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Dibujo animado sobre fondo gris

El historietista blimeíno Alfonso Zapico pinta su villa en el color apagado que da la reconversión incompleta, pero confía en el final feliz a través del espíritu de «insumisión de sus habitantes»

Marcos Palicio / Blimea (San Martín del Rey Aurelio)

Hay algo en esta historia que «no es como lo habíamos imaginado». En la travesía del antiguo corredor del Nalón al pasar por Blimea, la carretera bordea la barriada minera en silencio, provocando un chasquido en la memoria. Se ha roto la cadena, anunciará Alfonso Zapico (Blimea, 1981), historietista y dibujante, ilustrador, autor de cómics y componente de esa generación de blimeínos que se sienten parte del eslabón por el que se ha quebrado aquí aquella robusta cadena de vida forjada por la minería del carbón. Zapico vive y trabaja en Angulema (Francia) y esa sensación de fragmentación de la continuidad vital del pueblo es la que él utiliza para definir lo que ha pasado aquí desde que ya no hay yacimientos que den de comer a los dos lados de esta avenida ni sustitutos fiables capaces de relevarlos. «Antes los mineros se jubilaban», rememora, y «sus hijos les sustituían en las minas o se dedicaban a otra cosa, pero la vida continuaba. Ahora, de repente, mi generación se ha encontrado con una mano delante y otra detrás; la crisis nos ha hecho mella y la mayoría de mis amigos se ha ido. Los viejos mineros ya no ven crecer a sus nietos porque sus hijos están lejos y yo no puedo comer con mi madre los fines de semana. No es como nos habíamos imaginado», ratifica la sentencia.

Al dibujo de la historia de este pueblo donde la población se bate en retirada -el descenso es del 10,7 por ciento sólo en este comienzo de siglo- le van entonces los grises. «Yo la dibujaría así», confirma el ilustrador blimeíno, «es el color que le pega ahora, pero incluso las historias en grises tienen a veces un final feliz». Zapico se anima porque puede, porque su villa encajada el extremo más meridional de la ciudad lineal de San Martín del Rey Aurelio tiene, como toda la Cuenca, una baza a su favor para salir adelante. «Es algo difícil de encontrar en otras zonas azotadas por las dificultades, la insumisión de sus habitantes a dejarse vencer por esta crisis después de haber resistido otras quince en el último siglo», asegura. Es la energía para encajar los golpes y no sólo la que tienen, remata el dibujante, «los hombres y mujeres que han vivido por y para las minas, también los jóvenes que viven y trabajan ahora aquí, que se reinventan con coraje y no ceden al desánimo». Algún poso tuvo que haber dejado aquí, viene a decir el ilustrador blimeíno, el espíritu de lucha y resistencia, el hábito de rebelión y sacrificio que se ha supuesto siempre a las poblaciones curtidas en las penurias del trabajo bajo tierra. Algún material debe quedar en esta villa para esquivar el impulso paralizador de la entrega exclusiva a la nostalgia.

En el pincel de Zapico, de momento, el de Blimea es un cuento dibujado en blanco y negro que adquiere mucho colorido si se observa con la perspectiva que da la memoria. En la larga avenida que enhebra el trazado lineal de Blimea, por ejemplo, hay un edificio con la fachada naranja y azul. Es, más colores, la casa de Blanca Blanco, la abuela materna del dibujante, que aquí importa sobre todo porque dentro está la pequeña cocina y la cocina es en esta historia «el punto de encuentro de mi gente, una especie de estación de servicio familiar» decorada por el paisaje exterior de la villa, con dos ventanas «desde las que se ve el río Nalón y la vía del tren de Feve». «Si nada me lo impide, lo primero que hago cuando llego a Blimea es ir a aquella casa y tomarme un café, leer el periódico y charlar con mi hermano o con quien ande por allí en aquel momento». Es en este refugio de la añoranza donde se cura la melancolía y Zapico deja de echar de menos todo lo que tiene este recodo del Nalón que falta al otro lado de los Pirineos. Está «el compango casero de la carnicería de Paulino Solís con el que mi madre me alivia la nostalgia», pero también, y sobre todo, otras muchas cosas que ni se comen ni se tocan, pero que son a veces más importantes, como «la sensación de comunidad que se respira en Blimea y que nos ha hecho dudosamente célebres en alguna ocasión», subraya.

Si algo hay de positivo en el «exilio» de los que se han marchado de aquí, de grado o a la fuerza, es que da perspectiva para la comparación. Por eso el historietista blimeíno valora más el hombro con hombro de la cuenca minera asturiana desde que ha constatado que allí, «en Francia, el individualismo es la norma. No hay cohesión ni cercanía entre los vecinos y entre los compañeros de profesión me asombra la total ausencia de conciencia de clase, de compromiso político. Aunque tengo que decir que yo no sabía que tenía nada de eso hasta que llegué a Francia», aclara el ilustrador, colaborador de LA NUEVA ESPAÑA, profesional de lo suyo desde el año 2006 y desde 2009 habitante de Angulema, capital del cómic francés, y adscrito a varios proyectos de la «Maison des auteurs». «La ruta Joyce», su tercera novela gráfica, ha sucedido a «Café Budapest» y «Dublinés» y éstas al álbum «La guerra del profesor Bertenev».

A los trazos de su retrato muy personal de la villa natal ha regresado el sedimento de la combatividad minera, esa pieza perfectamente engranada en el paisaje urbano que Zapico ha identificado siempre con esta villa que sigue siendo la suya. Hoy, por la ventana de la cocina de la casa de la abuela, sabiendo mirar, Blimea todavía se puede volver a ver a través de los ojos de Enrique Zapico, el abuelo minero en cuya inolvidable compañía «recorrí Blimea y sus alrededores cuando era niño, durante unos paseos larguísimos, que no se terminaban nunca». Caminando por la barriada y sus soportales, por el casco urbano y su cinturón agrario inmediato, «él sabía el nombre de todos los pozos y la gente que trabajaba en ellos, cómo se llamaban todos los árboles, quién vivía en cada casa y qué atajo que había que coger para llegar a tal o cual lugar. Desde Villalaz a San Mamés, cruzábamos el río por puentes colgantes y atravesábamos las vías del tren a toda prisa, algo que por cierto no se debe hacer... Curiosamente, he olvidado casi todo, pero conservo intacta esa imagen de Blimea que él me dio».

Este Alfonso Zapico que ahora va por la tercera novela gráfica y que se autorretrata en cuatro trazos «flaco, tímido, provinciano y socialdemócrata (todo en el buen sentido)» no sería el mismo si la mesa de camping sobre la que empezó a dibujar hubiese estado en otro lugar. En Blimea, confirma el historietista, «me fogueé en mis primeros años como ilustrador». Aquella mesa inestable se asentaba en el patio de la casa de la abuela y los ánimos los daba sobre todo «mi tío» Luis Martín Fernández. Luego fueron los amigos, «muy a su pesar», los que «se convirtieron en mis primeros personajes de tebeo, protagonistas de las historias más absurdas imaginables», y todo el entorno físico y humano que rodeaba la barriada fue componiendo el sustrato sobre el que ahora se levanta un historietista de prestigio. En los soportales de los patios que se abren paso entre los edificios gemelos del barrio obrero, por ejemplo, «pasamos muchísimas horas divagando acerca de lo divino y lo humano, ésa es una inspiración preciosa para cualquier autor», ratifica Zapico. «Algún día tendré que dibujar todo eso, y ellos sabrán perdonarme».

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