijo, y alguna lágrima asomó a sus ojos». Dámaso Alonso, que había sido niño a la vera del Eo, compartía el espacio y los recuerdos con Luis Legaspi, sacerdote castropolense y ex delegado diocesano de Misiones, que era el guía del poeta por la villa aquel día de 1979 y hoy todavía sostiene que no hay sensación comparable a aquella de «escuchar el silencio en Castropol». Tamizada por su mirada y resumiendo mucho, enlaza Legaspi, la villa continúa siendo aquello que también percibió entonces Dámaso Alonso, «nada menos que la auténtica paz, el deseado silencio, el rincón de calma que todos hemos soñado alguna vez». Para él, también un refugio lleno de recuerdos de un niño que antes de marcharse al seminario con quince años ya fue obrero en la villa a los trece, de un joven pescador que aprendió muy pronto que «rapetar» era arrastrar los peces con una red por el fondo de la ría y al que la Guerra Civil le hizo allí la infancia cuesta arriba. Nunca renuncia a volver a esta villa que en la distancia vigila hoy desde una enorme foto aérea de los años sesenta colgada de una pared principal en su casa de Oviedo. Luis Legaspi Cortina (Castropol, 1924) destila un apego al estudio de la historia de su pueblo plenamente compatible con la vocación de conciencia crítica de una actualidad que a su juicio ha justificado a veces demasiados «disparates», mucho desatino estético mal compenetrado con el aspecto de esta villa señorial ornada de palacios y huellas de un pasado mucho mejor. Por citar sólo algunos, su villa conservaría el canto rodado que empedraba su suelo, ensuciaría menos su ría por las deficiencias del saneamiento y tendría un muelle mejor.

Desde el mirador de La Mirandilla, ya sin Dámaso Alonso, pero con el silencio intacto, se ve bien el lugar donde un día empezó el recorrido de esta villa que es etimológicamente «castro y puebla», «una pola apiñada en un castro». El asentamiento original es aquél, señala Legaspi un punto al fondo de la ensenada de la Linera, Roboredo, ahora poco más que una pequeña casería y en tiempos la localización más primitiva de la villa capital. Castropol fue Roboredo hasta que «el obispo Fernando Alfonso decidió que los habitantes eran muy levantiscos y que había que llevarlos a tenerlos controlados». Escogió este promontorio elevado y rodeado de agua por todas partes menos por una, esta península triangular donde hoy se sigue acostando la población castropolense más de setecientos años después del traslado. Es pola vieja, se complace Legaspi: «Todavía no existía Valladolid y ya estaba Castropol funcionando».

Su vuelo rasante sobre la historia de la villa natal hace paradas en los abundantes restos palaciegos de la hegemonía de ésta que fue durante mucho tiempo «capital del Occidente». Y la sola mención de Castropol desencadena una retahíla exuberante de referencias. Que en los astilleros de La Linera se construyeron naves para la Armada Invencible y a lo mejor también «A Galega», la nao que se reconvirtió en la Santa María para descubrir América. Que la primera línea de resistencia contra la invasión francesa fue el regimiento «que llevó el nombre de esta villa por gran parte de la geografía nacional». Que si Castropol fue dos veces capital ocasional del Principado y refugio de la Junta en la Guerra de la Independencia y los primeros años de la civil...

Pero si hay algo capaz de excitar la autoestima de un bibliófilo seducido por cualquier forma de saber es «el ambiente liberal e ilustrado» que ha definido la vida de este pueblo sólo aparentemente escondido que guarda varios miles de volúmenes en la Biblioteca Popular Circulante, hoy de sobrenombre «Menéndez Pelayo» en homenaje al polígrafo cántabro hijo de castropolense. El archivo se quiso siempre popular y «nunca municipal», agradece Legaspi, y renunciando al mero acopio de fondos llegó a tener «catorce o quince sucursales en las aldeas» para cumplir con precisión la tarea de «acercar la cultura al pueblo». La biblioteca, obra de «librepensadores» visionarios, otorga una prueba evidente para aquella reivindicación de su pueblo y de sí mismo que el sacerdote escribió una vez: «Puede ser que en las ciudades se sepa mejor hablar, pero la finura del sentir es del campo, de la mar y del silencio, y estas tres cosas confluyen armoniosamente en Castropol».

En lo personal, esta villa que atalaya su ría desde un montículo se define con aquella tarde silenciosa que hizo llorar a Dámaso Alonso. Castropol son los momentos con Vicente Loriente, que hoy da nombre al parque central de la villa y que además de amigo de la infancia de Alonso fue «mi maestro» y fundador de la Biblioteca. Mucho antes, la villa había modelado a un adolescente que después de trabajar «rapetando» en la ría con Fernandón y de asaltar durante la guerra los camiones con restos de alimentos que venían de regreso de alimentar a los soldados en Oviedo se formó en el seminario al lado de casa. En el palacio de Donlebún, sede provisional del centro durante la guerra y tan próximo al domicilio familiar que el joven Legaspi «colgaba una toalla de una de las torres cuando quería que mi madre me llevase algo. Era un SMS de los entonces», bromea, un mensaje cifrado de aquellos tiempos «duros» que después de cuatro años en Donlebún y uno en Valdediós ordenaron al sacerdote en Oviedo, le llevaron a ejercer a Candás y a San Isidoro hasta que en 1958 Francisco Álvarez, hoy cardenal emérito de Toledo, le propuso para delegado diocesano de Misiones. Legaspi respondió de entrada «yo quiero ser un cura de pueblo», pero estuvo en el cargo hasta 2004, con viajes frecuentes muy lejos de aquel Castropol que siempre puso el decorado de fondo a su vida y del que se niega a singularizar un único escenario: «Quiero a todo Castropol en una unidad y una única visión».

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