Aquellas primeras piedras

La escritora Esther García explica los motivos de su vinculación con la villa, que tiene, dice, «las ventajas de una ciudad y la tranquilidad de un pueblo»

Marcos Palicio / Piedras Blancas (Castrillón)

Esther, la hija de Esther, se echó a llorar cuando su madre la despertó al pasar el indicador de entrada en Piedras Blancas: «Mamá, aquí no hay sol». Era 1981 y la capital castrillonense recibía con un día «gris de cielo plomizo», el otro extremo de los que acababan de dejar en Barcelona. A la madre, una valdesana que apenas conocía aquella Asturias, le había gustado. No le desagradó «a primera vista» aquella villa todavía no muy grande ni muy urbana, que aún tenía sin confirmar las «posibilidades de expansión» que se le adivinaban y que era la que a ella le había correspondido en el reparto de plazas docentes para volver a dar clase en casa después de nueve años ejerciendo en Cataluña. Había pedido también Oviedo, Candás, Avilés o Naveces, pero el destino la dejó en Piedras Blancas. Unos días después de aquel primer impacto, a las puertas de las aulas prefabricadas del Colegio José Luis García Rodríguez, en Campiello, «detrás del cuartel de la Guardia Civil», esperaban a María Esther García López 36 niños de tercero de EGB, «muchísimos» para los que se ven ahora incluso en esta capital de población insólitamente joven.

Con ellos empezó todo hace treinta años, cuando la maestra todavía no había empezado a publicar lo que escribía y aún veía prados y varas de hierba desde la ventana de su casa en la calle Ramiro I. Allí apenas hay ya nada más que edificios. Hoy, aquella pequeña población en tránsito desde lo rural se ha ensanchado hasta convertirse en esta villa urbana «con las ventajas de una ciudad y la tranquilidad de un pueblo» y aquella profesora recién llegada ha editado más de treinta títulos de didáctica e investigación etnográfica y lingüística y literatura en asturiano y acaba de estrenarse como concejala de Cultura del Ayuntamiento de Castrillón. Todo esto ha cambiado mucho.

María Esther García López, natural de La Degollada, en la comarca valdesana de La Montaña, tiene el corazón dividido entre la mitad que tira hacia Valdés y ésta que se siente plenamente castrillonense. Su apego a la capital del concejo tiene algo que ver con este entorno urbano tranquilo casi pegado al mar y al silencio verde de su alrededor y mucho con la relación que García estableció pronto con «los alumnos y sus familias. Fueron ellos quienes me llevaron de la mano por aquella pequeña ciudad que empezaba a abrirse nuevos horizontes». Al ritmo que marcaban ellos, fue descubriendo una población «unida por la cultura» en la que su colaboración en la promoción de las actividades formativas y de ocio que organizaba la Casa de la Cultura «me unieron al pueblo como si hubiera nacido en él». Eso, dice, es especialmente cierto aquí, en esta villa joven en todos los sentidos, que lo es a la vez por su nacimiento reciente y por la edad de muchos de sus habitantes, en este lugar que la escritora ha conocido y visto crecer en contacto con los niños. «La profesión docente es un oficio vivo», confirma Esther García, que «a mí me ha abrazado a este lugar». El regreso al presente obliga a remontar el tiempo a través de aquellos tres primeros cursos de clases en el García Rodríguez, de los trece en el Colegio de El Vallín y catorce en el IES Isla de la Deva. La profesora jubilada reconvertida en concejala, que desde que llegó ha visto nacer dos colegios y el instituto, mira por el retrovisor y echa de menos sobre todo aquella «relación tan íntima con los alumnos» y esa certeza que ella ha adquirido con el tiempo y que dice que son ellos los que «todos los días te enseñan algo a ti. Te aportan alegría, juventud, vida, ganas de vivir...».

Por eso en los paisajes de la villa que resisten mejor en la memoria de la maestra aparecen por casi todos los rincones sus alumnos. Si hay que escoger un espacio físico especialmente evocador, emerge la escritora y selecciona el parque de la Libertad, uno de los varios de esta población con variedad de zonas verdes de expansión urbana. Entre todas, García se decanta por ésta, que «me trae muy buenos recuerdos de la infancia de mis hijos, que me huele a verde y me devuelve el sonido del "ruxi-ruxi" de los árboles». El recorrido de la memoria nunca dejaría sin contemplar, en la plaza de la Constitución, el «Tubo enamorado», la escultura muy vertical de Ignacio Bernardo que ocupa el centro del espacio con dos cuerpos de hierro fundidos en uno. Esther García trabaja con una reproducción de la obra a sus espaldas en el despacho de la concejala de Cultura y le ha dedicado uno de los relatos de su último libro, «A la gueta l'amor»: «Amor desnudu, inalterable, amor de fierro, amor ensin torgues...». «No puedo desligar lo que escribo de mi entorno», confiesa la autora, que distingue las inspiraciones distintas de los dos lugares a los que se refiere su vida, «el influjo del concejo de Valdés ha sido tal vez más grande en la poesía y los relatos, el de Castrillón por las veces que lo pateé para mis trabajos de campo».

Mirando a su alrededor en el centro de Piedras Blancas, la escritora valdesana adoptada en Castrillón agradece el ensanche urbano «armónico y controlado» que, a su juicio, ha experimentado la villa. García no ve «edificios que chirríen» o desentonen en el paisaje urbano de esta «ciudad joven» con su muestrario de servicios, de esta villa tranquila de «espacios abiertos y calles anchas, muy limpia y con mucha juventud. Y donde hay juventud, hay alegría».

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