Encrucijada de futuro

Pese a ser una privilegiada en cuanto a comunicaciones, la capital sotobarquense tiene dificultades para encontrar una alternativa clara de empleo, si bien el turismo comienza a consolidarse como opción

Mariola Riera / Soto del Barco (Soto del Barco)

Cuando los campos no daban para más, apareció el carbón en el río Nalón. Cuando el mineral fue a menos, como su precio, llegó la Ensidesa y, con ella, las industrias auxiliares. Y cuando azotó la reconversión... ¿Qué pasó después de la reconversión industrial? Pues esa pregunta se están haciendo en Soto todavía. Y son muchos los que creen que va siendo hora de responderla, dos décadas después. En la capital del concejo de Soto del Barco –699 habitantes según el último censo del INE– es difícil encontrar a alguien que acierte a decir cuál es el principal, el más extendido, medio de vida de sus gentes hoy en día.


El turismo es uno de los sectores donde ha puesto la vista la Administración y algunos emprendedores. Pero, ojo, Soto no puede caminar solo por esta senda. Lo advierte Javier Tascón, conocido empresario del ramo en Asturias y que en 2007 dio a los sotobarquenses uno de los mejores regalos que podían esperar: la reapertura del palacio de La Magdalena, hasta entonces casi en ruina y cerrado desde que a principios de los 90 dejase de ser centro de Formación Profesional donde se formaron decenas de chicas del pueblo y huérfanas de las cuencas mineras bajo la gestión de monjas de la Orden Javeriana.


Javier Tascón transformó el palacio en un hotel de lujo, con spa y grandes salas para banquetes. «Soto no es exclusivo en turismo, la explotación del sector ha de ser general en la comarca. Soto tiene su paisaje, su gastronomía, pero tiene que contar con La Arena, con Muros, con el Occidente en general», opina el empresario, a quien pilló de lleno la crisis cuando comenzó a explotar el palacio de La Magdalena. «Nosotros aportamos nuestro granito de arena, pero como siempre digo, el que no moja el culo no recoge peces. Hay que hacer infraestructuras interesantes y ofrecerlas. Nosotros tratamos de que los clientes se lleven un buen recuerdo de toda la comarca, pero para que eso tenga éxito son necesarias muchas cosas más, hasta los pequeños detalles, como dar una buena y amable explicación al visitante que te pregunta en la calle dónde queda algún sitio».


El turista que viaja a Soto, dice el director del hotel, Borja Pinna, busca un sitio especial: bien comunicado, con las ventajas de la ciudad pero sin lo negativo de la misma, playa cercana... Todo eso lo tiene la capital sotobarquense. «Hay ganas de crecer y se trabaja a nivel comarcal. Y eso es muy importante». No cabe dudas de que el Palacio es el buque insignia del sector en el pueblo. A partir de ahí la infraestructura turística es la de toda la vida. «Falta promoción y saber vender lo que tenemos», opina Javier González Huerta, activo catequista de la parroquia. «Pasan muchos peregrinos estos días y no saben, por ejemplo, dónde ir a comer. Y sitios los hay», lamenta. «Hay que vender el pueblo, que la gente sepa que no somos sólo una glorieta».
Pero esa idea es la que se llevan Rafael Vidal, Josep María Ortiz y Ferrán Gonel, peregrinos de Castellón y que precisamente han hecho un alto en la glorieta, en uno de sus bares, para reponer fuerzas. No han visto el pueblo y ni lo verán, pues la ruta a Santiago no cruza por el centro, sino a través de la rotonda hasta sacar al peregrino por la carretera nacional 632 rumbo al vecino concejo de Muros de Nalón. No lo saben, pero los tres caminantes están en el escenario de la polémica que marcó los últimos 20 años de la historia de Soto. «¿El semáforo del Cantábrico? Pues ya nos podemos imaginar, sí... Porque en Valencia teníamos el semáforo de Europa», añaden con humor.


Miles de conductores se han visto atrapados por interminables caravanas, sobre todo en verano y los fines de semana, en Soto. Atravesado por la carretera nacional 632, a principios de los 90 un semáforo trató de regular el cruce de caminos de El Parador: el de Galicia, el de Pravia, el de Avilés, el de San Juan de la Arena...


Tristemente, Soto se hizo famoso como punto negro de las carreteras asturianas. Se quiso mejorar la situación con una glorieta, la misma que hay ahora. No sirvió de mucho. La solución definitiva llegó con la apertura de la Autovía del Cantábrico, en 2007, que ha sacado el tráfico fuera del pueblo. Para bien y para mal. «A mí, por ejemplo, me ha perjudicado al pasar menos gente por aquí», afirma Marco Antonio López Valdés, veterano comerciante, al frente del estanco del pueblo. Julia Piedra, de El Refugio, el bar más antiguo de El Parador, no es de la misma opinión: «Estamos mejor sin el tráfico. Hay gente que viene aquí como siempre, aunque no tengan que pasar. Hay clientes fieles».


El Parador siempre ha sido y es una especie de centro urbano oficioso del pueblo, en torno al que se han instalado los bares (el núcleo comercial es la cercana avenida del Campo, la conocida popularmente como calle de La Yenka) y los vecinos a ver las horas pasar. El centro oficial está en El Campo, en el parque. Allí se levantan el Ayuntamiento, el Teatro Clarín –todo un símbolo y hoy convertido en activo centro cultural–, la iglesia de San Pedro, el colegio público. Pero una tarde de verano, a eso de las cinco, imposible encontrar un alma. No va mejor en invierno, cuando el bullicio se reduce al puñado de minutos que tardan en entrar o salir del colegio los niños, o a los vecinos y funcionarios que acuden al Ayuntamiento por la mañana. Y en busca de una explicación a esta peculiar organización del pueblo, otra vez sale a colación la glorieta.

La autovía ha sacado el tráfico del pueblo: mientras unos están contentos, algunos comerciantes lo echan de menos


Un cruce de carreteras que comunica a Soto con el mundo, pero que incomunicó a vecinos de toda la vida cuyas casas distan apenas 20 metros.  Una glorieta que dejó en herencia a los sotobarquenses el antiguo Ministerio de Obras Públicas (MOPU) y que ahora hay que saber integrar en el pueblo, una vez finiquitada su tarea en la red viaria nacional. «Habría que embellecer la entrada a Soto, hacerla más atractiva al visitante que llega», plantea Juan Carlos González Estrada, presidente del Club Deportivo. En esa línea se trabaja desde hace tiempo, para convertir la rotonda y sus ramales principales en una especie de plaza y un gran bulevar.


Y así, en una transformación más anda inmerso el viejo Parador, donde pese a las numerosas reformas que ha sufrido aún se mantienen un puñado de casas originales en pie. Una es la de María Ángeles Suárez, «La Nenita», una mujer orgullosa de su pueblo, en el que nació, se casó y vive ahora, ya jubilada de la popular carnicería que regentó hasta 1997, rodeada de su familia. La bonita casona encarnada y de tres plantas, construida en 1924 por sus padres, Joaquín y Ángeles, se ha visto obligada a compartir espacio con modernos edificios fruto del reciente desarrollo urbanístico que ha experimentado la capital del concejo. 


El cruce de El Parador partió a Soto en varios pedazos, y eso sin tener en cuenta la vía del tren Pravia-Gijón, que también atraviesa la capital de punta a punta. «Éste es un pueblo muy disperso, no por ejemplo como La Arena, que tiene su cogollo», apunta el presidente del Club Deportivo, una entidad que, al margen de su labor en el deporte, se ha convertido en una especie de dinamizadora cultural y social de Soto. Cuenta con más de 100 niños en sus filas, tiene muchos proyectos y este año, sin ir más lejos, deberá aumentar los equipos al crecer el número de jugadores. «Estamos esparcidos, no contamos con un núcleo claro y eso se nota, quizás, a la hora de movilizar a la gente para que salga a la calle», añade. 

Cierta o no esta falta de implicación de los sotobarquenses con las cosas de su pueblo, tiene gracia que lo único que les sacó a la calle para protestar, en varias ocasiones, fueron los atascos de la glorieta. Se volcó todo el pueblo en las manifestaciones que hoy nadie olvida. «Es que en Soto igual somos muy caseros», bromea María del Mar Marinas, miembro de la Coral San Pedro, un colectivo que durante catorce años lleva el nombre de Soto por toda España y que atrae al concejo agrupaciones de distintas provincias. «Cuando celebramos los Encuentros corales de primavera, hay cuatro personas en los conciertos en la iglesia», se queja. La falta de compromiso social trae de cabeza a aquellos que se implican en la vida pública. «La prueba evidente es que no existe una asociación de vecinos, a través de la que se podrían canalizar muchas peticiones y hacer presión», añade a modo de ejemplo Juan Carlos González. Al catequista Javier González le toca pelear todos los años para organizar la cabalgata de Reyes. «Puede que para las fiestas la gente se mueva algo más, aunque no mucho. La juventud es poco dinámica, hay que estar detrás de ella. Los jóvenes están distanciados de la Iglesia, de la parroquia, que en un pueblo es fundamental para organizar actividades. Antes, por la fiesta de San Pedro, se sacaban en procesión todos los santos; ahora no hay gente para sacar siquiera a dos».


Juan Antonio Menéndez García, miembro del club deportivo, es pesimista y atribuye, en parte, la falta de movilización social al escaso apoyo de la Administración local: «Nada se puede hacer sin ayuda del Ayuntamiento, si no se preocupa más por las iniciativas, que las hay».


Resulta difícil encontrar una explicación a esa visión extendida de que falta participación ciudadana. Quizás un motivo esté en el alto número de residentes nuevos que trabajan y tienen sus familias fuera, pero que se han instalado en las decenas de viviendas que se han construido en los últimos años en torno –cómo no– a la glorieta y al barrio de Rubines. Es el llamado Nuevo Soto. Porque vivir en Soto es estar a media hora de Oviedo, de Gijón, a 15 minutos de Avilés y a 5 del aeropuerto, con todo lo que eso supone en cuanto a compras, servicios, gestiones administrativas... Pero la atracción de población de este tipo tiene un coste, como apunta Javier González: «Somos una especie de pueblo dormitorio, gente que vive aquí pero que trabaja fuera y hace su vida fuera». Marco Antonio López Valdés constata el crecimiento de gente foránea. A sus clientes de toda la vida se han sumado un gran número de nuevos. «Se nota que se han instalado muchas personas a vivir aquí. Cuando llegan las vacaciones dejan de comprar, porque se van fuera, a sus lugares de origen». De fuera ha llegado hace cuatro meses y medio el director del hotel Palacio de La Magdalena. Borja Pinna, extremeño de Badajoz, se ha asentado con su mujer y su hijo en Soto. Asegura estar encantado: «Es un lugar muy bueno para vivir: bien comunicado, playa, con todo muy cerca... Quizá falta alguna infraestructura en las calles, pero en general se está muy bien».


Por esas calles se ve muy poca gente. «Siempre digo que nunca hubo tanta gente viviendo aquí, pero nunca se vio tan poca paseando por fuera». Así lo sentencia la cántabra Julia, casada con Alfredo, gallego. El matrimonio está a medio camino entre los de Soto de toda la vida y los nuevos vecinos. Son de fuera, pero ambos llevan más de medio siglo instalados en Soto, del que se sienten ya parte y al que han atraído a sus familiares. «Tranquilo, esto es muy tranquilo, antes había más barullo...», apostilla Alfredo, guardia civil jubilado. Si es o no tranquilo, que se lo pregunten a Manuel Luis Ruiz Pulido, el cuponero de Soto, a punto de cumplir un cuarto de siglo como vendedor en el pueblo. Constata que se ve mucha menos gente por la calle y, además, que se compra menos. Porque aunque a los de Soto les gusta jugar y tentar a la suerte, dice, no corren buenos tiempos. «No es cierto que con la crisis la gente juegue más. Todo lo contrario, hay que ahorrar». Ruiz Pulido recorre a diario cada casa, cada comercio, cada bar y tiene clara la radiografía del pueblo en su cabeza: «Soto está mayor. Y la gente se va muriendo…». Quizá porque el pueblo tiene su edad, Juan Antonio Menéndez García es el único que responde rápido y sin miramientos a la pregunta de qué vive la gente en Soto: «Pues de las pensiones de Ensidesa, de Cristalería...».


Aunque basta escarbar un poco para encontrar algo más. Iniciativas aisladas que quizá de puertas para dentro no se tengan en cuenta, pero que más allá de las fronteras del pueblo se han convertido en todo un referente y prosperan con éxito. Es el caso de la empresa Kiwis La Isla. A principios de los ochenta pocos sabían, salvo la familia Olivo y otros cuantos más en la comarca, que las tierras del bajo Nalón tienen las condiciones ideales para el cultivo de la fruta, entonces exótica, del kiwi. Rafael Olivo montó en el islote del Arcubín una plantación de más de 20 hectáreas de la que hoy en día salen kiwis para toda España. Sobre la piel de la pequeña fruta peluda y de color marrón va la etiqueta de Kiwis de La Isla, de Soto del Barco. Una publicidad impagable para el pueblo, cuyo nombre se ha dado a conocer por el país a través de los cientos de toneladas que se exportan anualmente.


En la isla han trabajado, y trabajan, muchas personas del pueblo. Jóvenes algunos. Aunque en Soto la juventud es más de ganarse el pan lejos de su casa. Javier González tiene claro que hay una sangría juvenil que es necesario frenar. «Ya se van fuera para estudiar y fuera se quedan a trabajar», lamenta. Soto aporta su granito de arena a la emigración de licenciados, diplomados y gente preparada que se ha buscado la vida no fuera del pueblo, sino de Asturias.
Pero tarde o temprano los jóvenes vuelven. Bien a trabajar o bien a estar con la familia y los amigos de siempre. Y hay pena porque se van, pero orgullo porque triunfan fuera.


Es por eso que tras unas horas de tertulia más bien de tono pesimista se cambian las tornas para que quede claro que, con todo, Soto es de lo mejor y no se cambia por nada. Así que sale una conclusión generalizada: «Siempre salimos adelante».
El cuponero echa la vista atrás para recordar la última vez que repartió suerte: «En 1990, 50 millones de pesetas». Justo cuando la reconversión industrial azotaba con fuerza en la vecina ciudad de Avilés y el resto de la comarca. Desde entonces están pendientes otro premio y una pregunta por responder.

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