Ortiguera es un barco varado
José Pérez, marino durante más de 40 años, vuelve a la villa de esencia navegante y pescadora que conoció desde su lancha, hoy expuesta en tierra
José Enrique Pérez recibe sentado en un noray del pequeño puerto vacío de Ortiguera. En casa. Mirando a la mar, como casi siempre, «Pepe de Pericón» da la bienvenida a su pueblo en el lugar de las zarpas y las arribadas, donde ha vivido anclado por necesidad prácticamente desde que tiene memoria. «A los 13 ya estaba navegando, y había muchos de mi edad. Era lo que había». A los 61, tres después de jubilarse de la mar, camina por el muelle a contracorriente, remontando el tiempo hacia el día en el que salió de aquí para ser marino mercante, hacia el del regreso para cambiarse a la pesca y a todos aquellos del pescado en abundancia, la mar como alternativa casi única de futuro y «diez o doce barcos» abarrotando el pequeño puerto coañés «con tres o cuatro personas en cada uno». Fueron, en total, más de cuarenta años pendiente de las galernas y los temporales para llegar a la conclusión de que «hoy no volvería a la mar. Tal y como está la pesca ahora, no».
Su recorrido por Ortiguera terminará dentro de un rato en el Cabo San Agustín, al lado de un barco varado, pintado de rojo, blanco y azul, que fue el suyo durante 26 años y que está expuesto ahora para solaz del visitante. Se yergue elevado en medio de un jardín frente a la capilla de San Agustín y los dos faros de Ortiguera, el nuevo y el antiguo, vigilando el horizonte junto a la vieja campana traída de Cabo Mayor (Santander) que orientaba a las embarcaciones los días de niebla. El «Madre América», bautizado así para el recuerdo de la madre de Pepe, funciona como metáfora perfecta de la nueva misión de las lanchas en este lugar que ya no mira a la mar para buscarse el sustento tanto como solía. El propietario se la vendió al Principado al retirarse y el Ayuntamiento de Coaña la salvó de la destrucción para transformarla en símbolo. «Es un simple objeto material», apunta José Enrique Pérez. «Hay quien me pregunta si no me da pena, pero al final es como el que cambia de coche». Cuidará, eso sí, de que no le falte una mano de pintura o de que la grava que le sirve de base no acabe por pudrir en tierra la madera con la que no pudo la mar en un cuarto de siglo.
El «Madre América» no es demasiado grande -7,30 metros de eslora-, pero aún había barcos más pequeños en la Ortiguera marinera que añora «Pepe de Pericón». «Había pescado en pila», recuerda, de nuevo en el muelle, revolviendo en la memoria hasta volver a ver aquí a las «mujeres con la tina en la cabeza que llevaban el pescado a Boal en el Alsa, o a Navia, la plaza de abastos». O el camión que venía por la noche a cargar sardinas para la pesca de la merluza del pincho en Cudillero y los marineros despescándolas a la luz que daban las lámpara de carburo. La fábrica de conservas que hoy afea con sus ruinas el centro del pueblo «tenía igual sesenta mujeres en plantilla» y en las latas se leía «La Venecia» en un envase rojo y amarillo. Los almacenes de hoy eran entonces una fábrica de salazón y el espacio corto y estrecho que aloja el muelle de Ortiguera se veía lleno de postes de eucalipto, de «viñales» donde los marineros tendían las redes de algodón después de teñirlas en barreños de hierro con un tinte hecho con «cáscaras de pino».
«Otra vida», concede Pérez, en este mismo pueblo que fue muy diferente. Su Ortiguera estaba «casi sin edificar» y no conocía ni de oídas la vorágine urbanizadora que ha desembocado hoy en esta localidad de funcionalidad residencial y llena de viviendas nuevas recrecidas en la rasa al calor que dan los puestos de trabajo en tierra firme, de la industria papelera y lechera de Navia al polígono industrial y el Hospital de Jarrio. Apenas resisten ocho marineros en ocho embarcaciones, pero igual que Ortiguera, «Pepe de Pericón» es incapaz de resistirse a la mar y después de dudar confiesa: «Ahora tengo una lancha pequeña de fibra en el puerto de Navia y salgo algo a pescar en verano».
Como profesión, la mar ya no le sirve a él ni tanto como antes a su pueblo. Él encarna la doble tradición marinera, la mercante y la pescadora, que el tiempo le ha ido arrebatando al pequeño puerto coañés. Su camino lo hicieron muchos otros en este sitio acostumbrado a esperar a sus hijos a pie de puerto. Para Pepe, la experiencia en la mercante fue «un paseo de juventud» que se alargó doce años, incluidos siete meses a bordo de un barco liberiano que le llevó a cruzar muchos mares y a pasar la Navidad bajo una gran nevada en Vancouver (Canadá). «Ya no volví». Embarcarse era entonces tan sencillo como «ir a capitanía y solicitarlo. Te cubrían la libreta, te la firmaban y tira millas».
Así se hizo fuerte la tradición marinera que hoy se sigue recordando casi a cada paso en Ortiguera. Los esfuerzos y la mala vida forjaron la sensación de que «tampoco quisiera que un hijo mío estuviese hoy en la mar», concluye José Enrique Pérez señalando hacia un sitio muy concreto del Cantábrico desde el saliente que forma el cabo de San Agustín. «Ahí hubo por lo menos 25 ahogados». Él no, él continúa aquí por encima de las situaciones de peligro y de lo arriesgado que ha sido siempre salir al percebe. «Yo tengo un ángel de la guarda conmigo».
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