El humor propio
El monologuista José Manuel Reguero, «El Maestru», ha regresado al refugio rural «relajado y familiar» de Callezuela, raíz de algunos de sus personajes
«El tigre de Callezuela» es un boxeador de chiste. Tiene boina y gafas, calzón de piel de felino, o así, una tirita cruzada en la mejilla derecha, un ojo morado y a la cintura un cinturón de campeón de la lucha libre americana. El púgil, personaje de monólogo nacido de algún poso sentimental de la capital illense, ha vuelto para contar la paliza que ha recibido del ruso Putinov, pero es en realidad un instrumento de la memoria, un método de uso sutil de la comedia para transparentar el apego que su autor le tiene a su pueblo. El luchador, al que da texto y pone cara José Manuel Reguero López, «El Maestru», ha sido moldeado sacando punta a la fortaleza física, el buen humor permanente y el afán de superación que el monologuista illense recuerda del carácter de José Colao, «El Ferrerín de Illas», su abuelo.
«Tigre» le llamaba él de niño en la paz rural de este pueblo que es el suyo y donde, sabiendo mirar, siempre hubo mucho material para llenar relatos de humor tradicional asturiano. Reguero, que cuenta los suyos de escenario en escenario desde hace cerca de cuarenta años, solo o formando dúo con Vicente Prado, «El Pravianu», se ha dejado arrastrar de vuelta al principio. Hace un año que ha regresado a Illas a la búsqueda de los decorados de la primera infancia, «de las raíces», y ha aprovechado para enganchar, a su muy particular manera, aquel tiempo en el que en esta aldea «El Ferrerín» «trabajaba el hierro a lo bestia, ferrando caballos y haciendo hachas y focinos», y «El Maestru» aún no era maestru. Ha vuelto al pueblo.
«El tigre» está otra vez en Callezuela. El humorista retornó el año pasado a la capital illense después de varias décadas de «exilio» repartido entre Aller y Avilés, ejerciendo durante cuarenta años la profesión docente a la que debe el nombre artístico. El profesor de inglés, que alguna vez se disfrazó también en clase para ayudar a aprender a los niños de Primaria, se ha jubilado del aula antes que de los escenarios y ha vuelto a empadronarse en Callezuela. Reguero, que salió de su pueblo natal a los 11 años por las obligaciones laborales de su padre -trabajador de la Real Compañía Asturiana de Minas en San Juan de Nieva-, ha accedido con el tiempo a la certeza de que «el pueblo tira. Yo me daba cuenta de que me hacía mayor porque subía hasta aquí más que antes», afirma, y ahora se ve como no se había imaginado, «encantado sembrando tomates y pimientos, mirando a ver si pusieron les pites y criando palomos, perdices, codornices...» Escribiendo monólogos que recuerdan la bonhomía del «tigre», que retuercen los recuerdos de las travesuras de algunos amigos de la infancia o recomiendan el queso de La Peral zanjando la piquilla histórica entre los de la capital, «raboniegos», y los «peraliegos» del otro núcleo grande con entidad en el municipio de Illas.
Habla José Manuel Reguero a la vista de la casa donde nació. Junto a la iglesia de Callezuela, con el Ayuntamiento a la espalda -«ahí fui yo a la escuela»- y de frente al viejo templo de San Julián, intacta la torre cuadrangular con reloj que sobresale en cualquier mirada hacia la capital illense. «El Maestru» fue aquel monaguillo que le hacía trastadas al cura; la plaza que separa los dos edificios fue en su tiempo el único campo de fútbol posible para un apasionado del balón que con el tiempo llegó a jugar en serio en el Histórico Carbayedo.
«El Maestru» no está solo en el camino de vuelta. El flujo de retorno a la aldea ha ido ganando adeptos muy poco a poco en esta pequeña villa capital de un concejo con menos vacas y carros de madera, sin madreñero ni «ferrerín» ni reuniones para el «mayu» en el lagar de Luis de Gorro, pero todavía verde y lleno de hórreos, casi «desconocido» ahora, eso sí, con su centro de día en obras, su pista polideportiva y su piscina fluvial junto al anciano molino de Sollovio. Aparentemente aislado, pero cerca de casi todo lo «civilizado», esta forma de ocupar el terreno le agrada ahora más que aquella otra en la gran ciudad. Al explicar los motivos, «El Maestru» mezcla aquello con esto, lo que queda de lo que había con el añadido reciente del muestrario básico de servicios, y al final se queda con la sensación de que «estoy muy relajado» y ya «de aquí no me muevo». «Porque es otro ambiente», retrata, «mucho más familiar que el de Avilés o el de Oviedo, y encima ahora tienes de todo».
Sirve para escribir el segundo libro de monólogos tras debutar con «La subida al Angliru», y para aderezar los textos con unas gotas de nostalgia; a él le vale como refugio de relax a salvo del trajín urbano. «Ya casi no piso Avilés», confirma «El Maestru», que fue allí cuatro años director del Colegio Marcelo Gago y antes dio clases en el barrio avilesino de El Reblinco y en Bello (Aller), donde empezó hace cuatro décadas todo esto de hacer reír a la gente que ahora es «media vida» y que continúa más allá de la jubilación de las clases, unas veces con Reguero en solitario y otras, desde hace ya más de veinte años, haciendo «humor y música» en el dúo «Folixa astur», con «El Pravianu» a la gaita. «No sé hacer otra cosa», proclama, que tratar de enseñar a olvidar los problemas de la gente durante hora y media. Ya sea transformado en el esquiador con madreñas que gana sin querer un eslalon gigante en Pajares o vestido de torero en la Ascensión, de piragüista en el Sella o de aldeano despistado en Madrid, añadiendo el estilismo a la estampa del monologuista clásico, pero sin dejar la boina, el bigote postizo y las gafas redondas de pasta.
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