Vida lectora
Le gustaba guardar cosas dentro de los libros, sembrar la lectura de recuerdos. A veces sucedía sin siquiera quererlo. Una pequeña polilla caía desde la lámpara de la cocina a las páginas de "Insectos", en la edición de clásicos Austral de "Hijos de la Ira", y ella cerraba de golpe el librito de Dámaso Alonso y no lo volvía a abrir hasta que el bicho se había foliado completamente, laminado por la poesía como le sucedía a los malos y los torpes en los dibujos animados al pasarles por encima una apisonadora. Otras, dibujaba la biografía de lectora en tiempo real a sabiendas. Aunque los libros de la colección Crisol de Aguilar tuvieran aquella cinta granate tan bonita y por más ligero que fuera el papel biblia de esos volúmenes, prefería marcar la pausa con el billete del tren en el que había iniciado la lectura. Después, el ticket agujereado por el revisor se quedaba a vivir allí, entre la prosa galdosiana, convertido en hoja de cortesía y cápsula del tiempo.
Las otras estaciones también estaban presentes en su biblioteca. Si había leído a Sartre en marzo, era muy probable encontrarse una prímula disecada al final de "La Náusea" en la edición de grandes novelistas de Losada. Y si "La Peste" traducida por Rosa Chacel en Taurus le hubiera acompañado a principios de curso, seguro que no se habría resistido a dejar secando una hoja de castaño donde el señor Grand comenzaba una y otra vez a sacar a cabalgar a su amazona.
Era incapaz de dejar de ensanchar los límites físicos de sus libros. Si el suplemento de Cultura hablaba del boom, los recortes salían corriendo a la estantería de hispanoamericana. La mayoría de sus libros estaban llenos de entrevistas, artículos, reportajes y crónicas. Un hipertexto analógico hecho de hemerotecas. Y sus propias palabras. Subrayaba, tachaba y añadía de su puño y letra donde podía. Al pie, en los márgenes o entre los renglones del índice.
La biblioteca se convirtió en un inmenso palimpsesto a la inversa, también en herbolario, album, enciclopedia y diario íntimo. Cuando murió, su sobrino empezó a dejarse caer cada vez con más frecuencia por el viejo caserón. Extasiado ante la biblioteca, iba tomando libros al azar, y mientras avanzaba por las páginas creía escuchar al fondo, muy lejos de las tramas y argumentos, en otra habitación, por usar las palabras precisas con las que me lo dijo, bullicio en el andén, viento en las ramas, disparos, un zumbido y hasta su voz. En voz baja, leyendo, casi como un susurro. Siempre leyendo.