No es una manía
Les confesaré que no es una manía. Las manías son obsesiones arbitrarias. Uno puede, por ejemplo, elegir un lado de la cama u optar por disponer con precisión milimétrica la alineación de unas figuras de cristal sobre la repisa del baño. Y aunque parezcan nacer de la voluntad del individuo terminan por adquirir un poder y exigir una disciplina que sobrepasan la capacidad del maniático para despojarse de ellas. Es decir, las manías nos gobiernan. Pero esto, lo mío, no es una manía.
Cuando la vi trasladar aquellos libros de tapa dura y cubierta de tela a la estantería que estaba junto a la puerta puse el grito en el cielo. Bueno, no tanto: conseguí contenerme, aunque trataba de frenar el temblor de mi mano derecha.
—No, esos no pueden ir ahí— le dije.
—¿Por qué? Quedan mejor, son unos libros bonitos.
—Porque no. Borges necesita luz.
Por cualquiera es sabido que al argentino le viene bien algo de sol por las mañanas, porque si el ambiente queda demasiado sombrío termina por parecer oscuro y enrevesado.
El cambio de aquellos libros había implicado otra consecuencia nefasta. Descubrí horrorizado que “Madame Bovary”, que requiere de un espacio muy delimitado por su conocida voluntad a mezclarse con lo menos recomendable, se encontraba junto a una novelucha que yo había adquirido años atrás en un aeropuerto para entretener la espera.
—¡No, no!—grité.
—¿Qué pasa?—dijo ella sobresaltada.
Corrí a rescatar a la pobre Emma. Aquella historia de romanticismo barato contra la que se apoyaba empezaba ya a hacer que subiese la temperatura de las páginas de la novela de Flaubert, con el riesgo de que amarillease el papel o, peor aún, comenzara a quemarse. Sostuve el libro entre mis manos soplando levemente para enfriarlo.
—Ya está, ya está… tranquila— le susurré.
Comencé a ser consciente de que quizás las cosas estaban peor de lo que había pensado. Muy despacio me giré recorriendo con la mirada las estanterías de madera lacada. La visión resultó tan desgarradora que sentí cómo me quebraba por dentro.
Cortázar comenzaba a gemir (le escuchaba) con esa tendencia suya a darle vueltas al tiempo: tendría que volver a cogerle de la mano y llevarle a la balda pequeña en la que se sentía tan cómodo con Cernuda. Kafka había empezado a hacer de las suyas con Nicanor Parra: por eso era necesario poner por medio un grueso muro de contención al que siempre se prestaban entusiasmados Hemingway, Chejov, Roald Dahl o Paul Bowles, que jamás ponían peros y estaban dispuestos a lo que fuera necesario para evitar cualquier conflicto en la biblioteca. En aquel vistazo aterrador no tuve noticia alguna de Philip Roth, ni de Capote; apenas vislumbré el lomo de los relatos de Maupassant, que buscaba mi mirada con un gesto de pánico. Patricia Highsmith estaba a punto de destrozar a Alejandra Pizarnik. ¿Cómo demonios Pynchon había acabado allí?
—¿Qué has hecho, insensata?—acerté a musitar—. ¿Qué les has hecho? ¿Quieres que esta casa se convierta en un infierno?
Ella me observó con el gesto congelado. Llevaba en las manos un par de libros de Elfriede Jelinek.
—No te muevas. Quieta. Despacio, déjalos en el suelo despacio. Es peligroso.
Enojada, harta de mis manías (no lo son, ya lo he dicho), terminó por soltarlos con rabia. Me lancé para intentar atraparlos antes de que se estampasen contra el parqué, pero no llegué a tiempo.
—Tú y tus cosas— exclamó antes de irse de un portazo.
A Jelinek se le había torcido una esquina, pero tenía remedio. Me quedé en silencio pensando en cuánto trabajo me esperaba: limpiar de fórmulas matemáticas algunos poemas de Gamoneda, seguramente contaminados por un pertinaz manual de Mecánica Cuántica; aliviar el disgusto de Carver, que quizás estuviese otra vez en el camino del desánimo; permitir que Proust recobrase de nuevo las vistas a Victor Hugo. Necesitaría semanas para arreglar ese desastre. Eso sí, aquella simpatía que Marguerite Duras despertaba en Virginia Woolf me resultó toda una sorpresa.