Aprecios de fábrica

Víctor Muñiz Cires, trabajador jubilado de la Real Compañía Asturiana de Minas, ha profundizado por vocación en la historia de la empresa que es origen y razón de ser de Arnao

Marcos Palicio / Arnao (Castrillón)

En Arnao, nacer predestinado es venir al mundo donde se presentó en 1924 el parto de Víctor Muñiz Cires, «en la finca de don Juan Sitges», director de la Real Compañía Asturiana de Minas, cuando «mi abuelo era jardinero», explica, y tenía la casa dentro». Aquel niño estaba predestinado porque va a trabajar para la empresa sin parar durante 51 años, de los 14 a los 65, y porque va a cumplir los 87 dedicado por vocación a estudiar y recopilar su historia con minuciosidad de artesano. Para cuando nació Cires, la RCAM ya no extraía carbón en la mina submarina de Arnao, casi recién anegada. Ya la compañía, y con ella el pueblo, había virado hacia la manufactura del cinc desde la factoría que estaba y está empotrada en el poblado y que era entonces la legítima propietaria, el padre y la madre de esta pequeña villa industriosa que la propia empresa fabricó, literalmente, para dar servicio a sus trabajadores.

En el medio siglo que pasó en su plantilla, como tantos otros habitantes de Arnao, Cires descargó vagones «de veinte toneladas», ejerció como cronometrador de cargas y descargas de barcos en el puerto, fue fogonero con su padre en «La Leonor» -legendaria locomotora que llevaba obreros y cinc de Arnao a San Juan de Nieva- y se jubiló siendo encargado general del taller... Porque «me gusta escribir y soy muy curioso», y acaso también por haber nacido casi exactamente dentro de la fábrica, ha reunido un valioso archivo personal repleto de notas manuscritas y detalles desmenuzados con meticulosidad, de fotografías y pormenores rescatados del olvido sobre la firma hispanobelga que dio a luz a su pueblo.

Puede que en aquel poblado obrero que recuerda de su juventud hubiera más vida, concede, y «mucha mocedad, más que ahora», pero el aspecto físico de Arnao apenas ha cambiado. «Ni cambiará, porque no tiene espacio por donde crecer». En el mismo terreno que ahora, eso sí, el pueblo tenía entonces sitio para más. «Había casino, campo de fútbol, cine a sesenta céntimos la entrada y cuadro artístico y rondalla», todo a cargo del paternalismo omnipresente de la Real Compañía. La villa tenía también eso que Muñiz Cires sigue llamando «paseo diario de mujeres», que transcurría «por la carretera hasta la portería de la fábrica» y alguna vez terminó con unos cuantos «alpargatazos» de las chicas para neutralizar los piropos inconvenientes de los fundidores de la planta. Aquel Arnao tenía pintadas de blanco todas estas casas que hoy son de varios colores y siguen teniendo en muchos casos los tejados de cinc. Las viviendas hechas por la RCAM, que llegó a tener más de cuatrocientas en Arnao y otras localidades de la comarca, han llegado hasta hoy, concede Cires, «mucho más arregladas», distintas. El pueblo ha perdido además la calidad de la instrucción en las escuelas del Ave María que Muñiz Cires casi inauguró en el primer cuarto del siglo pasado. Definitivamente, esta pequeña y muy peculiar villa obrera sólo parece que sigue siendo lo que era.

Por eso, viene a decir el trabajador jubilado, no conviene olvidar de dónde viene y a eso se dedica por vocación alguien que conoce perfectamente la identidad que desarrollaron la fábrica y este pueblo que no se comprendería sin ella. A Víctor Muñiz Cires se le entiende aquí perfectamente cuando dice que trabajó «en Arnao», sin necesidad de mencionar la compañía. Su historia, siempre con el castillete ya parado de la mina de carbón al fondo, tiene los ecos de aquel tiempo en el que un niño de 14 años, descartado inicialmente por «muy ruin», acababa encantado de poder cambiar la escuela por un puesto de aprendiz en la fábrica donde trabajaba el padre. «Me han mandado al taller de la crisolería», dice que dijo al llegar a casa. No sabía lo que era hasta que su progenitor disipó sus dudas: «Lo peor de la fábrica».

Víctor Muñiz Cires, que recuerda haber pasado mucho calor allí, fue conociendo la compañía desde los diversos ángulos que le garantizaron sus ocupaciones dispares en el organigrama de la factoría, que ha llegado a conocer literalmente de arriba abajo. Conserva fotografías, una memoria lúcida y páginas y páginas manuscritas donde no se escapa un detalle desde que todo empezó con aquella mina pegada a la playa, en 1833. Desde aquel día de diciembre en el que, escribe Cires, «cinco jornaleros dan los primeros barrenos en Arnao y se adquiere pólvora, hierro, un caballo y dos libros de cuentas»; desde que el arco de entrada a la primera explotación de carbón documentada en España se hizo exactamente con la madera de «72 robles, dos fresnos y un álamo» y «el 5 de enero de 1835 se registra el primer porte de carbón a Avilés, cincuenta quintales». Excavando en la historia, Cires atraviesa con meticulosidad la casuística múltiple del eterno problema que suponía aquí el transporte del mineral al puerto avilesino. Lo intentaron mucho por el mar, recuerda, y después de experimentar lo que podía hacer el Cantábrico innovaron por tierra cuando el ingeniero belga Adolfo Lesoinne «vino con un cargamento de útiles y máquinas para hacer un "camino de hierro" para las minas» y convertir a la de Arnao en la primera que utilizó el ferrocarril, en 1836.

La memoria del pueblo y su fábrica brota a borbotones de la indagación vocacional de Víctor Muñiz. Recorre el esplendor y el descenso de rentabilidad de aquella mina que daba un carbón «poco graso», según palabras de sus responsables entonces, «inadecuado para la coquefacción, pero especialmente conveniente para la metalurgia de cinc, porque es muy gaseoso y de combustión de llama larga». He ahí el principio del gran viraje de Arnao hacia la manufactura del cinc -«la primera colada experimental es de 1855»-, hacia la fábrica erigida junto a la mina, a la apuesta por un material «nuevo» y a la población del lugar enriquecida con abundante mano de obra extranjera. Llegaron albañiles, fundidores, crisoleros, se abrieron dos túneles para solucionar el transporte a San Juan de Nieva, bajaron a la mina submarina la Reina Isabel II en 1858 y el Rey Alfonso XIII en 1877, y Arnao, o la RCAM, internacionalizó la venta del producto desde finales del siglo XIX. El conjunto de mina y fábrica ya era para entonces, define Cires, «uno de los enclaves industriales más importantes de Asturias», una de las primeras «islas» fabriles en un entorno todavía eminentemente rural, que, según recuerda Cires, llamó la atención del periodista y escritor ovetense Rogelio Jove y Bravo. «Lo notable del lugar», decía, «es la serie de panoramas que desde allí se descubre, y el fantástico espectáculo del valle de Arnao al anochecer, cuando se perciben los haces de rojas llamas saliendo de altas chimeneas, los millones de luces de colores brotando de los hornos de fundición, las nubes de humo enrojecidas por el fuego y los confusos rumores que surgen de talleres, máquinas y galerías». Pero la admiración, corrige Cires desde la experiencia en carne propia, «no era seguramente compartida por los que trabajaban en el interior», porque esos «millones de luces de colores que llamaban la atención del escritor producían en realidad un calor insoportable».

Fue precisamente la singularidad de Arnao, no obstante, lo que se llevó por delante su mina desde las primeras filtraciones de agua salada, en 1903, y hasta el cierre definitivo por inundación el 12 de septiembre de 1915. Casi todo lo que ocurrió después aquí ya lo puede contar Cires tirando sólo de su memoria de aquel pueblo que nunca dejó de ser lo que la Real Compañía quiso que fuera. Si puede escoger, eso sí, su rincón preferido es esta escalinata que da a la puerta del edificio de ladrillo visto que fue la escuela de Arnao, las escaleras de la poblada foto de grupo del curso de sus 14 años. Su imagen es ésta, combinada con aquella otra del lugar donde en realidad empezó todo, frente al mar de Arnao, donde Cires escribe que queda «en pie como testigo el singular castillete, revestido de láminas de cinc, sin duda único en el mundo, que todavía hoy podemos admirar, dominando altivo, como un atento vigía, la hermosa concha de Arnao». La mina volverá a la vida reabriéndose para recibir visitas de turistas el próximo septiembre y se expondrá la «Leonor», pero ésa ya será otra historia.

Artículos relacionados

Una villa fabril

FERMÍN RODRÍGUEZ / RAFAEL MENÉNDEZ

El núcleo castrillonense, reflejo del inicio de la industrialización asturiana, tiene ante sí ...

Resucitar es volver a la mina

Marcos Palicio

Arnao, villa industrial de población declinante, observa con curiosidad y esperanza el cambio de ...