Día del libro - Los escritores de Pablo García

La mesa de al lado

Por Tino Pertierra

Odio los restaurantes chinos. No por prejuicios ni nada de eso. Simplemente, hago caso a mi pasado. De las cinco veces que he cenado en uno de esos locales de aparatosa fachada roja custodiada por dragones de madera, en tres ocasiones me vi obligado a vivir sobre la taza del váter el resto de la noche. ¿Por qué vuelvo hoy? Por Vanessa. Tiene poderosas razones para convencerme: 19 años, cascada de pelo rubio, ojazos azules y un cuerpo para quitar el hipo de por vida. Perdón por mi estilo. Leo demasiadas novelas malas.

Hace quince días que la conozco y ésta puede ser la noche definitiva.

A ella le encantan los restaurantes chinos y a mí me encanta tenerla encantada. No es mujer de conversación brillante y he conocido semáforos con más sentido del humor, pero es un público dócil para mis chistes baratos y atiende a mis digresiones políticas como si las entendiera y, lo que es más de agradecer, sin intentar rebatirlas. A mis 38 años he descubierto el placer de las mujeres esponja: se dejan empapar por tus conocimientos y después permiten que las restriegues contra tu cuerpo sin pedir a cambio más que un poco de ternura. ¿Egoísmo? ¿Ruindad? ¿Mezquindad?

¿Machismo? Sí, quizás haya algo de eso, pero acallo cualquier conato de remordimiento con una sola palabra: tranquilidad. Nada de amor, nada de compromiso, nada de vulnerabilidad.

Sólo deseo puro y maduro: el sexo por el sexo y sin más seso que el que ponga yo. ¿Para qué engañarnos? Soy alto, guapo (dicen que me parezco a Richard Gere cuando era joven, aunque yo creo que soy más... ¿cómo decirlo?... varonil), gano mucho dinero como director de una sucursal bancaria y tengo una conversación fluida y divertida en la que caben desde el canto gregoriano hasta el cine de Ingmar Bergman, pasando por los problemas del Atlético de Madrid y la mejor forma de preparar unas cebollas rellenas. ¿Por qué desaprovechar tantas cualidades con una sola mujer durante varios años? Una nueva piel cada dos o tres meses. Esa es mi norma.

—Me encanta el arroz con tallarines. ¿Y a ti?

La voz infantil de Vanessa (en dos años he salido con tres Vanessas y dos Jennifer: maldita fiebre de esnobismos tienen los padres) me arranca de mis reflexiones onanistas. Sonrío ante mi última y lúcida autocrítica y cojo su manita entre las mías.

—Lo que quieras. Eres mi reina y se hará todo lo que desees.

Es sorprendente el éxito que aún tienen ciertas bobadas entre inciertas mujeres poco hechas. Vanessa se ruboriza y baja la cabeza para alzar los ojos con picardía.

—¿Todo, todo?

Pongo sobre la mesa mi carcajada especial con la que he derretido ya a varias legiones de féminas ávidas de hombres enérgicos y viriles pero sensibles y tiernos. Estocada:

—Me vuelve loco esa mirada —digo en un susurro, mientras mi pie derecho pisa ligeramente su pie izquierdo.

—¿Qué desean los señores?

La solícita sonrisa del camarero oriental paraliza mi ofensiva. Viene en un buen momento: quizá me esté precipitando con Vanessa. Sospecho que, tras su cuerpo de mujer hecha y derecha, se esconde una niña que confunde el juego con la provocación. Le suelto la mano.

—Vamos a ver —cojo la carta con movimientos displicentes de cliente habitual—. El menú degustación tiene buena pinta —alzo las cejas para consultar con Vanessa—. ¿Qué te parece? —asiente—. Muy bien, pues nos trae dos menús degustación. El mío sin la sopa de aleta de tiburón, por favor —obsequio a Vanessa con mi media sonrisa del lado izquierdo—. No me sienta nada bien.

—Yo tampoco la quiero.

—Dos menús sin sopa —apunta el camarero—. ¿Y para beber?

—Agua —murmura Vanessa.

Su petición aleja las brumas siempre útiles de una ligera borrachera que faciliten mis labores de zapa. En fin, me uniré a ella para impresionarla con mis hábitos saludables.

—Tráiganos una botella grande de agua sin gas. Del tiempo, por favor.

—Muy bien, señor.

El camarero recoge las cartas con una amplia sonrisa de agradecimiento y se esfuma. Hay que aprovechar el tiempo: de hoy no paso sin probar esa boca de patito recién salido de la charca.

—Cuánta gente hay, ¿verdad? —comenta Vanessa.

—Olvídate de la gente. Sólo estamos nosotros dos.

Tiene las manos fuera de mi alcance. Imposibilitado el contacto físico, opto por el visual. Miro fijamente sus ojos, que ella desvía hacia los alrededores. Tamborileo con los dedos sobre el mantel, molesto por su cobardía. Maldita sea, la ingenuidad tiene un límite. No llevo media docena de cenas gastadas en ella para que ahora prolongue el juego más allá de lo razonable. Ha quedado claro que no es una chica fácil. Ahora me debe una compensación. Como mínimo, está obligada a involucrarse más en el negocio de la seducción.

—Tienes unos... —comienzo a decir, pero ella me interrumpe con un enérgico movimiento de barbilla para señalar un punto a su izquierda.

—Mira qué vestido más bonito.

Dedico la mirada unos instantes al bonito vestido de una mujer que se dirige hacia la mesa vecina junto a un tipo gigantesco con aspecto de jugador de rugby.

—Sí, muy bonito, pero tus ojos lo son mucho...

Congelo el piropo. Mi vistazo apresurado se ha enganchado al rostro de la mujer. No puede ser ella. Se acerca con paso firme y algo descuidado. Sí, lo es. Ese andar es inconfundible. Esa barbilla, esa nariz, esos ojos. Son de ella. Silvia. Mi Silvia. Al llegar a nuestra altura, Silvia interrumpe la concisa carcajada con la que envuelve un comentario de su acompañante al chocar con mi mirada. También me ha reconocido. Soy siete años, dos meses y cuatro días más viejo, pero no he cambiado tanto. Más kilos, menos pelo, más fatiga, menos energía, pero sigo muy parecido al hombre que le prometió amor eterno entre violentas riñas y maravillosas reconciliaciones. Ella tampoco ha cambiado. Más delgada, quizás, el pelo mucho más corto y menos rizado que cuando yo enredaba mis dedos en él mientras hacíamos el amor. Hubo un tiempo en que yo conocía cada uno de sus rizos.

Ninguno de los dos dice nada, enmudecidos sin duda por la magnitud de la sorpresa. Hay docenas de restaurantes en la ciudad. ¿Por qué hemos tenido que elegir éste? Cobarde de mí: aparto la mirada. Silvia mira a su alrededor en un arrebato de breve desesperación. Es inútil, cariño: no hay más mesas libres. Estás condenada a sentarte ahí, junto al hombre con el que compartiste seis años de casi absoluta felicidad y uno de total desdicha, hasta que un día decidiste cortar por lo sano y me pusiste de patillas en la calle. Harías el ridículo si te fueras ahora. Acepta esta broma del destino y disfruta de la cena.

—¿Te pasa algo?

La pregunta de Vanessa traspasa la neblina que me envuelve de repente y la disipa bruscamente.

—No, nada, ¿qué me va a pasar?

—No sé, te has puesto rojo de repente.

—Uf, es el calor. ¿No hace mucho calor aquí dentro? Me aflojo el cuello de la camisa para dar mayor verosimilitud a mi absurda excusa. No sólo no hace calor, sino que tengo los pies helados.

—Yo tengo más bien frío. Eso es que tienes muchas calorías...

Agradezco con una desmadejada sonrisa su piropo humorístico y contengo la respiración. Necesito calmarme. Pongo la vista en blanco y aprieto los puños bajo la mesa. Es inútil. La voz de Silvia llega con una nitidez violenta. Las mesas están tan cerca que podría mantener con ella una conversación íntima. El rastro de su perfume se une a sus palabras para acabar de hundirme.

—...que no. La sopa de aleta de tiburón me sienta fatal.

Es cierto. Compartíamos incluso nuestras alergias. Estornudábamos con la humedad y los ácaros, poníamos al rojo vivo el estómago con el queso de Cabrales y lo hundíamos en la miseria con la dichosa sopa de aleta de tiburón.

—Bueno —acepta su acompañante. —¿Pedimos arroz con tallarines, rollos de primavera y pato en salsa verde?

—Lo que quieras.

—No te gusta mucho la comida china, ¿eh?

—Ya sabes que no.

—Bueno, si quieres nos vamos.

—¿Ahora que estamos ya aquí? Por favor, Javi, no me toques los pies.

Así me gusta. Un principio de enfado. Eso significa que llevan saliendo algún tiempo. Si acabaran de conocerse, las quejas se quedarían dentro. Miro a Vanessa. Tiene una espinilla enorme en la barbilla, que no ha podido ocultar con el maquillaje. Es curioso: no me he fijado en ese detalle hasta ahora, a pesar de que es imposible ocultarlo y cualquier observador mínimamente atento lo puede descubrir. Uno sólo ve lo que quiere ver. Vanessa no tenía ningún defecto hasta que el vendaval de la nostalgia me ha descabalgado del juego de la seducción. De pronto, Vanessa ha dejado de interesarme. Si me dedicara a analizarla puntillosamente, empezaría a sacarle defectos a manojos: el pelo demasiado castigado por el secador, los ojos demasiado pequeños, las cejas demasiado pobladas, los dientes demasiado separados y algo amarillentos, las orejas demasiado picudas, la nariz demasiado respingona, el...

Carraspeo y me remuevo en el asiento para impedir que el globo de injusticias se infle más y más hasta estallar ante las narices de una adolescente indecisa y desconcertada que no se merece tanta mezquindad. Busca a un hombre encantador y experto que la guíe entre arenas movedizas. Sabe lo que busco, sé lo que quiere. Lo que ignora es que mi búsqueda ha quedado paralizada por la irrupción de la única mujer a la que he amado en mis casi cuatro décadas de existencia.

El camarero llega con los primeros platos. La conversación de al lado se ha interrumpido. Eso significa que la nuestra está expuesta a su atención.

¿Qué hacer? ¿Demostrarle que estoy a gusto con mi pareja? ¿Restregarle por los oídos mi flamante condición de casanova satisfecho? ¿O, por el contrario, dejar escapar indicios de tristeza y pistas de desesperación? Opto por un término medio.

—¿Te sirvo?

Vanessa tiene un arrebato de súbita valentía, como si notara en mi actitud un conato de retirada que no le conviene.

—Sí, Rafa, me sirves.

Lo dice con voz temblorosa y las mejillas enrojecidas.

Me conmueve tanto arrojo y tanta fragilidad unidas al servicio de un objetivo que se escabulle. Finjo no enterarme de su paso hacia adelante y cojo cuchara y tenedor para llenar su plato de arroz con tallarines.

—Mañana tengo que ir al banco —dice Javier—. Me han cobrado no sé qué intereses de la tarjeta que no sé de dónde se los han sacado.

Mal asunto: su conversación ya tiene que recurrir a asuntos burocráticos para sobrevivir. Silvia no responde.

—Joder, esto de los bancos es la hostia. Como no estés atento, te sacan los cuartos poco a poco, como sabandijas.

Silvia no soportaba que yo dijera tacos. Sólo me lo consintió al final, cuando ya había decidido prescindir de mí. Qué mal te veo, Javi: tienes los días contados con esta mujer.

—Me van a oír como no tengan una respuesta razonable —dice Javier.

—Ayer vi en vídeo «Los puentes de Madison» —dice Vanessa.

—Ah —dice Silvia.

—Ah —digo yo.

—¿Qué opinas? —pregunta Javier.

—¿Tú las has visto? —pregunta Vanessa.

—No sé, cuando te lo cobran será porque tienen derecho.

—Sí, la he visto.

—¿Derecho?

—¿Te gustó?

—Sí, no creo que los bancos vayan por ahí cobrando lo que no les corresponde. Puede que haya errores, pero de ahí a...

—No mucho. Odio a Meryl Streep.

—Oh, pues yo lloré como una magdalena.

—Que poco conoces a los bancos, Silvia.

—Conocí a alguien que trabajaba en uno.

Sí: a mí.

—Yo no hablo de los empleados, tonta, hablo de los banqueros.

La ha llamado tonta. En tono cariñoso, cierto, pero este pobre diablo ignora que Silvia no soporta que la insulten ni en broma.

—Pues a mí Meryl Streep me parece una gran actriz.

—No he dicho que sea una mala actriz. He dicho que la odio.

—No me llames tonta.

Ésta es mi Silvia.

—Es una forma de hablar, mujer —se disculpa Javier.

—Pues conmigo habla de otra forma.

Sí, ahí está el tono cortante que empleaba tan a menudo en nuestros últimos meses, cuando mi carácter se agrió y el suyo se puso a la defensiva.

¿Por qué nos pasó lo que nos pasó, Silvia? ¿Por qué no tuvimos paciencia? La crisis hubiera desaparecido. Seguro que hubiera desaparecido. La prueba concluyente: ni siquiera recuerdo por qué nació. ¿Las zancadillas inevitables de la rutina?

¿Fugaces y engañosos deseos de cambiar de piel?

¿Malentendidos encadenados?

Llega la comida a la mesa de al lado. Durante unos minutos interminables, el silencio se adueña de nosotros. Mastico sin ganas, bebo agua sin ganas, sonrío a Vanessa sin ganas.

—Qué rico —comenta Vanessa.

Mi piloto automático se dispara.

—¿A qué te refieres?

—Ah, no sé... —sonríe con picardía. Esta niña está aprendiendo a toda velocidad.

Silvia ha oído nuestra travesura y se decide a contraatacar.

—He estado pensando en lo de Viena. Si sigues queriendo ir...

De reojo, veo cómo una enorme sonrisa de satisfacción ensancha el rostro de Javier.

—¿Lo dices en serio?

—Completamente.

Vaya, vaya. Así que quieres guerra, ¿eh? Pues la tendrás.

—Oye, Vanessa. ¿Te gusta la nieve?

—¡Me encanta!

Eso es: una exclamación entusiasta. Justo lo que necesitaba.

—¿Te apetece pasar un fin de semana en Sierra Nevada?

La miro a los ojos con cálida gentileza.

—Me encantaría.

—Lo pasaremos de miedo, cariño, ya verás —promete Javier, tan feliz que se sirve vino tinto hasta llenar su copa.

—No sé esquiar, te advierto —confiesa Vanessa.

—Te enseñaré —miento. Yo tampoco sé esquiar.

Silvia lo intentó varias veces, pero fracasó, como fracasé yo al intentar que viajáramos a París, a Londres, a Viena. No le gustaba viajar: dos días cargando con maletas, otros dos para aclimatarse, uno y medio para visitar monumentos a prisa y corriendo y otra vez de regreso. «Prefiero quedarme en casa viendo vídeos turísticos», decía. Qué vaga era, salvo para esquiar, nadar y hacer el amor. Qué cobarde era yo, salvo para viajar, conducir y follar. Perdón, Silvia: hacer el amor.

Llegan los postres. La tortura se acaba. Cada uno se irá por su lado, lastrados por un encuentro inquietante y por dos compromisos que no contemplábamos media hora antes. Dos viajes que no deseábamos, dos tropiezos innecesarios provocados por nuestras prisas en mentirnos, en comunicarnos realidades falsas para hacer daño a la memoria del otro.

—Mi madre me ha dicho que a ver cuando te llevo a casa —dice Javier.

—Cuando quieras.

—¿Lo dices en serio?

—Vaya, parece que todo lo que te digo hoy te hace gracia.

—No, no, es que... Lo decía casi de broma, porque como siempre dices que no...

—Pues ya ves, hoy me has cogido en un día tonto y te digo que sí a todo.

—Sí, la verdad es que me tienes... ¿Quieres casarte conmigo?

No puedo consentir que Silvia se meta hasta la cintura en arenas movedizas sólo por mi culpa. Mi diestra tropieza con la copa de agua y la empuja fuera de la mesa. El estallido de cristales interrumpe la conversación vecina. Miro a Javier y a Silvia con una sonrisa de disculpa.

—Lo siento —digo.

—No te preocupes, no pasa nada —responde

Silvia, y me devuelve la sonrisa.

Durante el segundo más largo de mi vida compartimos la mirada. El estómago me encoge y empuja el maldito arroz con malditos tallarines hasta la garganta. Creo que voy a vomitar. Miro a Vanessa, armada con una sonrisa de ánimo que acaba de hundirme. Tengo que huir de aquí.

—Voy al servicio —acierto a decir, con una especie de mueca que aspira a ser una sonrisa tranquilizadora. Dejo la servilleta, aparto la silla, me levanto, hundo la vista en el suelo y sorteo mesas y mesas hasta alcanzar la barra del bar.

—¿Los servicios?

El barman me indica unas escaleras con alfombra roja que se pierden en el piso de abajo.

Las bajo de dos en dos, con el sabor del arroz con tallarines correteando por mi boca. El dibujo de una silueta con sombrero de copa y bastón me indica la meta. Empujo la puerta. Un olor a orina rebajado por los limones partidos en el fondo de los urinarios de pared actúa de desatascador definitivo. Entro en uno de los cuartuchos de suelo empapado y abro la boca sobre la taza del inodoro. Una cascada de arroz con tallarines choca contra mis dientes y cae con un ruido sordo sobre el agua amarillenta. No es suficiente. Meto dos dedos en la boca hasta que el estómago decide desprenderse del veneno que aún contiene. Maldita comida china, maldita invitación, maldito azar, maldita Silvia, ¿por qué has tenido que reaparecer en mi vida? Las heridas estaban cicatrizadas, el dolor se había dormido. ¿Por qué has tenido que abrirlas de nuevo, por qué lo has despertado?

Me limpio los labios con papel higiénico. Enjuago la boca acartonada con agua del grifo. Me enfrento al espejo. El pelo revuelto, la frente empapada en sudor, los labios atrapados por una mueca extraña. Me peino con los dedos, seco el sudor con el pañuelo, aliso los labios, ensayo una sonrisa. Lo importante es recobrar la calma, terminar con sosiego la velada, dejar a Vanessa en su casa con elegancia y aplomo. Después, cuando llegue a mi cama, ya hablaremos. Podré retorcerme de dolor, machacar la almohada a puñetazos, darme una violenta ducha fría o vaciar dos botellas de whisky. Pero ahora se impone la madurez. Vamos, chico, tienes 38 años, ya no eres un adolescente vulnerable y lleno de miedos. Sabes lo que quieres y cómo conseguirlo.

Salgo al pasillo. Cojo una buena provisión de aire antes de dirigirme a las escaleras.

—Rafa.

Mi nombre en sus labios. De nuevo. Tanto tiempo, tantas noches después. Me doy la vuelta. Está junto a la puerta de los servicios de señoras. La diestra cogida al bolso, la zurda en un bolsillo de su vestido. La misma postura que tenía cuando la vi por primera vez, en la boda de un amigo común.

—Hola, Silvia.

—Antes no nos saludamos.

—No estaba muy seguro de si eras tú...

—Eso es mentira.

—Sí, lo es.

—Me quedé tan sorprendida que no acerté a reaccionar.

—A mí me pasó lo mismo.

Compartimos una media sonrisa.

—¿Qué tal te van las cosas? —pregunto.

—Bien, tirando. ¿Y a ti?

—Bien, bien, no me quejo.

—Nunca creí que te vería en un restaurante chino.

—Ni yo a ti.

—Sí, qué gracia. Cómo cambia la gente, ¿verdad?

—Eso es bueno.

—¿Lo es?

Me encojo de hombros. Qué situación tan absurda. Una conversación banal y estúpida, atrincherados a una distancia ridícula, como si temiéramos que una mayor proximidad pudiera reventar nuestras provisiones de recuerdos y hacer de la cercanía un peligro abrumador.

Ataca:

—Ya veo que estás muy bien acompañado.

Me defiendo:

—Lo mismo digo.

—¿Algo serio?

—Quizá llegue a serlo. No sé. ¿Y Javier? ¿Es algo serio?

—Ah, ya sabes hasta su nombre.

No me molesto en dar explicaciones. Sí, he espiado su conversación. ¿Y qué? Seguro que ella hizo lo mismo.

—Es un buen chico. Llevamos casi un año saliendo y... bueno, estoy a gusto.

—Tienes que estarlo, cuando vas a ir con él a Viena.

—Ya ves lo que son las cosas. Yo a Viena y tú a esquiar.

Sí: también nos espió.

—Le he cogido el gustillo a eso de correr por la nieve sobre dos palos.

Me obsequia con una breve carcajada, nerviosa y expectante. Una andanada de nostalgia me golpea en el estómago. Huye. No seas tonto.

Huye.

—Bueno, será mejor que subamos, no vayan a preocuparse nuestros... —dejo la frase sin concluir, huérfano de una definición que encaje en nuestras parejas.

—Sí —acepta ella.

Alzo la diestra brevemente, a modo de despedida.

—Bueno, adiós.

—Adiós, Rafa.

No quiero dedicar ni un solo segundo a desnudar lo que encierra el tono cálido y asustado de su despedida, la forma dolorida en que pronuncia mi nombre. Seguro que todo son figuraciones mías, seguro que está deseando perderme de vista, con tanta intensidad como yo deseo volver a verla.

Camino con paso rápido por el restaurante hasta llegar a mi mesa. Vanessa me mira con expresión preocupada. Javier desmiga un trozo de pan con expresión satisfecha.

—¿Estás bien?

—Nunca he estado mejor —desenfundo una sonrisa que casi me rompe las costuras de los labios y firmo con los dedos en el aire para que el camarero nos traiga la cuenta. —Prefiero tomar el café en otro sitio. ¿Te parece bien?

—Lo que tú digas.

Así me gusta. Una chica obediente y receptiva, que se deje mandar y acepte mis insinuaciones como si fueran órdenes. Eso es lo que necesito, un bálsamo, y no aceite hirviendo como Silvia.

El camarero pone la cuenta sobre la mesa. Dejo diez euros de propina porque no estoy dispuesto a esperar el cambio. Me levanto. Silvia llega en ese momento. Su hombro izquierdo roza mi pecho. Se sienta. Ayudo a Vanessa a ponerse el abrigo. Mírame, Silvia. Por última vez. Lo hace.

Javier intenta coger su diestra, pero ella la retira fingiendo que le molesta un cabello en los ojos.

Adiós, Silvia. Vanessa se dirige hacia la salida.

Voy detrás.

—¡Rafa!

Me doy la vuelta. Silvia está de pie, con mi bufanda gris en las manos. Qué olvido tan maravilloso.

Javier la mira estupefacto.

—¿Rafa?

Ahora es Vanessa quien me llama desde la puerta ya abierta. La miro a ella, miro a Javier, miro a Silvia.

—Ahora vengo —prometo.

Regreso a la mesa. Silvia me tiende la bufanda.

Tiene los ojos clavados en los míos. ¿Qué espera?

Me echó de su vida y no tuvo el valor de reconocer su equivocación. Ahora quiere volver. La distancia la ha domesticado. Sonrío, satisfecho.

Después de tantos años de humillada nostalgia, puedo saborear al fin la victoria final. De pronto, me siento muy tranquilo, sin duda sedado por la recuperación de mi dignidad. Así que quieres volver a mi lado, orgullosa y altiva Silvia. Es casi divertido ver cómo esperas ansiosa a que coja la bufanda y te eche un salvavidas que te libere de ese idiota que tienes a tu lado. ¿Crees que voy a cambiar por ti a una chica hermosa y joven como Vanessa? Tú estás en declive y ella está en pleno ascenso. Ahora que te miro bien puedo ver con facilidad los primeros signos de peligro en tu piel: arrugas en los labios, patas de gallo, excesivas ojeras. Tengo la frase perfecta para apuntillarte y hacer que te arrepientas el resto de tu vida de haberme abandonado.

—¿Cómo es que sabe mi nombre, señora?

Ah, qué forma tan sutil y destructora al mismo tiempo de desarbolarte. Ahora admite que me conociste, admite que me amaste, admite que te equivocaste al prescindir de mí, admite ante tu pareja que has fingido no conocerme antes porque la sorpresa de reencontrarte con el hombre de tu vida te paralizó. Silvia me tiende la bufanda y me dedica una amplia y luminosa sonrisa, su mejor sonrisa.

—Oí que su hija le llamaba «Rafa». Perdone la confianza.

Cojo la bufanda. Silvia vuelve a sentarse y arropa con sus manos la diestra de un Javier súbitamente relajado. ¿Mi hija? ¿Qué has querido decir? ¿Que soy viejo para salir con una chica de 19 años? Ya entiendo. Sé lo que intentas hacer, pero no conseguirás que pierda ni un solo segundo mortificándome con tu despedida envenenada. Escupo un «adiós» y cruzo el restaurante a pisotones hacia el ceño fruncido de Vanessa.

—¿Quién es? —pregunta ella apenas llego a su lado. No tengo ganas ni fuerzas para mentir.

—Una vieja amiga.

—¿Y por qué no la saludaste antes?

Apenas nos conocemos, no hay nada entre nosotros y ya intenta fiscalizar mi vida. Me encojo de hombros, decidido a perderla de vista para siempre en cuanto la deje en su casa.

—Ha envejecido tanto que no la reconocí.

Subimos al coche. Vanessa apoya la nuca en el reposacabezas y tapona un bostezo con la diestra.

—Oye, Vanessa.

Ladea la cabeza. Una cortina de cabello cubre la mitad de su rostro. Parece una niña a punto de caer dormida.

—¿Qué?

—¿Cuántos años me echas?