El cofre de las tradiciones
La capital pongueta presume del buen estado de conservación de sus costumbres, gracias en parte a su geografía de «fondo de saco»
Hubo un tiempo en el que el Guirria «metía mucho miedo» en Beleño. «Daba pánico» y ponía en fuga a las mozas que ahora, expone Carmen Rivero, «van a él». El tiempo también ha hecho su trabajo con el soltero enmascarado que todos los días de Año Nuevo recorre la capital de Ponga, casa por casa, con libertad para entrar y salir y besar a todas las mujeres que encuentre a su paso. Y donde tuvo una comitiva de «cincuenta o sesenta» aguinalderos a caballo quedan «catorce o quince». Ana Gallinar, presidenta de la Asociación de Mayores de Ponga, lo lamenta, pero el Guirria sigue ahí. Vuelve y vuelve a volver, apenas ha fallado nunca, ni se sabe con certeza por qué ni de dónde viene la tradición. Ni falta que les hace. En la incógnita «está su mérito», interpreta el historiador pongueto Ángel Mato después de que todas sus preguntas por el origen del ritual tropezasen en un reincidente «siempre se hizo así». El sorteo de parejas y el cortejo forman parte del «círculo de la fertilidad», infiere, de la necesidad de formar nuevas familias que aseguren el futuro y todo junto tiene mucho que ver con los ritos de paso, mejor conservados en las sociedades tradicionales más aisladas, pero cualquier interpretación es arriesgada. Mejor así, entre tinieblas.
Lo que sí tiene explicación es la supervivencia obstinada de las tradiciones que aquí se resisten a caer. Está el Guirria, sí, pero también los balcones engalanados de las solteras por San Juan, las cencerradas de los niños cuando llega Antroxu? En San Juan de Beleño «somos el fondo del saco», explica Mato. Por aquí, y dado que el valle de Ponga carece de conexión con Castilla, «no se va hacia ningún lado», y es probablemente eso «lo que nos ha llevado a ser grandes conservadores de los comportamientos tradicionales que en otros sitios pudieron haberse diluido a raíz del éxodo rural de los años cincuenta y sesenta».
Siguiendo la ruta de los aguinalderos que escoltan al Guirria -él tiene plena libertad para escoger su recorrido por la capital pongueta-, todo empezaría en Cainava, unos dos kilómetros más abajo de San Juan de Beleño. Una vez en la capital pongueta, Ana Gallinar reconstruye el trayecto que empezaría en la zona inferior, por El Casar, para seguir hacia arriba, atravesando los barrios de Varaes y La Viña y bajando por el Otero y Dubrio. Más o menos. En El Casar no desaparece el miedo, ahora el de la película «Escalofrío» (Isidro Ortiz, 2006), que se rodó en parte en esta inquietante casa de piedra cuya puerta enmarca una visión privilegiada del Tiatordos. El rodaje, aquí y en el cementerio, revolucionó el pueblo, pero el resultado final «a mí, con tanto miedo, no me gustó mucho», rememora Lolita Vega.
Bajo la casa, perviven los lavaderos de la fuente Figares, donde «el agua salía muy caliente», y no muy lejos de allí, la casa de Hermógenes Foyo, indiano emigrante en Cuba, que expone su alta y estrecha galería para muestra de lo que el capital emigrante hizo por San Juan de Beleño. El dinero que volvió de América hizo este edificio y también la vivienda de Eugenio González, que regresó desde Argentina, o Villa Padua, su fachada principal revestida de cerámica en la carretera que atraviesa la capital pongueta, pero no sólo casas, explicará luego Ángel Mato. De la mano de Venancio Díaz, que también dejó casona con vistosa galería en Dubrio, en la zona alta del pueblo, Beleño se enorgullece de haber tenido electricidad y teléfono mucho antes que su entorno inmediato, porque Don Venancio financió ya en 1928 una «fábrica de luz» con hasta diez kilómetros de cableado. Además de la carretera, las escuelas, la reforma del cementerio? Beleño alimentó América después de su etapa de esplendor, porque no todo fue aquí siempre aislamiento y «fondo de saco». Durante el siglo XVIII y hasta la caída demográfica de finales del XIX y principios del XX, Ponga sí era lugar de paso obligado de caballerías hacia Castilla a través del puerto de Ventaniella y el Arcenorio, lo que concedió al municipio «cierta capacidad de exportación y compra», explica Ángel Mato, y alguna riqueza y un aceptable nivel de vida gracias en parte a la disponibilidad de pan y vino.
Para subir desde El Casar a Varaes, y para seguir después la ruta por La Viña y Dubrio, hay que atravesar el barrio de La Viesca y allí la casa distinguida de Manuel Foyo, hermano de Hermógenes, antes de cruzar la carretera AS-261 -hacia Sobrefoz-. Junto a ella, el demasiado moderno Centro de Interpretación del parque natural de Ponga permanece cerrado y se ha ganado las críticas nada veladas que se esconden tras los sobrenombres de «la estación del AVE» o «El tanatorio». Enfrente, resisten en activo las escuelas con muchos menos de los cincuenta alumnos por clase que conoció de niña Ana Gallinar. Y encima otras casonas con reciedumbre aristocrática, la de Don Hilario, emigrante a Cuba, o la de La Mayoraza, ambas en Varaes.
La parada, sin caballos
El camino ascendente deja atrás la iglesia de San Juan, que se «centralizó» desde su ubicación original fuera del pueblo, junto al cementerio, y pasa junto al molino de Mónica, restaurado con esmero para vivienda y con la vieja piedra de moler transformada en mesa. Pronto se descubre a lo lejos, allá arriba, la parada de sementales del Ejército. La antigua. Hoy sobrevive un edificio pintado de granate y muy restaurado que quiere llegar a ser residencia de ancianos, pero esto fue siempre un criadero de caballos de extraordinaria calidad para los militares que al menos hasta «hace veinticinco o treinta años», calcula Gallinar, se dejaban ver por el pueblo de marzo a primeros de julio. Reconvertido primero en albergue, el inmueble nunca se ha llegado a abrir. La bajada hacia Dubrio encuentra la plazuela donde se celebraba el mercado los viernes, cuando lo había, y el casino, que ya no está, y la tienda de Casa Delfín, que casi. Ana Gallinar rechaza que ahora La Parada quiera poner un hogar para ancianos en este sitio tan sombrío y frío y con esta empinada cuesta que va a costar subir en invierno. «Como dejar los trastos vieyos en un rincón», remata.
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