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El futuro no es lo que era

La villa que se ganó el porvenir inventando un modelo de vacaciones en el campo reivindica su vigencia, pero pide atención a su entorno agrario en declive, porque «no puede haber turismo rural sin medio rural»

Marcos Palicio / Taramundi (Taramundi)

En su tienda de la plaza del Poyo, Antonio Fernández y María del Carmen Santamarina no van a permitir que el cliente se vaya sin aceptar de regalo una navaja de Taramundi. Son la cuarta generación de propietarios de este establecimiento imposible de clasificar, mezcla de la tienda-bar bien surtida de toda la vida con la moderna de souvenirs, y a su alrededor la mercancía más heterogénea se apila en el suelo, cuelga del techo y esconde lo que fue la barra del chigre. Además de alimentos y bebidas, hay cuchillos y navajas tapando el escaparate y, dentro, de todo por todas partes, también pequeñas gaitas para turistas, cencerros y camisetas de recuerdo, linternas, espátulas, sacacorchos y unos gomeros lustrosos que ponen «Taramundi». Casa Vicente, igual que Taramundi, vende lo de siempre y mucho más, pero de otra manera. Su escaparate y los de los comercios que lo rodean son un espejo para ver lo que ha sido de esta villa pionera en rentabilizar la tradición artesana empaquetándola en turismo rural, de esta población especialista en comercializar su pasado con instrumentos de futuro y muy interesada en hacer bandera de la satisfacción del cliente. Mari Carmen y Antonio cuentan que se marcharon de aquí hace treinta años, cuando todavía su pueblo no había inventado un modelo propio de vacaciones en el campo y parecía, con razón, que aquella aldea de campesinos y artesanos se perdía para siempre por los caminos oscuros de todo el Occidente agrario huérfano de oportunidades. Pero el «milagro» taramundés ha conseguido que al final todos, ellos y Taramundi, hayan cambiado de sentido. La villa progresó, ellos regresaron y están otra vez en casa. Viven ahora, eso sí, «más del turista que de la gente del pueblo», tanto del souvenir como de la alimentación desde que el turismo rural asturiano nació hace casi exactamente un cuarto de siglo ahí arriba, en La Rectoral, en ese hotel que al salir de la tienda enseña su cristalera vigilante desde un alto detrás de la torre de la iglesia.

Eso que aquí se llama «espíritu de 1986» devuelve a Taramundi al año de su renacimiento, a aquella aventura aparentemente descabellada de hacer un hotel de cuatro estrellas en la casa rectoral de un pueblo escondido en el occidente montañoso de Asturias, sin suministro estable de electricidad hasta cuatro años antes y a varias horas de viaje en el tiempo desde el centro de la región. La sustancia de lo que pasó después, la iniciativa privada arropando a aquel primer movimiento que sólo era posible con capital público, se explica en pocas palabras a la salida de Casa Vicente, en la leyenda de una placa que está dentro del tronco hueco de un roble, o de lo que queda de él. Es el «Carballo de Poyo», un viejo árbol centenario, «testigo de la historia de nuestro pueblo» y convertido en símbolo de su supervivencia, objeto de una intervención escultórica visiblemente contemporánea con la que, dice la placa, «queremos, sin olvidar el pasado, apostar por el futuro».

La cuestión, no obstante, consiste ahora en averiguar qué es el futuro en Taramundi en el año 2011. La villa tiene hoy más habitantes que en 2000 -219 frente a 202-, supera también su cifra de 1991 y configura un caso casi insólito en el Occidente que sólo comparten en la comarca otras seis capitales de concejo, pero también ha crecido a costa de vaciar el entorno agrario de su municipio. Progresa la capital, mengua el concejo -de 906 a 733 en este siglo- y eso, que es relativamente común en Asturias, se hace significativamente peligroso al llegar a Taramundi, un sitio donde no hace falta explicar que «no puede haber turismo rural sin medio rural». Juan Carlos Quintana es artesano cuchillero, enseña su oficio como ha sido siempre en su museo de Pardiñas, a un kilómetro escaso de la villa capital taramundesa, y escuchó esa frase en el congreso que celebró hace poco aquí el vigésimo quinto aniversario del alumbramiento de La Rectoral y del «modelo Taramundi». He ahí, enlaza, el gran problema «que tendremos que intentar resolver entre todos, porque si apostamos únicamente por el desarrollo del turismo y dejamos que los territorios de cultivo se conviertan en montes», va a quedar sin sentido aquella opción por la inmersión del cliente en el territorio, aquella «experiencia vivencial» que no engaña al que viene a por turismo rural y encuentra campo real. El impulso ideal es el que empuja los dos sectores a la vez, sigue Quintana, perfeccionando la oferta vacacional sin arrinconar la actividad agraria «con un enfoque novedoso, porque a lo mejor la tradicional no tiene futuro, pero puede que sí otras alternativas, como la producción ecológica, los pequeños frutos o las posibilidades de sacar rendimiento a los bosques manteniendo el entorno natural». El «espíritu del 86» aún colea en 2011, confirma el artesano. Siguen vivos los principios fundamentales que inspiraron aquel salto sin red hacia las vacaciones como alternativa para la supervivencia de un pueblo «que desaparecía». Persisten los restos de aquella iniciativa privada que se dejó arrastrar por el primer empujón de las instituciones, pero «hay que innovar para seguir estando delante», nada de alojamiento y senderismo sin más condimentos. «A veces da la sensación de que nos vamos conformando y debemos ser capaces de volver a tener la visión del 86».

De momento, no obstante, Taramundi todavía aprovecha su ventaja, la superioridad esencial del que ha sabido verlo primero. Llegó al turismo antes que sus competidores y eso aún se nota en esta villa que en la que hoy, calle del Cerezo y calle Mayor abajo, unos pocos pasos bastan para calibrar el alcance de la transformación de un pueblo campesino aislado en el paradigma del descanso en el campo. A ambos lados, en apenas cincuenta metros, el paisaje urbano contiene tres hoteles, dos apartamentos y una tienda de artesanía y souvenirs. La villa ofrece en total camas en otros tres hoteles aparte de La Rectoral y en cinco establecimientos más entre el casco urbano y su entorno más inmediato, unas 120 plazas que son 306 en todo el municipio. En la misma plaza del Poyo conviven el Comercio Nuevo, que no es tan nuevo y también vende de todo hecho a mano, y la tienda de mucho más que jabones artesanos que se ve enfrente. El desarrollo del sector turístico y de sus aledaños -sobre todo aquí ese pasado redefinido en la promoción de la tradición artesana- ha otorgado a este pueblo mejores alternativas que a otros del entorno para dejar alguna población joven en la villa y la experiencia propia lo puede certificar por la boca de Susana Martínez Quintana, presidenta de la Asociación Núcleo de Turismo Rural de Taramundi (Anturta), hija, bisnieta y tataranieta de artesanas tejedoras, madre de dos niños y propietaria de comercio de alimentación y artesanía, apartamentos y museo del telar. Ella sabe que de no haber sido por el desarrollo insólito de esa área de actividad que da cuerda a la villa «muchos jóvenes tal vez no estaríamos aquí» y que su crecimiento tiene más de un padre y una madre.

Los indicadores que orientan en los cruces de Taramundi dirigen hacia Esquíos, taller de forja y museo etnográfico; al conjunto de Os Teixois y sus ingenios hidráulicos, al museo de los molinos de Mazonovo, al de la cuchillería tradicional, al del telar y al castro. No hace falta más. César Calvín, gerente de Pantaramundi, una empresa que lleva aquí desde 1970 y vende ya mucho más que pan, confirma que «el corazón del gran cambio de 1986» sigue palpitando en todas esas pruebas que dan fe de que mucha gente entendió el concepto: «Al turista hay que entretenerlo, darle actividad, y aquí debemos felicitar a mucha gente que aportó capital privado para componer toda esta oferta cultural». «El visitante necesita tener una actividad complementaria que le ayude a pasar sus vacaciones aquí», apostilla Susana Martínez llevando la voz de los protagonistas de toda la vida. Asiente Roberto Rey, que ha venido de fuera y tiene adónde ir a comparar desde que cambió la comarca de Picos de Europa por la cocina de La Rectoral de la mano de Arcea, la empresa concesionaria de la gestión del hotel desde hace dos años. A él, asegura, le sorprendió «una implicación de la gente que no se ve en otros sitios, grandísima», y una preocupación por cómo se siente el cliente al marcharse elevada a la categoría de hecho diferencial. «Aquí no hay prisa», confirma señalando el «caracolín» del movimiento del disfrute tranquilo que inspira la filosofía «Slow food» y que está impreso sobre la señal del aparcamiento de La Rectoral. Casa a la perfección con el «modelo Taramundi», afirma: «Una vez estuve cinco horas para comprar una navaja; compré una y me regalaron otra».

De la proximidad humana a la «lejanía psicológica»

En la avenida de Galicia, la que sale de Taramundi y de Asturias por Mousende y aloja la Casa de Cultura, el centro de salud y la nueva residencia de ancianos -quince empleos, veinte plazas-, una mirada en derredor persuade de que en la villa «se están construyendo casas y se venden». Trinidad Suárez, técnica del programa de integración social de mayores «Rompiendo distancias», que en parte nació experimentalmente aquí en el año 2000, descubre un fenómeno insólito cuando se mira desde fuera y que, visto desde dentro, resulta de la múltiple concatenación de factores que configuran juntos el despoblamiento rural, esos jóvenes que aquí a veces sí se quedan y un puñado de «nuevos pobladores» románticos que resumen la certeza de que aún hay quien percibe «que Taramundi tiene futuro y posibilidades de avanzar. Hay gente que llega preguntando qué tiene que hacer para venir a vivir aquí». Y ella, que habla con los mayores, escucha que «ahora también ven el futuro, además del pasado». Y Nemesio Rodríguez Corveiras, 84 años, de Mazonovo y presidente de la asociación de la tercera edad del concejo, celebra cierta cohesión social mientras lamenta el envejecimiento rural y pide «emprendedores jóvenes» que amplíen la labor del pasado.

En el pasado, el socialista Eduardo Lastra, recién reelegido, ya era alcalde de Taramundi cuando en 1986 un estudio del Consejo Superior de Investigaciones Científicas aconsejó un hotel de lujo en el medio rural restaurando la vieja rectoral del siglo XVIII, cambiando los curas por turistas pudientes y gestionándola con una sociedad participada por el Gobierno del Principado, el Ayuntamiento y los vecinos. Lastra conviene que el cuarto de siglo le ha sentado bien a su pueblo gracias en buena medida al rotundo acompañamiento privado que tuvo aquel primer paso desde lo público. Aquí y ahora, el autoempleo del turismo y la artesanía aún da de comer en exclusiva a muchas más personas que en el resto de los concejos del entorno, pero también él asegura que, incluso en Taramundi, la actividad turística está muy lejos de ser «la única solución para el mundo rural».

La consolidación del modelo, su actualización a la realidad compleja del campo en el siglo XXI, cuelga entonces al menos tanto del sector primario como del turístico, concede el regidor taramundés. «Es fundamental que exista industria agroalimentaria, artesanía y esa otra cosa que consigue que los prados estén segados y los montes cuidados, porque si eso se pierde, la turística es la primera actividad que se va a resentir». El porvenir reside pues al menos tanto en los hoteles como en la ganadería nueva, en las facilidades para la agricultura innovadora como en La Cuchillería -una empresa mixta con ocho empleados-, en la quesería artesanal que ahora ocupa en solitario los terrenos del polígono industrial de la salida de la villa, en la empresa de viajes en autobús Taramundi Tours, en el pan de Taramundi o en todo lo que pueda venir a empujar. Pantaramundi, por ejemplo, ya estaba en la villa antes de 1986, Horacio García fundó la empresa en 1970 al regresar de Cuba, y además de pan y repostería ya vende miel, tiene una cafetería en el centro de la villa y doce empleados en Taramundi, 28 sumando a los que trabajan en el polígono de Asipo. También ha cambiado al ritmo de la evolución de la villa, también ha crecido desde aquel principio con «una furgoneta vieja» que evoca César Calvín y ha ascendido algún peldaño al rebufo del «efecto Taramundi».

De aquel renacimiento han pasado 25 años y el futuro pide otro «crecimiento equilibrado». No hay nada que hacer contra la estacionalidad, eso que también aquí ralentiza el turismo fuera de las temporadas altas, pero sí para desactivar esta otra dificultad que se llama «distancia psicológica» y que a veces «importa más que la física». Taramundi, asegura Trinidad Suárez, «todavía se asocia hoy con el aislamiento, aún me miran a veces como si viniera de un planeta extraño, aunque luego lleguen y se sorprendan de la cantidad de servicios que tenemos». En más de una ocasión, Leticia Naveiras, recepcionista en La Rectoral, se ha sorprendido respondiendo a la pregunta de la clientela: «¿Llegan los coches hasta el hotel?».

La inercia del primer impulso y el triunfo del «hecho a mano»

A Juan Carlos Quintana siempre le gustó «el trabajo manual» y además nació en el mejor lugar para quedarse a vivir de lo que fabrica con sus manos. Tenía en casa el taller de cuchillería de su bisabuelo y todo sucedió como por inercia. Después de perfeccionar la técnica en un centro de formación, Quintana enriqueció la manufactura artesana de navajas y cuchillos montando un museo con tienda en el que ahora se hacen y venden unas 5.000 piezas al año y se recibieron en 2010 más de 8.000 visitas. El museo, con sus tres años de vida, «está empezando y le falta mucho trabajo por hacer», asegura Quintana, que acaba de incorporar al espacio expositivo la réplica de un taller hidráulico, accionado por la fuerza del agua. Su negocio, que funciona movido por un equipo de cuatro personas, distribuye cuchillos y navajas de Taramundi en Taramundi y en Asturias, pero también por «Galicia y León, Madrid,  Sevilla y hasta Albacete», capital nacional de la cuchillería. El promotor no se arrepiente: «La cuchillería engancha, será por el fuego».

No es un caso aislado en Taramundi ni por la dedicación vocacional ni por el modelo de gestión privada del museo. El concejo mantiene 33 trabajadores de la navaja en 12 talleres -fueron 230 en el siglo XX, calcula Quintana- y además, hoy, otros artesanos de tradición familiar, jóvenes con descendencia que gracias a la inercia del primer impulso turístico han podido decidir quedarse. El museo del telar coincide con el del cuchillo en el sustento particular, más o menos en la antigüedad, cuatro años, y en el origen, porque Susana Martínez Quintana ha heredado por línea materna la inclinación a enseñar el oficio que ejercieron aquí sus antepasadas, «de mi tatarabuela a mi madre». En este municipio de tradición artesana, donde aún se fabrica y se vende artesanía, «llegó a haber unas trece» tejedoras. «Quedamos nosotras».

El Mirador

Propuestas para mejorar el futuro

_ El polígono

Los 13.000 metros cuadrados del área industrial de Taramundi, en una ladera desmontada frente a la capital del concejo, están a punto de empezar a vender sus catorce parcelas subdivisibles. El alcalde, Eduardo Lastra, confía en que sea un empujón «para que los emprendedores del concejo puedan montar o trasladar sus negocios». El polígono está donde ya estaba la nave de la quesería artesanal de Taramundi y Juan Carlos Quintana, artesano cuchillero, pide que su espíritu se contagie, que el espacio industrial promueva empresas «interesantes para todos, sobre todo agroindustrias».

_ El saneamiento

El concejo tiene pendiente el fin de las obras del colector general, al decir del Alcalde «una de las más importantes por la inversión y porque va a resolver los vertidos poco controlados al río» de la capital y de todo el valle que llega hasta el límite con Galicia.

_ La banda ancha

La certeza de que «un acceso rápido a internet te pone en el mundo» anima a Juan Carlos Quintana a exponer la sensación de que para vender turismo desde la aldea es importante poder hacerlo «en igualdad de condiciones con el resto del universo». La fibra óptica ya llega a la capital, afirma el Alcalde, y está en proyecto «la extensión de la banda ancha a través de una red wimax», importante para la venta turística y para atraer empresarios al polígono.

_ La artesanía

Taramundi escora su oferta turística hacia la artesanía, pero «carece de un lugar donde formarse en estas actividades», lamenta Trinidad Suárez, en parte porque el Centro Regional de Artesanía de Bres encalló en la suspensión de pagos de la empresa que debía ejecutar el proyecto. «Tendría que haber estado listo en enero», afirma Lastra, que espera desbloquear la obra a tiempo de no perder las subvenciones y de instalar siete talleres de artesanos con otros tantos empleos, «y no sólo de cuchillos y navajas, también de cerámica, cristal o madera».

_ La autovía

La comunicación ha mejorado mucho en Taramundi, pero el fin de la obra del corredor transcantábrico «ahorraría más de media hora», destaca Roberto Rey, y sobre todo ayudaría a disminuir la sensación de «lejanía psicológica» que todavía afecta a la villa.

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