Resucitar es volver a la mina
Arnao, villa industrial de población declinante, observa con curiosidad y esperanza el cambio de sentido que le anuncia la apertura para usos turísticos de su explotación de carbón submarina
Al fondo de la galería, abovedada y enladrillada, penumbrosa, se abre una puerta marrón de hierro que deja paso a la luz y deposita al visitante en la misma playa de Arnao. Deslumbrado por la mar, Fernando Fernández explica que es de Boo (Aller), la tierra de honda tradición minera que sufrió «el mayor accidente de Asturias», pero que jamás había visto una mina como ésta. Ahora vive en Arnao, el pueblo que germinó alrededor de la explotación, y preside su asociación de vecinos, «La Xente», pero acaba de ver de otra manera este intrincado enredo de galerías recién restauradas, cien metros de laberinto entibado con ladrillos, iluminado ahora con modernos focos incrustados en el suelo, junto a las paredes, que más abajo sigue bajo el mar y tiene su obra de recuperación prácticamente finalizada después de un año y tres meses de trabajos para que pronto pueda recibir visitas. El antiguo pozo está aún cerrado al público, pero a punto de reabrirse como atracción turística, a un paso de resucitar para tratar de volver a ser, de otro modo, lo que ha sido siempre, el fundamento y el «centro» de Arnao, la razón de ser y el propulsor de todo lo que ha pasado aquí desde que fueron este yacimiento de carbón y sus secuelas industriales de manufactura de cinc las que dieron a luz al peculiar poblado fabril castrillonense.
La bocamina se ha abierto al borde del Cantábrico. El visitante acaba de dejar atrás las tripas de la vieja mina de Arnao, el «pozu güelu», la decana de las explotaciones de carbón documentadas en España, la primera que empleó el ferrocarril, desde 1836, y la única que prolonga su trazado por debajo del mar. Aunque de momento no se podrán visitar, la explotación tiene abajo al menos cuatrocientos metros de galerías subacuáticas que se adentran unos seiscientos metros aguas adentro en una obra colosal de comienzos del siglo XIX que Pablo Araújo, responsable municipal del proyecto de restauración, no se ve capaz de imaginar mirando desde el XXI. La mina submarina, desde dentro aún se puede oír a lo lejos el batir de las olas, se arregla para volver a ser promesa de prosperidad para este pueblo vivo que tenía una mina muerta, que está cerrada desde que se anegó y suspendió la extracción el 12 de septiembre de 1915 y ahora, previsiblemente, volverá a la vida. A otra vida, justo cuando hayan pasado 96 años casi exactos y a partir del mes que viene, o eso esperan aquí, empiecen a inundarla los turistas.
Hoy, en Arnao, el resplandor que se filtra por la puerta de hierro que va a dar a la mar es la luz al final del túnel. Textualmente. La oportunidad para que este pueblo vuelva a vivir de su mina. Igual que ayer, el pozo es la esperanza. Como siempre. Porque casi todo lo que se vea desde aquí y hasta que se termine Arnao, confirmará pronto José Manuel González, «Pepe Imera», es obra de la Real Compañía Asturiana de Minas, aquella empresa con capital belga que empezó en 1833 a explotar el carbón submarino de Arnao y construyó, literalmente, este poblado fabril atípico, de casas con corredor y dos plantas, con cierta reminiscencia rural, sin nada que ver con el modelo habitual del pueblo obrero. La RCAM, que simultaneó la extracción con la manufactura del cinc, es el antecedente inmediato de Asturiana de Zinc, la compañía propietaria de esta factoría que todavía hoy está incrustada en las calles del pueblo y que comienza detrás de la barrera que cierra el paso junto a la garita acristalada del vigilante, al otro lado de esta calle principal que se llama, cómo no, La Fábrica. «Todas las casas las construyó la Real Compañía», confirma Imera, que trabajó para ella. La empresa hizo las grandes y las pequeñas, igual las pocas privadas que siguen alojando a trabajadores de la factoría que las abundantes públicas que, como la mina, se han reciclado y mudado de uso. En este lugar de arquitectura obrera con aire rural, donde «apenas intervino nunca el Ayuntamiento» y la RCAM era propietaria hasta de la carretera, los muros de algunas casas están hechos del mismo ladrillo macizo que las galerías del pozo y los tejados son de cinc, por razones obvias. El pueblo apenas ha modificado su fisonomía «desde el 36». «Se hicieron tres chalés, el edificio de los laboratorios de la Real Compañía y los garajes del parque. Nada más», enlaza Imera. Arnao, sin demasiado espacio físico por donde crecer, sigue siendo en apariencia el mismo poblado crecido al ritmo que marcó la poderosa industria de la comarca de Avilés, pero ya no gira todo en torno a la factoría, ya lo que hubo no es lo que se ve. Aquí, Sonia del Valle todavía dice «voy al economato» cuando se encamina al supermercado de una cadena nacional que ocupó su espacio junto al parque. Aquí hoy la casa del director de la empresa es una residencia de ancianos, el hospitalillo un chalé y el campo de fútbol de La Mina, frente al castillete y la playa, ha dejado paso a un aparcamiento. La vieja casona de la familia del director, aún en ruinas, espera el tiempo de rehabilitarse y abrirse como restaurante y en las vetustas escuelas de ladrillo visto del Ave María, orgullo de los lugareños, ya no hay clases, se han transformado en un centro de formación gestionado por el sindicato CC OO. Todo es obra de la Real Compañía, que ahora tampoco es eso sino Asturiana, para dar servicios a sus trabajadores. Todo sigue aquí, pero a su manera, como la mina. Arnao sigue siendo diferente, un pueblo fabril que no lo parece y un castillete que parece la torre elegante de una casa noble del XIX.
En el poblamiento disperso retirado de la costa que da forma a Arnao se percibe pronto que aquella fábrica remolca menos y que en la villa, al decir de Omar Suárez, «antes todo el mundo estaba vinculado con la empresa de un modo u otro; ahora, no tanto». Por la vocación y el gusto de quedarse aquí, él va y viene a diario a trabajar a Arcelor y no es el único. Cada vez quedan menos que se acuerden de cuando la Real Compañía tuvo 3.500 empleados y Arnao algunos más de los 177 habitantes que le asignaba la cifra oficial del año 2010. En lo que va de este siglo, la villa castrillonense ha descendido por debajo de los doscientos -eran 204 en 2001- y aunque apenas haya cambiado físicamente en décadas, por dentro la historia es diferente. Hay jóvenes que se van a buscar vivienda abundante y asequible en el poderoso entorno urbano -Piedras Blancas, Salinas, Raíces, Avilés...- y un paseo por la quietud del pueblo no encontrará una tarde de verano demasiadas casas vacías, pero sí varias ventanas de las que cuelgan diversas modalidades de carteles de «se vende».
Por eso importa tanto resucitar la mina, emprender ese camino de regreso al pasado de Arnao para ganar su futuro. Para eso están el eslogan acuñado por la alcaldesa de Castrillón, Ángela Vallina -«del pasado de un pueblo se saca su futuro»- y esta transformación que activa la esperanza de vida. Antonio González, pixueto, regenta el que ha sido siempre, y van cien años, presume, el único chigre de la localidad, éste que primero fue Casa Chupa, desde la posguerra civil Casa Gilo y ahora El Yantar de Tony o Sidrería Arnao. Él se dice persuadido de que «la mina va a pegar un buen tirón a Arnao y a Castrillón» si se sabe vender. La promoción es, según una versión que gana adeptos en el pueblo, la condición indispensable de un proyecto que debe saber rentabilizar una inversión de cinco millones de euros, repartidos, por cierto, entre el Ayuntamiento de Castrillón y los fondos Feder de la Unión Europea sin un euro del Gobierno del Principado, se queja la regidora castrillonense. No basta con abrirla, viene a decir Fernando Fernández, «deberían aprovechar el tirón que tiene la comarca de Avilés desde la puesta en servicio del centro cultural Oscar Niemeyer y promocionarla por ahí, incluir la mina de Arnao en un circuito turístico con el Museo de Anclas de Salinas, con los atractivos naturales o, por citar sólo algunos recursos de la zona, con los restos del castillo de Gauzón», en el peñón de Raíces, en cuyo taller de orfebrería se recubrió de piedras preciosas la Cruz de la Victoria en el siglo VII. La historia reciente y moderna y el potencial del turismo de raíz cultural dan para llenar más de una ruta y esto, enlaza Omar Suárez, «tampoco va a ser Hollywood de hoy para mañana, ni falta que hace, pero Castrillón y Arnao van a tener una oportunidad muy buena si saben venderlo. El único problema es que la gestión está en manos de los políticos, pero la expectativa está ahí. Si damos dos pasos hacia delante y uno hacia atrás, por lo menos habremos avanzado uno», remata.
Es la esperanza de hacer futuro con el pasado, de explicar, para que no se olvide, que en Arnao, según documentos más antiguos que se conservan, ya «afloraba carbón casi en la superficie» a finales del siglo XVI y que mucho después hubo que profundizar y avanzar por debajo del fondo del mar. Cuando acabe del todo la rehabilitación y reabra la mina transformada no se abrirán las galerías submarinas, todavía sumergidas, pero sí este centenar de metros de otras que están en el nivel inmediatamente superior, la cota menos 1, a pie de playa, y que fueron la zona de servicios, de generación ventilación «por fuego» y de transporte, para la extracción del siglo XIX y los primeros años del XX. «Recuperar lo inundado es posible, pero el coste se dispararía», apunta el aparejador municipal antes de reiterar su asombro por el estado de conservación de las estructuras y por sus singularidades, sobre todo el insólito entibado de ladrillo. Ahí sigue, por ejemplo, colocada en su sitio, sobre la caña del pozo, una de las jaulas originales por las que descendían los mineros, hoy pegada y haciendo contraste con el moderno ascensor que bajará a los visitantes. A su lado, un espacio diáfano que fue sala de máquinas antes que casino y cine va a ser el museo. Por fuera, sobre la caña se recorta al borde del mar la torre inconfundible del castillete, señorial, diferente, imposible de emparentar con la funcionalidad de las estructuras de hierro al descubierto que identifican los otros pozos asturianos. Permanece ahí, mirando al mar, con su porte de campanario decimonónico y el tejado gris de cinc rematado con una veleta en la cúspide. «Una pieza del museo en sí misma», sentencia Araújo.
El impulso fabril
«Es una pena que no se puedan visitar más galerías», pero los cien metros a punto de abrirse a las visitas valen, apunta Fernando Fernández, presidente de la Asociación de Vecinos «La Xente», para que la mina de Arnao tome cuerpo en el primer plano de los recursos capaces de remolcar a este pueblo hacia un futuro diferente a su pasado industrial inmediato. La voz colectiva de la población reclama agilidad y precisión en la promoción para que el pueblo pueda volver a sacar partido, ahora de otra manera, a la primera mina de España.
El viraje de Arnao hacia la explotación turística también tiene fuera de la mina elementos comercializables que reclaman atención. Es lo que sucede con el tramo de la Senda Norte que va de la playa de la localidad a Bayas, diez kilómetros de camino «bastante poco cuidado», se queja Omar Suárez, y mal señalizado, como atestiguan dos caminantes que al llegar al arenal de Arnao no encuentran la dirección.
La oferta hostelera de Arnao, restringida hoy a una sidrería en la salida del pueblo en dirección a Piedras Blancas y un bar de apertura parcial junto a la playa, no rechazaría un incremento que aprovechase la previsible nueva visibilidad turística de la localidad. En este punto aparece además la parálisis de los planes para transformar en restaurante la casona y la gran finca que la rodea junto al mar.
En la nueva vida que se le prepara a Arnao cuentan también los arrecifes de rocas con fósiles que se extienden a lo largo de esta costa y que pertenecen al Devónico Inferior, hace unos cuatrocientos millones de años. Unos paneles informan ahora en la playa, pero está en proyecto un itinerario explicativo de la importancia de la plataforma de Arnao.
Hoy no es propuesta sino tal vez quimera el proyecto que Fernando Fernández recuerda de hace más de una década, cuando se propuso la rehabilitación de la «playa del dólar», junto al túnel que separa Salinas de Arnao, con un puerto deportivo y una zona recreativa utilizando parte de las instalaciones de Asturiana de Zinc.
Los recursos dormidos y los fósiles en el mercadillo
Hay otras a la vista. La silueta fantasmal de la «casona», por ejemplo, vigila Arnao y el Cantábrico desde lo alto del promontorio que separa el caserío disperso del pueblo de la zona de la playa y el barrio de la mina. El palacete neorrenacentista de 1880, antigua residencia de la familia Sitges, la del director de la Real Compañía, es, después del pozo, el segundo yacimiento que aquí se observa con ilusión cuando se otea el futuro. Su estructura deteriorada, dos cuerpos conectados por un corredor volado, es un ejemplo de hasta dónde puede llegar la potencialidad turística que de momento sólo se intuye en la localidad castrillonense. El inmueble de la casona es desde hace ya casi diez años propiedad de la familia Loya, que además de dar de comer en el Real Balneario de Salinas atisbó un recorrido turístico en la instalación de un restaurante para bodas y banquetes mirando al Cantábrico desde aquí, utilizando el aval de su cocina con Premio Nacional de Gastronomía y estrella Michelin. Ellos lo vieron primero. La casona de Arnao es suya incluso desde antes de que estuviera en proyecto la rehabilitación y reapertura de la mina submarina castrillonense, pero el propósito de hacerlo restaurante y en su caso hotel ha llegado hasta hoy «estabilizado».
Han pasado nueve años desde que se resolvió el trámite espinoso de la autorización de Costas, afirma Miguel Loya, y alguno menos desde que el proyecto recibió el visto bueno de la Consejería de Cultura del Principado, pero quedan otros trámites urbanísticos sin resolver, enlaza el empresario, vinculados con la inclusión de la finca en el entorno de la mina y unidos a los efectos de la crisis económica, que han enfriado la financiación de un proyecto costoso. Los planes, no obstante, siguen en pie, persuadidos como están sus promotores de que «el sitio es maravilloso, no hay otro igual en Asturias». Loya trabajó en esta casa sirviendo comidas «de niño», cuando el inmueble era todavía de la Real Compañía, y ahora lamenta las trabas, pero no admite dudas sobre el recorrido de esta zona, «que veo muy fácil de rehabilitar, que prácticamente nadie conoce», «es muy bonita y está casi muerta». Arnao es este sitio que apenas ha conocido más que un chigre desde que sus habitantes tienen memoria, este pueblo que se recuerda servido además por un estanco, un chiringuito en la playa y en su día el casino y el economato, y que debe recibir, a juicio de Loya, un impulso evidente cuando al fin la vieja mina marinera empiece a dejar pasar a turistas.
Aquí, eso sí, ya presumen de cierto hábito en la recepción de visitantes ilustres. No recuerdan a Isabel II bajando al pozo en 1858 ni a Alfonso XII imitándola en 1877, pero sí las visitas más recientes e informales de Juan Carlos I, que se hospedaba en Arnao cuando en los primeros ochenta su yate se reparaba en San Juan de Nieva. Ahora, no obstante, se avecina una etapa diferente, el cambio de sentido de lo que siempre fue una población industrial en dirección a otra fuente de riqueza distinta. «Va a chocar un poco», admite Omar Suárez, que, sin embargo, adelanta que lo más probable es que «Arnao siga siendo lo que es». La geografía determina, dice, que no haya espacio para transformar en pequeña villa residencial este pueblo prácticamente unido a la urbanidad poderosa de Salinas, por un lado, y Piedras Blancas, por el otro, de este espacio diferente de casas bajas cuya fisonomía permanece casi inmutable desde la Guerra Civil. El atractivo, eso sí, «lo tiene entero», y el impulso de la mina, confían aquí, promete al menos descubrírselo al resto del mundo. Pero no son sólo de carbón las piedras que prometen hacer visible Arnao. Además de éstas y las de la casona, hay otras esparcidas por el acantilado que pasarían desapercibidas si no se explicara su origen e importancia en unos paneles al borde de la playa. Son «calizas», dice aquí, y «pizarras grises y margas rojas y verdes», fósiles datados en el Devónico Inferior, con una antigüedad en torno a los cuatrocientos millones de años, que enseñan historia a los geólogos. A ellos ahora y a todo el mundo dentro de un tiempo esperan aquí, porque está en proyecto un itinerario para enseñar a conocer y a valorar mejor la «plataforma de Arnao», otra forma de despertar recursos dormidos necesaria a los ojos de quienes llegaron a ver estas rocas a la venta en mercadillos de Cataluña y expuestas en Oviedo, en el Fontán.
Es una tarde nublada y calurosa de agosto y la pleamar casi ha borrado la arena en la pequeña playa de Arnao. Las olas llegan al pedrero, pero no han disuadido a un grupo relativamente numeroso de bañistas y paseantes. Aquí ha pasado el tiempo en el que «no venía casi nadie» a la playa «proletaria», donde la costumbre decía que «venían a ponerse morenos antes de ir a Salinas», apunta José Muñiz, vecino del pueblo. Hoy, el arenal de Arnao tiene recién acicalado su entorno, que es el de la mina, y vuelve a ser un activo para este pueblo que ha tomado el topónimo de una derivación de «harenatus»: «Lleno de arena». El bar de la playa tiene las sillas de la terraza vacías y la puerta cerrada en pleno verano, por eso hay que mirar al mar para sacar partido a la que es, sostienen aquí, «la mejor playa del Cantábrico». O la más segura, cuando habla José Manuel González, «Pepe Imera», aportando pruebas con la significativa fecha exacta del «último ahogado por accidente» en la mar de Arnao: «El 18 de julio de 1936».
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