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Al calor del invierno en Salinas

Gaspar Llamazares, portavoz de IU en el Congreso, revive su infancia y adolescencia en una villa de vacaciones que él prefería cuando la vaciaba el frío

Marcos Palicio / Salinas (Castrillón)

De las dos, porque la villa ya eran dos en los sesenta, el niño escoge sin vacilar el pueblo del invierno, aquél que sin veraneantes se vuelve «libre» y «misterioso», diferente. Mejor que la Salinas llena de forasteros es ésta «casi salvaje» en la que los jóvenes de aquí entran «a jugar en las pistas de tenis sin terminar de alguna casa», se inventan aventuras fantasmales que ocurren en los patios o callejas vacías y se descalabran en carreras de bicicletas por avenidas semivacías. «La del verano era otra cosa». A Gaspar Llamazares Trigo, que nació en Logroño pero es de Salinas, le gusta más esta otra población en la que campan a sus anchas y sin estorbos los amigos de todo el año. La del calor humano y la libertad. Es de Salinas porque llegó siendo muy pequeño, a los dos años, siguiendo a su familia cuando el padre, médico, «iba de plaza en plaza, como los militares» y paró aquí después de Torre del Bierzo, dos destinos en Álava, Villamanín (León) y Rioseco (Sobrescobio). El destino los detuvo definitivamente en este rincón de veraneo clásico frente al Cantábrico, en un edificio de tres pisos en el número 13 de la calle Galán que tenía la consulta en el bajo y ya sería para siempre su casa.

El político asturiano, también médico de formación, ex coordinador general de Izquierda Unida y hoy portavoz de la coalición en el Congreso de los Diputados, nació en Logroño cuando su padre ejercía en Laguardia, capital de la Rioja alavesa, pero apenas recuerda más apego que el que ahora, periódicamente, le devuelve a buscar recuerdos a las calles de Salinas. En concreto a una aparentemente insignificante que, sin embargo, con el tiempo, es la primera imagen que proyecta en la memoria la mención de aquella villa de la infancia con su doble vida y el encanto de su vacío invernal. La vía, «casi un callejón», «pequeñita y peatonal», «va de la calle Galán a la zona de la escuela nacional y del instituto», hoy la biblioteca pública, y era entonces «la de los niños corriendo con las carteras», «mi camino desde casa hasta la escuela». Salinas es el escenario permanente casi desde que alcanza el recuerdo hasta que entregó el relevo a la Facultad de Medicina de la Universidad de Oviedo. Llamazares se recuerda fantaseando sobre una casa «hechizada» y llena de misterios similares a los que entonces resolvían «Los cinco» en las novelas de Enid Blyton, buscando casquillos de bala en las trincheras que quedaban de la guerra en Pinos Altos o dominando la calle con la bicicleta de piñón fijo. Al fondo aparecerá pronto también la playa, ese «otro gran lugar», grande por la longitud y la intensidad de los recuerdos, que vive en la memoria del político incluso desde un tiempo «antes de la explosión del turismo playero» en Salinas. El larguísimo arenal de El Espartal permanece fijo en algún recodo de la memoria de Llamazares ocupado con «unas tiendas cuadradas, cubiertas de tela blanca para que se cambiasen las mujeres que no he vuelto a ver desde entonces» más que, tal vez, «en alguna película de Visconti». «Están asociadas a un tipo de bañistas perdido a principios del siglo XX, pero yo las recuerdo en Salinas», remata.

Estaba también el balneario ya pegado a la carretera, junto a La Peñona, y de vez en cuando la arena se retiraba y dejaba a la vista los restos del antiguo, informando de que había estado metido en la playa. A salvo esos y otros pequeños detalles, la Salinas que el diputado visita hoy «no es muy diferente» de la que dejó el adolescente para marcharse a la Universidad, primero, y a seguir los impulsos de su carrera política, después. «Ha cambiado porque ha crecido y se ha hecho más populosa», confirma. La evolución más evidente es «demográfica y de composición», «no tanto por el turismo, porque Salinas ya cambiaba radicalmente del verano al invierno, ya existían cuando éramos niños las grandes peleas con los veraneantes y el "odio africano" a los de Madrid. Ya había una gente que nunca estaba en invierno» y otra, distinta en la percepción de un niño, formada por los habitantes permanentes y los compañeros de las escuelas nacionales, hijos de trabajadores de la Real Compañía Asturiana de Minas, de Ensidesa, de Asturiana de Zinc... «No es por dar una explicación de clase», afirma, pero aquel adolescente sí percibía una cierta polarización entre «los veraneantes ricos con motos, que hacían que se nos cayera la baba cada vez que veíamos una Montessa o una Torrot, y los otros que éramos de allí, de Salinas, de Arnao, de Raíces Nuevo...»

El despertar progresivo de aquel niño a las realidades del adulto reconoce un escenario básico en las escuelas nacionales y el instituto y también puede identificar a quienes lo hicieron posible. Por un lado, rememora, estaba don Manuel, maestro mutilado del bando republicano que tenía «una enfermedad que le hacía dormirse en clase, de pie», pero que sobre todo descubrió al alumnado «la sorpresa de que había habido una guerra». «Siempre decía que pudiendo haber sido un caballero mutilado había escogido ser un jodido manco. Era todo un personaje». Al calor de esas sentencias, en un lugar de ideología «aparentemente neutra» nació y creció un ideario que en el instituto, revive Llamazares, abonaron también en otra etapa «los Fueyo, una pareja que daba clases de química y además de buenos profesores fueron los primeros que aparecieron con ideas progresistas en un sitio tan teóricamente apolítico como aquél». Para entonces, llegada esa fase en la que el adolescente está «más atento a lo que pasa» y se da cuenta de que «hay gente que te explica las cosas de una manera determinada», Gaspar Llamazares escoge una carrera científica y una vocación política. En parte, reconoce ahora, por la influencia de aquellos profesores y de la infancia y la juventud en el mundo doble de una villa de veraneos de postín.

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