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Madreña y fesoria en Caravia l´Alta

El caraviense Francisco Llera, director del Euskobarómetro, retrata su pueblo a través de la memoria de una infancia «sencilla y feliz»

Marcos Palicio / Prado (Caravia)

Aquel niño ha hecho ya cuatro viajes al colegio en madreñas. Después del segundo ha dejado en la bocamina el almuerzo para su padre y al atardecer pasa revista a los cerezos del abuelo. Ahora que en Caravia l'Alta no está ese niño ni quedan apenas bocaminas ni da clase don Heliodoro, a Francisco Llera no le importaría desandar todo el camino y repetir. Volver a la infancia «sencilla y llena de limitaciones» de «una familia trabajadora y humilde de pueblo» en aquella Caravia minera y rural de «madreña y fesoria», de explotaciones de fluorita y manzanas, prados y pumaradas. Catedrático de Ciencia Política en la Universidad del País Vasco, director del Euskobarómetro y caraviense de cuna y militancia, Llera ve «apelotonarse» las imágenes de su pasado en casa. Era en «Caravia l'Alta», precisa, y no en Prado, porque lo que figura en los mapas como capital oficial de su concejo es en realidad el barrio en el que se encuentra el Ayuntamiento y aquí tomar la parte por el todo le suena por desusado «muy extraño y ligeramente esnob».

El catedrático propone ver su pueblo desde La Forquita y pasearlo «entre playas y acantilados»

A sus 11 años, aquella Caravia dejó de ser el hogar permanente para pasar a ocupar el lugar de las vacaciones y las visitas esporádicas, pero nunca ha dejado de estar ahí, haciendo de fondo, en la distancia. A los 11 se fue al colegio, a los 20 a estudiar a Bilbao y ahora el pueblo estirado entre el Cuera y la mar es el destino preferente de las «escapadas». La tijera de la memoria recorta y pega juegos de niños entre hórreos, «las playas de la Tuerba o la Beciella» en verano, «esbillas de maíz y matanzas del cerdo» en otoño y «las reuniones de vecinos alrededor de un buen bidón de arcinos -oricios- en invierno». Y «la recogida de la manzana y la cosecha de sidra en el llagar y las calabazas con velas cuando todavía no existía Halloween y La Forquita, el Fitu, el Pienzu, la fiesta de la Consolación…».

Hoy, tiempo a través, el niño haría entender lo que su pueblo ha sido para él enseñándolo desde arriba. Haría subir al escéptico hasta «La Forquita para ver el privilegio de la naturaleza y todo el pueblo desde el aire, pero al alcance de la mano». A ras de suelo, no descartaría «un paseo entre Morís y la Espasa por el camín real, que ahora llaman de Santiago, a la orilla de playas y acantilados». Y por si cupiera la remota posibilidad de que todo eso no fuera suficiente, el «guía» Francisco Llera tendría preparada la alternativa de «subir a Babú y el Picu Pienzu por el sendero de la biesca, que sale de Casa Julia, al lado de las antiguas canteras de Piepotru y, por supuesto, ascender hasta el Fitu desde el pueblo por detrás del Picu'l Castru».

Todo eso sin dejar pasar «un buen paseo, un partido de lo que sea, un baño o tomar el sol en las playas de Morís, la Tuerba, la Beciella, el Visu, Moracey o la Espasa y pulpear por los pedreros o caleyar entre prados y pumaradas». Manda la naturaleza, sí, pero el retrato estaría incompleto sin otra Caravia «semiurbana» que permite «disfrutar de la arquitectura tradicional». Ésta, avanza el politólogo asturiano, ofrece «muy especialmente las casonas de indianos o el palacio de Cutre», una construcción renacentista de principios del siglo XVII que se levanta en una gran finca, «Las Mieres», junto a la iglesia donde sermoneaba don Wenceslao, el cura, otra de las personas que al decir de Llera marcaron su infancia en Caravia. La memoria apresurada lo rescata a él además de a don Helidoro, «mi maestro», y a «mi familia y los amigos de la infancia».

Son todas alternativas a la imposibilidad de deshacer la ruta y regresar a la infancia sin tamizarla a través de los recuerdos, las imágenes y las emociones del adulto que vive y trabaja en Bilbao. Entre clase y clase y estimación electoral y estudio de opinión, el director del Euskobarómetro confiesa que también le agrada la gran ciudad y que Caravia es un decorado permanente al que la vida no permite mirar demasiado de cerca, pero que sería el lugar que «posiblemente» escogería para vivir «si fuera docente en Oviedo o Gijón» o, en todo caso, «para retirarme». No está mal, dadas las circunstancias, escaparse  «siempre que puedo» hasta este lugar a medio camino entre el Sueve y el Cantábrico, porque, «afortunadamente, aquí tengo a mis padres, mi casa, mis pumaradas... Y la gastronomía, porque no debe olvidarse que en Caravia es buenísima y para todos los bolsillos», cierra con un reclamo para convencer al resto del mundo de las excelencias de su pueblo desconocido.

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