Figaredo desfigurado

José Luis Cima, presidente de la asociación de amigos de la localidad, la ve más limpia y menos viva, libre de la trinchera ferroviaria y del empleo minero y «desamparada» para buscar alternativas

Marcos PALICIO / Figaredo (Mieres)

Desde la ventana del salón de José Luis Cima, segundo piso en lo más nuevo que se ha construido en Figaredo, se ve la mancha verde de un jardín que separa el edificio «Royalty» de las colominas del barrio de Las Vegas. En primer término, en un extremo de la zona verde, hay una vagoneta varada que es ornamento a la vez que recordatorio porque justo aquí estuvo antes que el parque «la gran trinchera», «el terraplén» sobre el que pasaba el tren minero que cargaba con el carbón de las minas de Turón en aquella otra vida de Figaredo. Era un gran promontorio de tierra, recuerda, «de siete u ocho metros de altura, que cortaba el pueblo en dos». Por la ventana, ida y vuelta del pasado al presente, el presidente de la asociación Amigos de Figaredo retrocede hasta aquella población cercada por los raíles y los chirridos de los ferrocarriles mineros y, ahora que ya no queda más que el último resquicio de aquel vagón cargado de carbón de mentira, vuelve a comprobar que resquema la paradoja de esta villa más limpia con menos gente. En la voz de Cima lastima la «evolución hacia atrás» de un sitio que «empezó bien» y se ha vuelto más agradable a la vista a la vez que menos atractivo para el empleo. Él lleva aquí desde 1948, el año clave de la construcción de las colominas, y más de sesenta después preside una asociación que nació como un salvavidas contra el olvido, que salió de la pretensión de institucionalizar por lo menos una comida al año «para no encontrarnos en el pueblo solamente en los funerales».

El bloque nuevo de viviendas donde vive tiene algún cartel que anuncia los últimos dúplex en venta en las ventanas y se llama Royalty, como el cine que estuvo justo aquí y que tiene también, igual que el viejo ferrocarril, su propia reliquia en la acera de enfrente. Si el tren ha dejado expuesta la última vagoneta, del cine Royalty queda el proyector, la parte por el todo, acompañado éste por una placa que informa de que el establecimiento funcionó aquí más o menos mientras anduvo Figaredo, «de 1933 a 1981». Las largas colas para entrar en aquel cine «famoso en toda la comarca», a 2,50 pesetas la sesión infantil de las dos y media de la tarde, han devuelto a José Luis Cima a un pasado tal vez dulcificado por la memoria en el que este pueblo receptor de obreros construyó su entramado social por aluvión, al calor simultáneo que daban Minas de Figaredo y Hulleras del Turón. «Era la época de la emigración interior, con castellanos, extremeños, gallegos, andaluces, sin que pueda recordar que hubiera jamás ningún problema de convivencia».

En este Figaredo desfigurado, físicamente para bien, que ha perdido el tren y muchos de aquellos inmigrantes, los expatriados que Cima se cruza por la calle son algunos orientales y de vez en cuando «Mohamed», un marroquí «que no sé cómo se llama». El cambio es evidente, asegura, «sobre todo desde que encauzaron el tramo del río Caudal de Ujo-Taruelo al puente de Reicastro» y la gente «respiró» cuando se fueron los trenes y los puentes. En aquel pueblo con cine, el gran jardín que hoy ocupa el parque Tartiere era «una escombrera de Hulleras del Turón». El verde se ha sobrepuesto al negro allí y en todo este muestrario urbano de la arquitectura obrera de inspiración minera, pero escuece la sensación de que el reverdecimiento ha sido solamente físico, de que en el fondo no hay con qué restañar las viejas heridas. José Luis Cima, que  trabajó en Urbiés y en Turón, en la mina de tractorista, en la explotación de mercurio de Mieres y en Ensidesa en Gijón, todo sin moverse de Figaredo, está hablando de aquel proyecto de hospital que al final no llegó al parque Tartiere o de los planes sin eco para rellenar con un centro tecnológico el viejo pozo Figaredo. «Te meten esas cosas en la boca», apunta, «y empiezas a masticarlas» antes de descubrir que en realidad no había nada. Nada tampoco en Reicastro, escombrera urbanizada para ser polígono industrial. Figaredo, remata el presidente de sus «Amigos», «estuvo siempre muy desprotegido, muy desamparado». «Debemos de ser el único pueblo que no tiene alcalde pedáneo».

Tampoco ayuda el espíritu paternalista de empresa minera que literalmente edificó la fisonomía de este pueblo desde su origen. «Estuvimos mucho tiempo acostumbrados a Hunosa, a Hullera Española», acepta Cima, y ahora sin ayuda el futuro se oscurece. La vista se va sin querer al centro del gran jardín donde resiste la silueta imponente del chalé de los Figaredo. En la antigua residencia de la dinastía de empresarios que hizo fortuna con las minas de esta zona, que está vacía desde que la abandonó el Centro de Cooperación y Desarrollo Territorial (CeCodet) de la Universidad de Oviedo el pasado septiembre, Cima también contempla una oportunidad. Testigo persistente de todo el recorrido del pueblo, fue paradigma de aquel paternalismo de la empresa cuando los niños de primera comunión eran convidados a desayunar en casa de los patronos y ha pasado, después de acoger pregones de fiestas y verbenas, «con la orquesta en la escalinata lateral», a emblema de aquel desamparo que hace poco dolía en el retrato del presidente de los Amigos de Figaredo. Urge reanimarlo, apunta Cima, aunque se conjeture costosa y difícil su rehabilitación para aquello que el pueblo agradecería, «una residencia de ancianos, un hotel...».

Y sin embargo, el verde recuperado en la escombrera sigue siendo un valor explotable. Igual que el empeño de los que comparten con José Luis los motivos para seguir anclados a la tranquilidad de este lugar bien comunicado con todo el centro de Asturias de donde casi nunca tuvo la tentación de marcharse. «Es muy tranquilo», física y socialmente cercano para saber que «si me pasa algo en la calle, aquí tengo la seguridad de que alguien me va a traer a casa». Le aflige la lentitud con la que eso cala fuera de aquí y a lo mejor lo peor es haber tenido que abandonar, por pena, la costumbre de pronunciar «los nombres de los que van muriendo» en las reuniones de Amigos de Figaredo. Alguien dirá que llegaron a ser 3.200 habitantes, no hace tanto, y que la cifra de hoy resta hasta el entorno de 2.400. En su asociación y en Figaredo, la historia es repetida. «Falta relevo». «Vamos a intentar que no se acabe».

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