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El destino del billete de vuelta

Yago Pico de Coaña, embajador de España en Austria, rescata de su memoria la villa de su infancia y el retorno permanente: «Nunca me he separado de ella»

Marcos Palicio / Coaña (Coaña)

Delante hay un prado, arriba asoman la silueta de la iglesia de Coaña y el pico de Jarrio, y al fondo, detrás de un trozo de Navia y de su puente, la mar es «esa línea que se ve en el horizonte, entre dos montañas». Este «espectáculo visual maravilloso» es el de siempre al abrir la ventana del cuarto de arriba en la casa familiar de Yago Pico de Coaña y sin palabras basta para explicar los motivos de la adhesión inquebrantable del embajador de España en Austria hacia la villa que lleva pegada al apellido. El carné de identidad dice que nació en Madrid, pero él presume de filiación coañesa con la misma legitimidad que tiene su esposa, Mercedes Suárez, para presentarse como naviega aunque el pasaporte ponga «México» en el lugar de nacimiento: «Si la gata pare en el horno, no hace bollos, sino gatos». La sabiduría popular, el primer apellido y el deseo firme de ser de aquí vienen al rescate y zanjan el debate. Esta casa de fachada blanca, tejado de pizarra y ventanas pintadas de verde permanece junto a la iglesia de Coaña y seguirá siendo, como siempre, el refugio permanente del diplomático que ha vivido por mucho mundo y con la maleta hecha por vocación e inclinación profesional.

Ha ejercido al frente de las misiones diplomáticas españolas en distintos países de América latina, ante Naciones Unidas o la UNESCO, y hasta el pasado noviembre presidió Patrimonio Nacional. Por eso cada cierto tiempo variaba el punto de origen, pero el lugar adonde había que volver ha sido siempre el mismo. Éste. Yago Pico de Coaña y Valicourt acepta, ahora desde Viena, que no se acuerda de la primera vez que estuvo en Coaña. Tenía un mes y esta casa ni siquiera existía. Puede que la primera imagen consciente sea la Casa de Nieves, «una casa de aldea de las de entonces» donde «pasábamos temporadas» antes de tener la residencia familiar en la villa. La vivienda ya no está donde estuvo, «cerca de la iglesia y del antiguo Ayuntamiento», pero la ha sobrevivido su panera. Nieves y Ceferino, su marido, regentaban allí aquella tienda que vendía de todo, «desde las gaseosas hasta el pan cuando todavía se hacía en casa, y galletas, bebidas, zapatillas...». La villa es en la memoria la libertad de un verano con aromas «a hierba y a paja» y «la sensación enorme de las mayegas», aquellas reuniones colectivas en las que todo el pueblo colaboraba en las tareas para separar el grano de trigo de la paja. «No había traída de aguas y nos lavábamos en palanganas, cuando queríamos bañarnos del todo, en el Meiro, que era entonces un río truchero de primera categoría, y los días de fiesta, en la playa de Navia», después de cubrir el trayecto en bicicleta.

La combinación de todo eso fue modelando un apego al espíritu de «integración comunitaria» de la villa y un deseo de volver a Coaña que no ha abandonado al diplomático hasta hoy. «Nunca me he separado del pueblo», confiesa. El embajador ha sido siempre un habitante fijo de los meses estivales y las semanas santas, de alguna Navidad, y ahora, de «cualquier fin de semana que me permita el trabajo», y puede asegurar que «no he dejado nunca de visitarlo. Como los veranos eran largos y siempre volvíamos en Semana Santa, me pasaba en total tres meses en Coaña al año. Y era feliz». Tanto que ahora, confirma, «soy capaz de ir para 24 horas», entre otras razones, porque ahora se puede y todo es fácil en comparación con las «trece o catorce horas» que duraba el desplazamiento en coche desde Madrid cuando «no había aviones» y el tren de vía estrecha todavía se quedaba en Oviedo. En el recorrido de entonces a hoy, asegura, «he vivido el progreso del pueblo con una satisfacción enorme. Pasamos de vigilar el poco dinero que había para intentar tener unas zapatillas, o de jugar descalzos al fútbol para no gastar los zapatos, a la explosión del «boom" de la leche. A las cuadras, el agua corriente, la calefacción en las casas y el tractor».

Yago Pico de Coaña, coautor junto a su esposa y Luis Cuesta de la letra del himno de Coaña, asegura con regocijo que ha estado siempre, «desde muy pequeño, muy integrado» en la vida social de su pueblo. «Los amigos de la aldea siguen siendo mis amigos», asegura, «y puedo decir que un par de ellos lo son desde hace 67 años, los que tengo». Ya estaban ellos aquí cuando «tener un balón no era cualquier cosa» y el fútbol hacía más o menos lo que la «mayega», «integraba al pueblo». El campo era el de la iglesia, el vínculo, «un sentimiento entrañable de unión», y los rivales, los de alrededor. «Nos inventábamos partidos contra Villacondide, Trelles, Navia...». Con el tiempo, el equipo tuvo nombre, el «Botafougo», camisetas verdes y «alguna victoria histórica, como la que conseguimos contra Loza».

Cohesionaban al mismo ritmo las fiestas -el Carmen en julio, el Rosario cerrando los veranos en octubre- y, sobre todo, a la gente. Se han adherido a la memoria «los encuentros al atardecer en casa de un hombre muy especial, Eduardo Díaz, "el Galucheiro", un artesano que hacía galuchas, zuecos, unas madreñas preciosas», y, especialmente, la afabilidad y sencillez de don José de Campoamor, párroco de Coaña de 1919 a 1958 y, a su modo, el «inventor», con cincuenta años de adelanto, del Concilio Vaticano II. Así lo recuerda Pico de Coaña, como «un ejemplo constante, limpio y permanente, una persona que me marcó muchísimo. Cuando llegaba la Semana Santa decía que la religión era alegría, no tristeza, y no estaba de acuerdo en que se taparan las imágenes. Fue el primer cura obrero que conocí, que como no había Seguridad Social trabajaba él -sin quitarse el bonete, eso sí- para que los obreros enfermos no perdieran su salario. Tenía la iglesia de bote en bote en las misas de las siete de la mañana, y recuerdo sermones históricos, como cuando decía, para que la gente del pueblo entendiera la parábola del publicano y el fariseo, que el publicano era como un cobrador de contribuciones... Es una persona a la que no puedo olvidar».

El pueblo pegado al apellido y un ilustre traidor al rey

La noticia difusa sobre la raíz de la incorporación del pueblo al apellido ha llegado hasta Yago Pico de Coaña con la forma legendaria de «algo que contaba mi padre y no sé si es cierto». Si lo fuera, todo habría empezado en torno al siglo XIV, cuando tres hermanos Pico, de Coaña por filiación, pero entonces todavía no por apellido, «traicionaron al rey y a dos de ellos mandó cortarles la cabeza». El que quedó en pie se escapó a casa en una época en la que la distancia entre la capital del reino y Coaña era la misma que ahora, pero las condiciones del viaje hacían penosa toda tentativa de persecución. Con el tiempo, aquel fugitivo «obtuvo un señorío de tres al cuarto, de hidalguía, que no de nobleza, y desde entonces existe el apellido». Su escudo, «con un guerrero y una torrúa de la que yo llegué a conocer los restos», se conserva, entre otras ubicaciones, en una inamovible, «en una casa de Meiro donde está constituido como piedra angular», afirma el diplomático asturiano.

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