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El placer del exilio y la naturaleza viva.

El escultor mierense Lluis Antón Gutiérrez cambió Palma de Mallorca por el retiro creativo en una casa de Villabre, donde «nadie se lleva mal con nadie»

Marcos PALICIO / Villabre (Yernes y Tameza)

El premio es esta casa. Tiene la fachada amarilla y las ventanas moradas, almacena madera moldeable junto a la puerta y varias decenas de esculturas en la estancia principal, pero su virtud esencial es que está aquí, en la parte más alta de este barrio de Villabre donde no se mueve una hoja, no se oye nada y «nadie se lleva mal con nadie». Esta casa ganó el concurso privado de Lluis Antón Gutiérrez (Turón, 1959), de vocación escultor y de obligación funcionario de Correos con destino en Palma de Mallorca. Hace tres años que se pasó tres meses recorriendo pueblos buscando uno para vivir y esta casa quedó la primera en una lista con treinta «que valía millones». La compró y, de excedencia en excedencia, aquí se dedica voluntariamente a aprovechar esta tranquilidad para dar formas y colores nuevos a la madera que encuentra en playas y montañas, y sin querer también a repoblar este pueblo en proceso de vaciado al que falta le hacen brazos jóvenes como los suyos.

No hizo falta tener ningún arraigo aquí, ni siquiera haber visto este pueblo antes. Ahora, aquella casa ya no es una casa, «es mi taller y mi santuario» y el mejor escenario que puede imaginar para cultivar su arte hecho con madera sólo aparentemente inválida. Y gracias a su «exilio» voluntario, placentero, ya no está sola Pilar López, tevergana de 83 años, en el barrio de Trillahuerta, el más elevado de la capital de Yernes y Tameza. Ahora tiene un vecino de 51, una gata que cuidar cuando él se va de viaje y la compañía de «Boroñu», un perro compartido.

¿Qué buscaba? «Esto». El escultor señala alrededor, hacia «una casa apartada y un pueblo con una vida tranquila». Bingo. «Me gustó el entorno, es evidente, pero sobre todo la forma de ser de la gente. Aquí nadie se lleva mal con nadie, nadie critica a nadie y desde el primer momento tuve la impresión de que me conocían de toda la vida». Así sigue. Los carteles de sus exposiciones, ya van diecinueve de escultura y tres de fotografía, cuelgan de las paredes del telecentro de Villabre y Pilar le guarda las ausencias cuando ocurre lo de ahora, que Lluis Antón empaqueta el equipaje y parte de su obra para montar su vigésima exposición en el centro de Palma de Mallorca.

El escultor trabaja sobre todo la madera, la que encuentra en montañas o playas... Madera natural, «naturaleza muerta» en el sentido literal, paradójico en este lugar que ha escogido para vivir, donde si algo vive es la naturaleza. Su concepto del reciclaje artístico desemboca en leños y troncos moldeados a la búsqueda de formas imposibles, y todo esto es así porque así lo quiso el destino. Tal y como lo escribe el propio artista en el catálogo de una de sus exposiciones, «el hecho de colaborar en el trabajo de mi padre, carpintero, me hizo querer la madera como una materia tangible que se deja moldear». Naturaleza troquelada en medio de la naturaleza, cerrando el círculo de la paradoja a este lado de la sierra de Tameza, pero el romanticismo tampoco da de comer aquí. «Tengo la suerte de tener un trabajo, no podría vivir de esto». Su obra gusta, y las tiene en San Francisco o en Italia, «vendidas sobre todo a extranjeros en Mallorca», pero no alimenta. «En este país la escultura no se vende», lamenta, «se rige como mucho por los nombres de alguna gente cotizada». Él vive, desde el punto de vista mercantil, mejor de estas fotografías pasadas a lienzo que también ha expuesto y comercializa mejor: un purasangre metido en el mar en una playa de Cerdeña, el Urriellu con un sombrero de nubes, los gallos del vecino entre la niebla...

Lo que sí da para vivir y hace que valga la pena el esfuerzo es el paisaje de montañas feraces que Lluis Antón Gutiérrez ve por las ventanas de su casa en Trillahuerta. El horizonte físico y la geografía humana y el privilegio de poder escuchar y ver casi a cada paso animales salvajes. Nacido en Turón, trasladado desde los 8 años a Gijón y a partir de los 35 en Palma, su historia de amor con la isla de Mallorca ha terminado por hacerse compatible con el apego incondicional a este refugio de Tameza. El escultor vive definitivamente anclado al paraíso desconocido y declinante del concejo menos poblado de Asturias, con su naturaleza pura y sus 55 habitantes muy mayores, según las cifras más optimistas. Permanece asido por vocación a este lugar donde «no respiramos contaminación, estamos exentos de enfermedades», pero en el que cada vez son menos.

En los tres años casi exactos que lleva viviendo aquí «es alucinante la cantidad de gente que se ha muerto», lamenta echando cuentas. Cabe pensar «que se puede quedar sin nadie», pero el escultor mierense prefiere la certeza de que la repoblación puede ser «cuestión de tiempo». Él ya lo ha entendido: «Las ciudades son lugares muy estresantes para mucha gente que cada vez con más frecuencia decide refugiarse en los pueblos».

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