La tercera vida

La parroquia de Vega combate el fin de la minería y el declive del campo entregándose a una reinvención residencial que ha incrementado y rejuvenecido su población y mantiene bajo amenaza su base rural

Marcos Palicio / Vega - La Camocha (Gijón)

Uniformados en bloques de siete, todos iguales, marrones y amarillos, los chalets que delimitan por los dos lados la avenida de La Camocha son la última capa superpuesta en la parroquia rural de Vega. Pronto asomarán también un poblado minero y cada vez menos caserías: los restos de las vidas anteriores a la reconstrucción residencial, las vetas que ha ido dejando el tiempo sobre este poblamiento peculiar del Gijón agrario, el único Gijón condicionado para todo lo bueno y lo malo por la extracción de carbón. Cinco kilómetros al sur de la ciudad remontando El Piles, aquella calle recta contorneada por las hileras de adosados da la bienvenida al que llega de la gran ciudad poniéndole las cartas boca arriba, enseñando desde el minuto uno hacia dónde va el cambio de sentido una vez que el campo y la mina, aquellos dos combustibles, han alcanzado el siglo XXI en franco retroceso. El silencio de una sobremesa de agosto, interrumpido solamente por el ruido atenuado que viene del único edificio que queda en construcción, es el motivo que señalará pronto Herminia González al hacer memoria y balance de sus cuatro años de vida nueva en la nueva Vega. Al salir de Gijón, mirando hacia los lados, su familia enfocó hacia aquí precisamente por esta «tranquilidad» a diez minutos del centro y ahora celebra la sensación de llevar aquí «desde siempre». Las colonias de chalets, lo mismo estos marrones convencionales que aquellos vanguardistas, más geométricos, de frontales verdes, amarillos, azules y rojos, son además del comité de recepción las piezas que hacen encajar la tercera vida de este lugar que trabajó la tierra y el subsuelo y que ahora se busca el sustento en la superficie.

La entrega de Vega a la alternativa residencial es el asidero, el salvavidas demográfico de ésta que lo es, la única parroquia esencialmente minera de Asturias cuya población ha progresado en este siglo. Para cuando cerró del todo la mina de La Camocha, a finales de 2007, la decadencia del pozo se había acompasado a la selección del sureste de Gijón como área de crecimiento residencial al ritmo que marcaba la eclosión inmobiliaria del cambio de milenio. El resultado es la reinvención urbana de este puñado de localidades dispersas, agrarias y mineras, y la evolución de la parroquia de 3.200 a más de 3.500 habitantes en lo que va de siglo. De ellos, todavía la mayoría pero cada vez menos, en torno a 1.400, viven en el poblado minero de La Camocha, que aún superaba los 1.800 en 2000. Definitivamente, Vega vira. Se desplaza. La vivienda de la clase media del siglo XXI gana terreno frente a los hogares de los obreros del XX. Carmen Suárez, que preside el Colectivo de Vega en Defensa del Medio Rural, lo explica resumiendo que «la recuperación se debe a las nuevas urbanizaciones, a la ciudad dormitorio de Gijón, porque el crecimiento de la zona rural fue imposible. Los núcleos rurales de Vega están constreñidos desde 1986» por el paso de las restricciones sobre la edificación agraria a la permisividad para los nuevos usos residenciales.

Por la avenida de La Camocha, los chalets cambiarán de colores y de formas, pero apenas pararán hasta que comience la barriada minera, hasta que la avenida de La Camocha pase a ser la calle «F, fogoneros», justo después de la remodelada zona deportiva con la nueva piscina cubierta, la bolera, el frontón y el campo de fútbol de hierba sintética. Atrás quedó la tipología completa de la nueva vida residencial unifamiliar, aquí empieza el catálogo entero de la vivienda obrera de la mitad del siglo pasado, desde los bloques en altura hasta los «adosados» mineros de planta y piso con su porción de jardín. Todos uniformados estéticamente, como los adosados pero distintos, éstos en ladrillo visto y bajos revestidos con piedra, unas quinientas casas componiendo el plano del poblado junto al mercado restaurado o el edificio anaranjado envejecido donde el rótulo confirma que aquí estuvo un día el «Viejo cine María Consuelo»... Físicamente, las tres vidas de Vega limitan y se mezclan entre sí, los chalets son vecinos de la barriada minera, ambos de la iglesia de San Emiliano y todos ellos de un marco de poblamiento disperso hecho de pradería y vivienda rural, de un puñado de restos vivos, o eso dicen aquí, de lo que una vez, hace mucho tiempo, fue solamente un pueblo.

Es aquí donde Carmen Suárez se acuerda de que el poblado antiguo, el minero, oficialmente Nuestra Señora de Covadonga, ocupó lo que era la vega de Aroles y el nuevo, el residencial, es en realidad La Piquiella, o más coloquialmente, «les praeríes». Ahora que han cambiado los tiempos, aquella pradera se llama urbanización Vega Park y linda con Ciudad Virginia, el apéndice sur de la barriada minera, levemente más moderno que ella. Arriba, en el límite de Vega con Huerces, junto a la explotación minera, el poblado separado donde vivía la alta jerarquía del pozo figura hasta en los mapas como «Ciudad del Vaticano» desde que lo bautizó Sindo, «Sindón», un minero veterano con retranca. A la vista del nuevo caserío, Suárez retrocede hacia la protesta contra el plan urbano, por «evitar que se machacase Vega», y enuncia su teoría acerca del «paisaje con paisanaje», sobre la inconveniencia de «llevarse por delante el campo y con él una forma de vida que demostradamente funcionaba, menospreciando el término rural y asociando el valor de la tierra a los ladrillos que se pueden poner sobre ella». Los ladrillos nuevos de La Piquiella mantienen para Vega la segunda plaza entre las demarcaciones más pobladas de la zona rural del municipio gijonés. La primera es Somió y «somionizarse» un concepto acuñado por Carmen Suárez para identificar el riesgo de la exclusividad residencial que traicionaría la esencia agraria de esta parroquia que es la suya desde siempre. De momento, la crisis del ladrillo también ha hecho su parte del trabajo contra la voracidad urbanizadora que, al decir de la presidenta del colectivo por la defensa de lo rural, «habría dejado el poblado como un suburbio» de una gran concentración urbana, «destrozando» lo que queda virgen en Vega de Abajo y borrando casi todas las huellas de aquella historia campesina. Todavía tuerce el gesto ante la perspectiva que se abre aquí al lado, las 2.000 viviendas de Granda en aprobación inicial y las 4.000 de Castiello en aprobación definitiva. Con las marchas verdes y la lucha contra el planeamiento, anulado en los tribunales, ella dice haber comprobado desde aquí que la planificación urbanística del Gijón rural «es especulativa y está pensada para el beneficio de determinadas minorías».

El equilibrio inestable de lo agrario con lo urbano, que aquí no es de ahora, también ha dado a luz un tejido social peculiar. Dicen que no hubo problemas cuando hasta 1.600 trabajadores de la mina vinieron a suplantar la base rural de la economía de la parroquia y, en justa reciprocidad, el riesgo del desarraigo tampoco se percibe ahora que una colonia de adosados se va comiendo poco a poco el territorio de Vega. Ángel González, que fue minero y es el vicepresidente de la asociación de mayores «El costeru», cuenta que el pozo se nutrió fundamentalmente de aquellos viejos trabajadores agrarios y de sus familias; Carmen Suárez, que «nunca hubo un choque entre lo rural y la mina, al contrario», y que la prueba es que «en las huelgas de 1962, los aldeanos ayudaban para que las familias de los mineros pudieran resistir». De vuelta al presente, la certeza de que esto «no es en sentido estricto una ciudad dormitorio» se apoya en la mirada de Herminia González hacia la nueva Vega residencial, en su experiencia de cuatro años que parecen una vida. Ella invita a comprobar que ni en apariencia son «urbanizaciones cerradas», que física y socialmente «están incluidas dentro del pueblo», y Herminio Torre, ex jefe de pozo y presidente de la asociación de vecinos de Vega-La Camocha, desmonta las expectativas de desapego que pudo haber generado esta segunda supuesta «invasión». No hay conflicto generalizable, confirma, más allá de algún caso concreto; fuera de aquella protesta desorientada de un vecino «porque la calle olía a boñiga», porque los gallos cantaban por la mañana o se oían los esquilones de las vacas. «No sé si sabían adónde venían», remata Torre, «si preferían el ruido del camión de la basura», pero el proceso, en general, no ha dejado registradas colisiones sociales graves.

La operación de Vega contra el retroceso de todo lo que venga de la minería, sustanciada en esta entrega en los brazos del futuro residencial, ha expandido la mancha urbana de la parroquia. Además de reinventarla por segunda vez «ha rejuvenecido» aquella zona que la mina dejó «muy envejecida», apunta Ángel González, y ya ha levantado una lista de espera en la escuela para menores de tres años, que abrió el curso pasado. He ahí una pequeña prueba de hasta dónde el cambio de sentido de Vega ha recrecido las necesidades de servicios de una población expansiva. Herminia González se instaló aquí porque además de tranquilidad al precio asequible de una vivienda unifamiliar, de parques anchos y un gran supermercado «tienes de todo». O casi, porque el colegio público «ayuda a la integración», pero el centro de salud, «un cuchitril que no merece La Camocha», se ha quedado pequeño y está «obsoleto». En el terreno de los servicios, además, mirando desde el sector rural «hay internet donde hay internet», señala Carmen Suárez, «y autobús donde hay autobús, que por cierto está a dos kilómetros sin aceras para algunos vecinos de Vega de Abajo y de Arriba».

Herminia González comparece como testigo del viraje que ha dado la tipología básica de los inquilinos de este lugar donde hubo campesinos y obreros y ahora, será por el precio y la tranquilidad, por el confort y la distancia, «la mayoría son profesiones liberales, trabajadores públicos, autónomos...». El viraje se completa con las evidencias de la regeneración de la base de una pirámide de población donde no hace tanto que «el habitante más joven de las últimas viviendas edificadas por la empresa», recuenta Torre, «tenía cincuenta años». La Camocha no olvida, sin embargo, que a su pequeña escala contiene una muestra y un motivo de aquel gran desvío de Gijón, este concejo que hace mucho tiempo también «era agrícola y ganadero y que empieza a despegar con la industria naval, la siderurgia y La Camocha, que llevó el ferrocarril hasta el puerto para transportar el carbón».

La mina fértil, el «business park» y  los fondos perdidos

De la mina queda hoy la arquitectura del poblado, con sus calles identificadas por letras correlativas del abecedario y oficios mineros -«A, artilleros», «F, fogoneros», «L, lampisteros»- y el rótulo pegado a la valla que cierra la parcela del pozo, con un mensaje de peligro en blanco sobre fondo rojo: «Instalaciones industriales en ruinas». Además del poblado obrero, de una larga hilera de carboneras en desuso y de la inevitable vagoneta decorativa en una rotonda del Camino de Huerces, la mina ha dejado aquí un espíritu combativo y un vecindario que, al decir de Carmen Suárez, «demuestra siempre que es capaz de organizarse y defenderse de la adversidad. Algo nos habrá quedado de los aldeanos y los mineros», señala, y de los golpes que recibió esta población con la clausura de un yacimiento rico, rentable, víctima de una gestión deficiente cuando opina Herminio Torre. El presidente del colectivo vecinal de Vega-La Camocha retrocede hasta la llegada del último propietario, a 1992, al comienzo «del verdadero caos de La Camocha, que hasta entonces era una empresa seria en la que se trabajaba a gusto y, junto a Solvay, la mina con más yacimiento de España». Los dos castilletes que todavía se levantan en alguna perspectiva por encima del poblado, el herrumbroso del pozo uno y el verde repintado del dos, echaron la persiana a finales de 2007, 77 años después del principio. La empresa está desde entonces en concurso de acreedores y algunos de los gestores incursos en el procedimiento judicial abierto por supuesta malversación de subvenciones, acusados de mezclar carbón de la mina con mineral importado o de explotaciones a cielo abierto, más barato, y de venderlo a precio de producción propia.

Torre puede extenderse en el repaso a otras prácticas poco adecuadas que precedieron al cierre de aquella mina fértil, fecunda como la tierra que la precedió a la cabeza de las fuentes de energía de la parroquia. Xuan Pandiella, presidente de la Asociación de Vecinos «San Emiliano» de Vega, verbaliza una versión de los hechos que incluye en el relato a los políticos que eluden su obligación de vigilancia, y Carmen Suárez lamenta que una alternativa a «llenarnos de chalés para que vengan niños» hubiera sido «que no nos hubieran tomado el pelo con el cierre de la mina, que no fue un cierre, sino un abandono y una quiebra». Ahora mira a las balsas y escombreras, cuya regeneración «estaba presupuestada en el plan de labores y cierre» y que aún permanecen ahí. «Siguen tomándonos el pelo».

En el límite entre el poblado minero y la nueva extensión residencial, el edificio negro, acristalado, de la piscina climatizada de La Camocha hace decir que tal vez tampoco funcionaron aquí las contrapartidas a la clausura de la minería. A la pregunta clásica de las comarcas hulleras asturianas -«¿Qué fue de los fondos mineros?»- se responde aquí mirando a los equipamientos que mejoran las condiciones de vida de la nueva población residencial. «Tenemos bolera, piscina, ruta verde, pero de generar empleo, nada», lamenta Herminia González. «Aunque el entorno haya mejorado y evidentemente vivamos mejor, se cerró la mina y no se generó otra alternativa». Ninguna por supuesto a la altura de los 1.600 obreros que llegaron a entrar por la boca del pozo, pero ninguna tampoco en los terrenos que liberó, relativamente, el final de la actividad extractiva. Carmen Suárez no quiere volver a Camocha Business Park, el pomposo parque tecnológico que desde el Ayuntamiento «vinieron a presentar en 2006» anunciando su autosuficiencia energética gracias al metano de la mina, su aprovechamiento del agua de calidad que descubrieron las prospecciones mineras y sus 780 puestos de trabajo. Nada de nada. Ni siquiera las labores de descontaminación y cierre de la explotación «abandonada». Cuatro años y medio después de la clausura, La Camocha está vacía y tiene un nuevo diseño de parque empresarial de orientación tecnológica, pero aquí ya no se hacen ilusiones.

Tampoco falta aquí quien lamenta que Gijón tenga fondos mineros gracias a La Camocha y que el beneficio, las obras y las inversiones, se hayan repartido de modo desigual sin que necesariamente haya caído aquí la mayor parte. El caso es que la mina era buena, dan fe su desarrollo, sus tres pozos, aquellos 1.600 productores. Y hasta la asturianada de José León Delestal que exageraba sobre la mina que va «baxu´l mar» y que en realidad sólo pasa el límite que separa la parroquia de Vega de la contigua de Huerces. Hoy la canción es aquí otra, muy similar también a la que canta a coro toda la cuenca minera asturiana. «Yo viví el cierre de la minería en Inglaterra», termina Herminio Torre. «No habían acabado de poner el tapón y ya se estaba preparando una industria al lado».

Hay agua subterránea y tierra a la vista

Conchita Riestra, de Vega de toda la vida, tiene la memoria intacta y vivo el recuerdo del agua que manaba del primer pozo de la mina de La Camocha y «que se aprovechó para el suministro de Gijón». El del yacimiento número dos, rememora Herminio Torre, apareció al profundizar hasta los sesenta metros y era «un río subterráneo con un caudal asombroso y un agua de una calidad exquisita». Casi todo viene del suelo en esta planicie extendida bajo el picu Sol. Ahí enraíza lo bueno y lo malo, el carbón de calidad de la mina, el agua infrautilizada y un terreno fértil «con una de las mejores catalogaciones del concejo según el Instituto Geográfico Nacional», destaca Carmen Suárez, pero también «la geología inestable que unida a la subsidencia minera» ha dado como resultado un suelo inseguro y algunos hundimientos leves. Vuelve la teoría del equilibrio inestable, el mismo que esta zona rural urbanizada trata de mantener entre la reconversión residencial que le avanza el futuro y la vida campesina que le dio origen y que, atenuada, sigue aquí.

Basta salir y mirar. «A doscientos metros del poblado se sigue trabajando la tierra», señala Xuan Pandiella. En esta parroquia obligada a proteger su campo del desenfreno urbanizador, Suárez ve muchas ventajas en «un patrimonio etnográfico todavía importante, con cuarenta quintanas y doce fuentes catalogadas, bastantes zonas de especial interés ambiental, aunque amenazadas, y aquellas buenas tierras de cultivo. El inconveniente sería ese suelo inestable», en el sentido literal y en el figurado.

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