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De aldeana a señorita

La proacina María Dolores Fernández, profesora en su pueblo y estudiosa de la historia local, revive la villa comercial, industriosa y agraria que fue Proaza antes de consagrarse a los servicios

Marcos Palicio / Proaza (Proaza)

-Yo no quiero ser señorita, yo quiero ser aldeana.

Aquella Proaza «era como una gran casa para mí sola». Cuando la niña «muy independiente» que fue María Dolores Fernández se perdía por la villa no había manera de encontrarla y nunca estaba a gusto en la casa que sus abuelos maternos tenían en Oviedo. Ella no quería ser señorita y notaba que Proaza, entonces, tampoco. Con el tiempo, Loli fue maestra en este lugar, que ya casi sólo huele a manzanas y a pan de escanda en su memoria, que ya no vive tanto de aquel mercado de intercambio y subsistencia y que tal vez, obligada a la fuerza por los cambios sociales, pretenda ser cada vez más señorita que aldeana. Por consejo paterno Loli arrinconó la vocación de enfermera para abrazar la docente y tras un recorrido por Asturias, de lado a lado, a través de la escuela rural de los años sesenta y setenta, terminó volviendo a tomar tierra en casa hasta la prejubilación. Enseñó en Tineo, en Inguanzo (Cabrales) y en Luanco antes de dedicar el final del siglo XX a formar a algunas generaciones de proacinos en el colegio de esta villa, pero también a cultivar a grandes ratos el gusto por la historia y las tradiciones de su pueblo natal. Aquella propensión infantil a «perderse» en la relación social edificó una imagen exacta de la sociedad de esta villa cuando era más rural, más necesitada y solidaria, e hizo crecer a su lado un interés vivo por preservar el conocimiento de lo que ha hecho ser a Proaza como hoy.

Nieta de ama de casa y zapatero, hija de vendedora y trabajador de la Fábrica de Armas de Trubia, Loli ha podido ver lo que ha cambiado esta villa sin necesidad de mirar por la ventana. Dentro de casa había un muestrario de casi todo lo que alimentó a Proaza desde siempre. Incluso una niña pequeña podía percibir «una solidaridad muy grande» en aquella economía mixta de industria y mercado, de huerta y ganado auxiliares cada vez con menos que ver con el presente. Aunque el padre y la madre trabajasen fuera de casa, dentro nunca faltaban «un ternero y un burro y dos cerdos en el cubil». Ni una panera tan ordenada como la de José Carifo, el abuelo, con las manzanas distribuidas por calidades y un aroma «exquisito». «Era una delicia oler aquello», y reconfortante asistir a la cooperación de «la gente de pocos recursos para compartir las labores». Sobre estas fechas, después del Pilar, «cada uno pañaba su manzana, pero luego mayaban juntos, aportaban sacos en las mismas proporciones y calidades y repartían equitativamente las botellas de sidra».

Dolores se recuerda a menudo en las rodillas del abuelo, comiendo de su mano «mangarao, patatas y sopas rustidas con tocino y bebiendo un vaso de leche», mientras el padre podía estar trabajando en Trubia y la madre en la mercería que regentó durante prácticamente cinco décadas frente a la plaza de La Abadía, una atalaya perfecta desde la que ver pasar «toda la evolución social del concejo». En aquella economía «muy deficitaria, de pura subsistencia, el que tiene cuatro o cinco vacas es un potentado», en esta vega hay el pasto que hay junto a los huertos familiares y la gente baja lo que se puede vender o cambiar al mercado surtidísimo de los lunes en Proaza. Mercado «de huevos, manteca, pollos, pan de escanda o mujeres con cestas de mañana...». Todavía no ha llegado la ayuda del empleo en la Fábrica de Armas de Trubia, adonde «Proaza lanza su gente» primero en bicicleta, «como mi padre fue a trabajar bastantes años», y luego a bordo de «El Machote», el transporte colectivo que bajaba lleno de obreros hacia la factoría. Ésta y Hullasa y Fábrica de Mieres en Quirós y las minas que se explotaron en estos valles insuflaron aire en los pulmones de un pueblo que en aquel mercado se entregaba a una suerte de trueque para la subsistencia y que encontraba en él muchos ejemplos de la misma vocación comercial que había lanzado a la madre de Dolores a la venta ambulante antes de establecerse 48 años bajo techo en un local junto al mercado de ganado de Proaza. Para subir a vender a Quirós, el «tenderete» con las telas iba empaquetado «en el coche de línea de Agustín» mientras que la vendedora, para no gastar demasiado, «iba detrás en bicicleta».

El comercio proacín, que todavía el pasado fin de semana celebró su recuerdo con muestras de oficios tradicionales en la octava edición del gran mercáu de l'Alcordanza, era otro de los pilares visibles para aquella economía de subsistencia en la que todas las aportaciones eran pocas. No estaba, ni mucho menos, sola aquella mercería, a su lado también vendían y vivían «Casa Los Argüelles, Casa Sipo, El Chacho, Los Lenceros, casas de comidas casi en cada portal...». Según la enumeración que en su día hizo en verso Epifanio, coplista popular: «Había tres estancos / hoy hay uno nada más, / los tenían Victorón, / Casa Lucas y Aurora Pendás. Había tres carnicerías, / hoy hay una muy bien preparada, / las tenían Castañera, / mi tía Aurelia y Gaspara». Pero asociado a eso, además de comercio y economía agraria de subsistencia, aquí llegaban los coletazos de la industria que hacía moverse al valle: «Había un ferrocarril minero / de Teverga y de Quirós / siempre tocaban el pito al subir por Picarós. El que mejor lo tocaba / era siempre el Geromito / se distinguía su máquina / sólo con oír el pito»... «Dos cosas tenía Proaza / que no tenía Gijón, / a María Pachu Prima / y el barrio del Canalón».

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