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Un románico empedernido

El escultor José Manuel Legazpi recorre Cornellana a través de la historia de las piedras casi milenarias del monasterio, «las que han dado carácter» a la villa

Marcos Palicio / Cornellana (Salas)

El artista se ha detenido a mirar la piedra dolorida del monasterio de San Salvador de Cornellana. La «tristeza» que da el monumento casi abandonado es todavía peor a la luz escasa del cielo gris y la lluvia del otoño, mucho más dura a los ojos de José Manuel Legazpi, un escultor del siglo XXI que ha retrocedido mil años, hasta la arquitectura del XI, para localizar el principio, la piedra angular de lo que hoy es Cornellana. Legazpi no nació aquí, el carné de identidad dice Bres (Taramundi), pero su retirada, que «no es una huida», dura ya 35 años en San Esteban de las Dorigas, sin vecinos a tres kilómetros escasos de esta orilla del Narcea. Le interesaba más el silencio que la soledad y, como conviene aclarar que «tampoco soy un sociópata», su lugar perfecto era un viejo caserón restaurado en el sosiego de «una aldea vacía», pero a la vez casi en el centro geográfico de Asturias, en paz y con las puertas entreabiertas. «Un retiro comunicado» con el resto del mundo.

Para explicar su Cornellana, para buscar la imagen que define mejor este universo urbano que está más cerca de su refugio, Legazpi se ha parado ante el crucero que señala el itinerario del Camino de Santiago, delante del monasterio, y recorre con ojos de artista esa obra de arte que está a punto de cumplir mil años. No está exactamente aquí el origen de la población que lo aloja -quedan restos de romanización y alguna noticia de la existencia de un castro en La Rodriga-, pero sí buena parte de «lo que ha dado carácter a Cornellana», afirma el artista. «Esto es la historia de Cornellana». Ella no sería ella sin este cenobio, la biografía del pueblo corre paralela a la de las vicisitudes del convento: el germen románico y las superposiciones barrocas, los cambios de manos desde la propiedad privada a la eclesiástica y la vuelta al patrimonio de la Iglesia después de llegar a ser incluso la sede transitoria de una fábrica de mantecas. Es eso y el deterioro que ha llegado hasta hoy, los once años esperando en vano la financiación que necesita para completar el ciclo e incorporarse plenamente al presente y el futuro de la localidad: un hotel con salones para banquetes, un centro cultural sobre el Camino de Santiago...

El cenobio fue sede de una fábrica de mantecas tras la Desamortización

Hace tiempo que ése tendría que haber sido ya el final del recorrido que empezó para ser hogar de retiro de una Infanta, Cristina, hija del rey Bermudo II de León, en el año 1024. Ella murió aquí y «mientras vivió», explica sucintamente Legazpi, éste que hoy se cae era el patio de su casa, particular. De lo que fue sucediendo después, de las constantes mutaciones de la propiedad del edificio, quedan huellas físicas reconocibles al dar vueltas alrededor del monasterio, románico modernizado y modificado por el Barroco. Suero Bermúdez, descendiente de Cristina, lo cedió en el siglo XII a la congregación de Cluny, «los propagadores del Románico en Europa», y ellos dejaron aquí los ábsides de la cabecera este del templo, los más antiguos y a simple vista los mejor conservados del inmueble. «Los monjes trajeron la reforma gregoriana, que solapó el ritual visigótico», y el enfado de Bermúdez terminó consiguiendo cancelar la cesión en beneficio del obispo de Oviedo. Con el correr de los siglos, en el XVI la Iglesia volvió a cambiar las manos, y las nuevas, a modificar la apariencia física del edificio. El gobierno del monasterio pasó a la congregación de Valladolid, explica Legazpi, y a un «espíritu renovador» renacentista que «me gusta menos» que el románico puro de los ábsides que dejaron los de Cluny. Superpuso la fachada de la iglesia, recreció y abovedó las naves laterales, completó la obra con el claustro, «típico benedictino», y adosó a la fachada el escudo que hoy la preside, el de Castilla.

Y a partir de ahí la decadencia, que al parecer no es patrimonio exclusivo del presente incierto de un cenobio casi milenario amenazado de ruina. La Desamortización de Mendizábal, que desposeyó a la Iglesia de sus bienes en el siglo XIX, terminó traspasando la propiedad del monasterio a un fabricante de mantecas «que montó aquí su factoría» y no dejó ninguna huella estética visible, pero sí sacó su producción desde aquí hasta que la recompra del obispado devolvió el edificio a manos eclesiásticas. El tiempo que va de ahí a hoy, incluidos estos últimos once años esperando en vano financiación para otra modificación estética urgente, desemboca en esta «tristeza» que da la vista de los muros desgastados donde crece la hierba, las paredes desconchadas del claustro, las goteras de la iglesia y el frío, no sólo físico, que se siente al entrar.

Historia y leyenda de la «puerta de la osa», donde la osa era un león

A la «puerta de la osa», en el ala oeste del monasterio de San Salvador, la llaman así en Cornellana por el animal que reproduce la talla románica que corona el dintel, en la clave de arco que daba paso al huerto y hoy cruzan los peregrinos de camino al albergue. La leyenda popular, Rómulo y Remo a la asturiana, cuenta que una vez una infanta, Cristina, hija del rey de León, se perdió en un bosque siendo niña y allí salvó la vida gracias a un providencial encuentro con una osa que la amamantó; aquella joven creció, se hizo construir un monasterio y quiso rendir homenaje a la «madre adoptiva» inmortalizando en una de sus paredes esta escena, el animal dando cobijo a una persona. A pesar de la inverosimilitud del cuento, todo eso estaría muy bien y habría hecho fortuna para siempre si no fuera por un detalle esencial: esta osa no es una osa. Es un león. Y no se puede saber sin salir de Asturias, para corroborarlo hay que viajar hasta Navarra y comprobar que la talla, «probablemente perteneciente a la época en la que el monasterio fue gobernado por la orden de Cluny, no tiene referente alguno en el patrimonio cultural asturiano».

Nada que ver con la leyenda que ha traspasado generaciones, el escultor José Manuel Legazpi resuelve el enigma poniendo la obra salense en paralelo con dos réplicas navarras, una decora la catedral de Pamplona y otra el monasterio de Artaiz. Es un león. Un león «engullendo o regurgitando a una persona», una imagen conectada menos con la vida de la infanta Cristina que con cierta imaginería cristiana en la que este animal representa a Cristo «como elemento de resurrección. El león traga a la persona, al pecador, al hombre viejo, y luego lo regurgita convertido en un hombre nuevo». Aquí, como en Artaiz, el animal sobre una persona es «Cristo como guardián», sigue Legazpi, «como celador del alma de la persona, protegiéndola; la catarsis en el vientre del animal para salir purificado». Es la historia del «León de Judá», «que no se ha utilizado demasiado en la imaginería cristiana, y en Asturias, únicamente aquí», corrobora Legazpi. Cuesta, no obstante, oponerse a lo que la muy poderosa sabiduría popular ha difundido tan copiosamente como aquí. Tanto que incluso el escudo que está tallado en los muros del monasterio reproduce en su cuadrante inferior a una osa amamantando a una cría.

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