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El paraíso es alto y plano

El economista Joaquín Lorences revive su niñez de joven explorador en la llanura elevada de La Espina, con su riqueza natural y su carácter colectivo «solidario y emprendedor»

Marcos Palicio / La Espina (Salas)

No importa de dónde se venga, para dar con La Espina hay que llegar subiendo. A lo mejor por eso a Joaquín Lorences siempre le ha parecido «cerca del cielo». Esta penillanura, un terreno casi plano labrado por la erosión a 650 metros de altitud, es el sitio donde al fin se destapa el paisaje y culminan siempre ascensos encajonados en gargantas estrechas. Aquí se ensancharon también un día los horizontes de Lorences, que fue niño aquí, hoy es catedrático de Economía en la Universidad de Oviedo y se rinde orgulloso a la certeza de que «todas mis virtudes se han fraguado en esta zona. La Espina está muy viva dentro de mí».

La memoria reproduce de inmediato un decorado bucólico, evocador hasta el extremo para la mente infantil de un explorador infatigable. Brotan cinco ríos, hay un dolmen policromado casi único en Asturias y sobrevive un viejo humedal sobre el que, dice una leyenda, se asentaba una ciudad palafítica que fue castigada a hundirse en las aguas cuando sus habitantes se negaron a auxiliar a unos peregrinos. Porque por aquí siempre se han cruzado muchos caminos y también hay corzos, zorros, ardillas, jinetas, aves rapaces, algunas veces lobos y por todas partes gente que sabe de qué casa es cada niño. Ellos creen que los vigilan, pero en realidad los protegen. Así son La Espina y su entorno idílico a los ojos de la memoria del niño «privilegiado» que fue aquí Joaquín Lorences, nacido en Bodenaya, criado en La Espina y hoy catedrático de Fundamentos del Análisis Económico. Tal vez se haya dado cuenta después, pero ahora ya sabe que no olvidará de su pueblo «aquel contacto directo con la naturaleza y la historia, con una sociedad abierta y cooperante y un espíritu de emprendimiento que ha dejado un sello imborrable en mi carácter».

Hasta sus diez años esto fue el paisaje siempre. Desde que los estudios le reclamaron fuera lo siguió siendo a tiempo parcial, de manera interrumpida y con restricciones hacia los veranos o los fines de semana. Para mirarlo, Lorences prefiere la perspectiva del niño que bordea la adolescencia en torno a los años sesenta y se divierte en esta planicie elevada a setecientos metros que hace centro en La Espina y se define «lugar privilegiado desde el punto de vista natural, prehistórico, histórico, antropológico y humano». Aquí el niño se siente rico, tiene ingredientes de sobra para cansarse de «desarrollar su imaginación y su curiosidad» y cuando tenga que elegir un decorado permanente va a regresar a Peñausén. Saldrá de La Espina hacia el Sur, pasará lo que hoy es el polígono industrial de El Zarrín y «cerca de Cueva», «sobre una gran peña», volverá a encontrar el dolmen policromado -«con el de la Santa Cruz de Cangas de Onís el único que tiene Asturias así»- y a observar «aquella alineación de montañas que cautiva y revela el carácter observador de los antiguos, que escogían sus asentamientos de manera razonada y meditada». Y el joven explorador entra otra vez en la historia de su pueblo por las puertas que abre el doctor Ángel González, que con su cordial inteligencia «sabía llevarnos suavemente por ese universo antiguo, ayudándonos a que la curiosidad creciera». Él, hijo del médico al que aún homenajea un busto junto a la iglesia de La Espina, acompañó muchas expediciones infantiles y «nos ayudó a localizar muchos túmulos y a penetrar en la historia antigua de esta zona».

Pero no va a ser todo historia oficial y a ese niño que vive en la casa del número treinta, a la entrada de La Espina según se asciende desde Salas, le impresiona sobre todo la leyenda de los Muelles de La Molina. Estuvieron cerca de Peñausén, en lo que hoy es charca y antes «un embalse del que se captaba agua para las explotaciones auríferas de la zona de Ovanes a través de tres canalizaciones cuyos restos son todavía visibles». Esa es la historia, pero el niño va a preferir el cuento que dice que aquí se asentaba, según la leyenda, la ciudad maldita de Remolero, erigida sobre el agua y desaparecida debajo de ella cuando fue condenada «porque sus habitantes no quisieron dar auxilio a unos peregrinos». «Los viejos decían que una gran viga de cierno, el corazón del roble, todavía se veía emerger cuando llovía mucho y el fondo de la charca se reblandecía».

Aquel pueblo daba mucho de sí para palpar la historia, rememora Lorences, también los restos del «Camino primitivo» que llevó a Alfonso II a Compostela o los ya invisibles de la leprosería que La Espina tenía en el barrio de La Malatería, casi en la salida en dirección a Tineo, y que gestionaba la Casa de Alba «bajo la advocación de Nuestra Señora de Bazar». A aquella pandilla infantil, Joaquín con Ángel y Alfredo -sobrinos de Ángel González-, Enrique, Toni, Angelín y Pepe Luis, «nos asustaba el riesgo de caer leprosos; nos entusiasmaba sentirnos identificados con ese pasado tan importante y nos impresionaba aquella penillanura que se derretía en cinco grandes ríos» que iban a caer a diferentes vertientes. Por estas sierras se localiza el nacimiento del Esva, en la sierra de Bodenaya están las fuentes del Nonaya, brota el río Casandresín, luego San Vicente, y en La Molina el Lleirosu. Y el joven Joaquín va con su padre, que fabrica mantequillas en La Espina, a pescar truchas al Esva y después las lleva en cubos, en moto, a «echarlas vivas a las fuentes del Nonaya».

Pero esa geografía delimita además, o sobre todo, un «paisaje humano» con una forma de ser colectiva muy peculiar, forjada al borde del camino. «Abierta, colaboradora, muy propensa al asociacionismo espontáneo y al espíritu emprendedor de los grandes retos». Hay un pasado como braña vaqueira que «acentúa ese carácter abierto al cambio» y una lenta recolección de influencias al paso de los viajeros. De ahí el temperamento activo y audaz del que Lorences multiplica los ejemplos. Uno cotidiano acude a la «gran admiración de ver cómo se construía aquí la primera pista de tenis en el Occidente y cómo venían a jugar de todas las villas de alrededor». Hoy sigue ahí, igual que la escudería automovilística Orbayu Competición, que ha cumplido 35 años y fue una guía «fantástica» para los jóvenes espinenses que nacieron en los años sesenta y ejemplificó el carácter «emprendedor, solidario y protector» del pueblo. «Donde vieras una panera», recuerda Joaquín Lorences, «seguro que debajo había un chaval preparando un coche de carreras». La simbiosis de La Espina con el club tiene parte de la culpa de que en La Espina, en aquellos años difíciles, «hubiera casos de droga cero».

En el mismo saco viaja otra iniciativa visible todavía hoy en el paisaje de la penillanura que domina La Espina, el polígono industrial de El Zarrín. También es ejemplo, y ahora habla ya el economista, «de la colaboración entre la iniciativa privada y el Ayuntamiento. Es difícil encontrar ejemplos tan tempranos donde una administración haya entendido tan fácilmente el papel del sector público de apoyo a la iniciativa privada sin suplantarla». O la comisión de festejos, «madre» de La Festona de todos los comienzos de julio, y el protagonismo de Ángel González, aquel médico que volvió de Estados Unidos para ocupar la plaza de su padre, Manuel. Y que asumió «la iniciativa popular, la capacidad de consenso y el dinamismo colectivo» de esta sociedad que ha guardado hasta hoy, concluye Lorences, un carácter propio con adjetivos muy concretos unidos a «lo que significa ser espinense: colaborador, abierto a lo colectivo, solidario, protector y emprendedor, siempre dispuesto a asumir riesgos y a tomar iniciativas...».

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