Vista a la tierra

La localidad más poblada del concejo de Coaña cambia su pasado marinero por un futuro residencial asociado a la proximidad de la industria y explora sus posibilidades de crecimiento turístico

Marcos Palicio / Ortiguera (Coaña)

Los muros sin tejado de lo que un día fue un edificio largo y estrecho ya no son los de una fábrica de conservas. No es bonito ni casa con el entorno pulcro y bien cuidado, pero sigue ahí, instalado en esta grieta por la que corre el arroyo Fundión hacia el minúsculo brazo de mar donde permanece encajado el pequeño puerto de Ortiguera. Sin querer, la ruina ilustra el cambio de rumbo de esta población marinera que conserva de aquel pasado muy poco más que la memoria y los restos de La Venecia. Sus paredes resisten a su pesar en el corazón de este pueblo que ha virado de la vocación náutica a los impulsos de la tierra firme y que se ha reinventado como pequeña villa de tranquilidad residencial. A la localidad más poblada del concejo de Coaña, 548 habitantes de resultas de un leve decaimiento en la primera década del siglo XXI, la esencia ya asoma tanto en el puerto como en la acumulación de vivienda unifamiliar en la rasa, a ambos lados de aquella fisura entre acantilados que abriga el muelle de Ortiguera. Y cambia el «tierra a la vista» de los marineros en el regreso a casa por una ruta nueva. Vista a la tierra.

El recambio de los barcos, de sus marineros y su pequeña industria conservera es una hilera de chalés y un anuncio de que «se venden parcelas» en una vacía de la zona elevada de la villa, a la izquierda del camino que lleva al mirador privilegiado del cabo de San Agustín. Llegar hasta este saliente que domina la costa acantilada equivale a atravesar el futuro para desembocar en el pasado, rebasar la nueva Ortiguera reurbanizada en la rasa para encontrarse en el promontorio con la memoria inerte de la mar. Para no olvidar, aquel viejo pueblo de permanente mirada hacia el océano sobrevive aquí en las siluetas del faro antiguo y del nuevo, pintada ésta a rayas horizontales, blancas y negras; en la vieja campana que orientaba a los barcos cuando se cerraba la niebla, las maquetas de embarcaciones que cuelgan a decenas del techo de la ermita de San Agustín y seis lápidas de piedra llenas de nombres y fechas para que este pueblo rinda tributo a los vecinos que se quedaron en la mar.

El presente es otra historia. La reconversión residencial ha fondeado aquí remolcada por el retraimiento universal de la mar y, en tierra, por la proximidad de la gran industria naviega y de los cerca de setecientos empleos directos que suman, aquí al lado, el polígono y el Hospital de Jarrio. Así se ha forjado la Ortiguera de hoy como un lugar «donde aparentemente no trabaja nadie, porque aquí no hay empresas», pero que ha recrecido el bienestar y la calidad de vida a costa de esa mengua evidente la actividad. José Manuel Méndez, que como su pueblo fue marinero y terminó trabajando en tierra firme, preside la asociación de vecinos huyendo de la nostalgia de aquel pueblo que tenía tres conserveras y «diez o quince personas en cada una de las catorce o quince lanchas» que llegaron a atracar en el pequeño puerto coañés. Pedro Iglesias, propietario de la  panadería de Ortiguera, contaba aquí «doce establecimientos comerciales» en los años setenta del siglo pasado y hoy lamenta a veces que aquel pueblo se reconozca muy a duras penas en éste de la escasa oferta que configuran un restaurante y una cafetería, un local para bodas y banquetes y esta tahona que probablemente se perderá, vaticina, «cuando yo me jubile».

No hay hoteles, la casa rural que antes se alquilaba está en venta y las cuatro lanchas con dos tripulantes en cada una configuran la flota pesquera más pequeña de las dieciocho de Asturias. Hoy no está ninguna y el único puerto de la costa coañesa se ve vacío, pero Julio Blanco, el patrón mayor de la Cofradía «Nuestra Señora de La Caridad», celebra que al menos el número de familias que come de la pesca en Ortiguera se mantenga desde hace años en medio de la mar de fondo y la profunda crisis del sector. La fuerza de los hechos ha sepultado esa época en la que «nuestro pueblo», habla la memoria de José Manuel Méndez, aportaba a la Marina mercante costera «más patrones y maquinistas que ningún otro del litoral cantábrico y, seguramente, de toda la Península». De regreso a lo presente, Clemente García, «Minuto», que fue marino mercante y es presidente de la Asociación Cultural «Amigos de Ortiguera», apunta a la fila de viviendas unifamiliares del camino al cabo y destaca que «toda esta rasa está ocupada por gente de fuera». Cuando vienen. Adolfo Rodríguez, otro antiguo navegante que como su pueblo acabó pisando tierra firme y experimentando el placer de los horarios laborales fijos en la papelera de Navia, ha computado hasta 110 casas de veraneantes y residentes a tiempo parcial. 

De ahí la pulcritud del pueblo nuevo, aseado y tranquilo, distinto de aquél, pero vivo también a su nuevo modo aunque no lo parezca en el primer vistazo. El flujo de los nuevos habitantes ha compensado en parte la «evasión» de los que se han marchado hasta conseguir que haya «más gente de este pueblo en La Calzada que aquí», observa Méndez, autoinculpándose por haber sido uno de ellos.

Dice la estadística que este sitio tenía en 1970 más o menos el doble de habitantes que hoy -1.073, de los que ya sólo quedaban 678 once años después-. Confirman los vecinos que la huida comenzó cuando empezaban a escasear las oportunidades y alguien descubrió que fuera de aquí había otras vidas además de aquellas que permitía el trabajo esforzado en la mar.

En cualquier esquina de Ortiguera todavía se pueden oír hoy los relatos basados en hechos muy reales que siguen contando algunos no tan viejos lobos de mar. Son Clemente García y sus diecisiete meses consecutivos sin pisar este puerto, navegando sin volver «para poder venir a la primera comunión de mi hija», son los camarotes para cuatro en los que se hacinaban ocho y un niño de posguerra que apenas había comido porque su madre estaba «esperando el barco», aquél del que el padre tenía que desembarcar con algo de «estraperlo» para intercambiar por alimentos. Todo eso es ya historia y leyenda. A este pueblo, concluye el presidente de la asociación de vecinos, «lo hemos "matado" los de nuestra generación, los que nos fuimos a Gijón» cuando esta localidad era tanto como Puerto de Vega, por poner un ejemplo próximo y similar que en las cifras de ahora gana a Ortiguera por casi un millar de habitantes.

El futuro, estimulado por la certeza de que no van a volver los más de cien empleos de las tres conserveras del pueblo, pide una fórmula para aprovechar la insólita aglomeración de empresas y puestos de trabajo en tierra. Elio Fernández, que mira Ortiguera de arriba abajo desde la primera planta de su restaurante en el barrio de La Cabana, invita a examinar el alrededor y a constatar que «vivir aquí es un lujo que tenemos muy pocos».

Una casa en este pueblo marinero «con el trabajo a cinco minutos en coche» encaja sin dificultad, a su juicio, en una definición aceptable de la calidad de vida, pero el riesgo de la exclusividad residencial también acecha detrás de las persianas bajadas de los chalés de la rasa costera y de los paseos sin viandantes en una sobremesa de entre semana en el entorno del cabo de San Agustín.

Desde este mirador que también sirve ahora para otear el futuro de Ortiguera, hay quien coincide con José Manuel Méndez en la convicción de que «eso tampoco es tan malo mientras existan centros de trabajo alrededor», pero también, a su lado, una reflexión sobre el porvenir que conduce al lugar en el que Elio Fernández se dice convencido de que al otro lado de la función «dormitorio» «hay caminos, pero apenas se ven, no están demasiado claros». Desde luego, confirma el hostelero, el modelo turístico que funciona hasta ahora en este punto de la costa occidental revela en su falta de infraestructura que en el horizonte no se atisba demasiado futuro para nada parecido a «un proyecto turístico capaz de generar empleo a gran escala».

Una nueva vida social y una inquietud genética por no perder la memoria

De nuevo en El Ribeiro, aquí donde el puerto escondido entre acantilados prácticamente no se ve hasta que el muelle aparece bajo los pies del viandante, saltan a la vista algunas limitaciones geográficas para poner coto demasiado pronto a la certeza de que el horizonte tiene que ser turístico. «¿Qué, si no?», se pregunta el presidente de la asociación de vecinos señalando a la ensenada estrecha por la que se cuela la mar a duras penas: «El puerto no reúne condiciones para nada, ni para los usos profesionales ni para los deportivos». La gran pregunta, sin embargo, es por los alicientes de los jóvenes para seguir anclados a este punto de la costa. Que lo digan ellos. Sergio Méndez, 26 años, y Eva Rodríguez, 22, están firmemente comprometidos con la energía social de su pueblo y, entre otras ocupaciones, colaboran en la organización de las tres fiestas de Ortiguera, pero los inviernos se les hacen demasiado largos y no se acaban de ver aquí, confiesan, con un proyecto a muy largo plazo. Ahora es tal vez por otros motivos, porque la formación cultural y la expectativa laboral han evolucionado, pero el éxodo todavía continúa: «Yo tengo dos hijos y los dos están fuera», confirma con la experiencia propia José Luis González, vicepresidente de la asociación de vecinos; «ése tiene cinco y todos están fuera...». Hasta Sergio y Eva han notado el cambio en el camino al colegio de Jarrio, que no hace tanto tiempo se recorría desde aquí en «dos autobuses llenos» que con el tiempo se han ido cambiando por un microbús en el que algunas veces sobran plazas.

A unos pocos kilómetros de aquí están algunos de los grandes nichos de empleo del Occidente y eso ayuda a duras penas a sostener la población, aunque ésta sea ahora otra y su configuración, muy diferente a la que acostumbraba a poblar este enclave de la costa. La papelera de Navia y Reny Picot, los astilleros naviegos y el polígono industrial y el Hospital Comarcal del Occidente en Jarrio... El trabajo «seguro y bueno» en el entorno inmediato actúa en parte, no obstante, como un corrector progresivo de la estructura demográfica de este sitio, que «ya no es tanto un pueblo de personas mayores». Begoña Landaluce, bilbaína e incorporada por conexión conyugal a la nómina de habitantes nuevos de Ortiguera, encuentra en un vistazo rápido bastantes matrimonios jóvenes con descendencia y, sobre todo, una vida social entusiasta. Para dar pruebas, ella habla mientras prepara el Carnaval, que aquí es temático y dedicado este año al Polo Norte.

Clemente García aporta al debate la vitalidad de sus fiestas, tres. «No hay pueblo con tantas», le acompaña José Manuel Méndez, y porque además «nunca han dejado de existir» ni se recuerda aquí un año sin el Carmen en julio ni San Agustín y La Caridad en septiembre. Y acaso algunos de los que se habían ido y han vuelto al puerto lo han hecho también para devolver parte de lo que recibieron, rescatando del olvido una fiesta nostálgica. Para no perder la memoria, una vez más, el «día del mar» es ahora aquí el 17 de julio. El del año pasado fue el primero y, además de un homenaje a los marineros que ha perdido Ortiguera y de su misa y su desfile por los alrededores del faro de San Agustín, los promotores del festejo, componentes de la asociación de vecinos, han querido recuperar el atuendo tradicional de los pescadores y pescadoras del pueblo -camisa blanca, falda negra o pantalón mahón y pañuelo al cuello- y un coro de voces autóctonas con mucha querencia hacia la canción marinera y una pretensión de perpetuarse en el tiempo, al menos tanto como la nueva fiesta recién incorporada al calendario.

Seis años de empeño para hacerse «ejemplar»

La «Quinta Jardón», la torre alta y estrecha en el centro del inmueble, informa del apego que los viejos marineros de Ortiguera tuvieron siempre a su puerto de origen. La casa, de peculiar arquitectura indiana, da fe de la transmisión del sentimiento entre generaciones. Su artífice, José María Jardón, marino de Ortiguera enriquecido con el comercio en Argentina, fundó la dinastía de benefactores de este pueblo, que continuaron sus hijos construyendo carreteras y escuelas, hasta que uno de ellos, Fernando Jardón Perissé, se ganó el busto que preside el parque de la localidad y que fue sufragado por suscripción popular. Su ejemplo puede servir para ilustrar ese trabajo por mantener vivas sus raíces que ha figurado textualmente en las seis candidaturas consecutivas que han presentado los vecinos de Ortiguera para tratar de ser oficialmente «ejemplares» por designación de la Fundación Príncipe de Asturias.

La conexión eterna con la mar y la historia -está muy cerca el castro de Mohías- ejerce, junto a la vitalidad social del pueblo,  como valor explotable por mucho que muy poco, para bien o para mal, sea como fue en este punto de la costa cantábrica. Muy cerca de la «Quinta Jardón», otra casa de tipología indiana informa sobre el pasado ilustre de los visitantes de Ortiguera. Durante años fue lugar de veraneo masivo de jóvenes de la parroquia de Noreña, pero hoy el edificio sobrevive en apreciable mal estado. La mar, mientras tanto, no dejará de ser referencia indispensable de la memoria de este pueblo, que se esfuerza por no olvidarse de ella. Aunque no dé de comer tanto como antes, y una milla mar adentro, ligeramente al este del faro de San Agustín, alguien apunte hacia una boya que señaliza la salida del emisario submarino de la papelera de Navia.

El Mirador

Propuestas para mejorar el futuro

_ La playa

El pequeño arenal de Arnelles, arropado entre acantilados al este del cabo de San Agustín, es «casi el mejor de Asturias» cuando habla Adolfo Rodríguez y se queja de los accesos. Son dos y ambos escaleras difíciles para las personas mayores, lamenta, a pesar de que «hay un camino de toda la vida tapado por la maleza». «Lo estamos limpiando para que se pueda bajar andando», aduce el alcalde de Coaña, el popular Salvador Méndez.

_ El puerto

El único que tiene el concejo de Coaña es este pequeño de Ortiguera y tiene evidentes limitaciones orográficas por sus dimensiones y su ubicación, muy encajonado entre las escarpaduras de la costa occidental, pero además «está abandonado», afirma José Manuel Méndez, que reclama mejoras que permitan sacar todo el partido posible al embarcadero.

_ La Venecia

Las ruinas de lo que fue una conservera afean el centro de Ortiguera y piden un plan de adecentamiento que ya existe en el papel, apunta el Alcalde, y está pendiente de que la modificación del suelo reciba la aprobación de la CUOTA. Se trata de sustituir La Venecia por cuatro viviendas unifamiliares que conserven la tipología constructiva propia de la localidad y «un espacio público con parque y paseo». Estos planes chocan con las pretensiones de la oposición socialista, que prefería la rehabilitación de la fábrica para albergar un museo.

_ La depuradora

La que debe dar servicio a Coaña y Navia y saneará la ría naviega está licitada y adjudicada para que se construya en Foxos, muy cerca de Ortiguera y demasiado, al decir de la población, de las viviendas. El Ayuntamiento ha planteado un recurso con apoyo del vecindario que está pendiente de tramitación. «Sabemos que en algún sitio se tiene que ir», asume el Alcalde, «sólo planteamos una modificación insignificante, que se sitúe 150 metros más hacia el Sur, para que libren las casas».

_ Los miradores

En el vecindario hay quien reclama el arreglo de algunos caminos costeros «de mal tránsito» y la habilitación de algún mirador costero en zonas «donde se han reunido siempre los mayores», apunta José Luis González, «y que están sin acondicionar».

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