Medicina preventiva de urgencia
Manuel García Pérez, médico y ex alcalde de Caso, entrega el futuro «al turismo y a alguna industria característica de la zona» y evoca el espíritu emprendedor que tuvo y necesita su pueblo
Desde la terraza de su casa, Manuel García Pérez domina gran parte del caserío pendiente de Campo de Caso. La altura da perspectiva sobre los tejados en descenso hacia el cauce invisible del río Nalón, el decorado recortando a lo lejos las dos torres de una iglesia demasiado moderna para su gusto, ya sin el presbiterio «orientado a Oriente» que le hurtó la reconstrucción, y ausente la torre medieval que dicen que ocupó el sitio de la casona de La Torre, pero de fondo, siempre, el decorado natural del monte Allende, la pared verde de la que no hay modo de sustraerse al mirar el paisaje montañoso de la capital casina. Se diría que el doctor García Pérez tiene El Campu a sus pies, o más bien al alcance de las manos, dicho ahora en sentido metafórico lo que llegó a ser del todo literal. Más de tres décadas de médico rural en Caso dan al menos para haberlo sentido así, cuatro como alcalde en el primer mandato de la democracia lo corroboran y, por si faltara algo, remata su última condición de propietario de la confitería donde se elaboran los «Suspiros del Nalón», las pastas de «la docena de catorce», el dulce autóctono importado hasta la capital del concejo cuando la construcción de la presa de Tanes indujo el traslado desde su «casa» original en Coballles.
Manuel García Pérez nació aquí, en una esbelta casa de piedra cubierta por una espesa enredadera en el centro mismo de El Campu, frente al ayuntamiento. El doctor García Pérez no se había ido demasiado lejos cuando regresó al punto de partida y decidió quedarse para siempre, de 1968 en adelante, a poner su concejo en sus manos desde el consultorio médico de la capital casina. Había ejercido en Sobrescobio y en Ponga y Amieva, municipios casi limítrofes por la vecindad y el paisaje, e intentó durante tres meses una «aventura americana» que le llevó al Nueva York de los años sesenta con una carta para Severo Ochoa y el aliento de «un hermano que tenía un negocio allí». Terminó de disuadirle un almuerzo en Fornos, un restaurante español en Newark, con dos colaboradores del premio Nobel luarqués y la certeza de que para ejercer la medicina en Estados Unidos debía seguir formándose unos años más. Ya tenía familia e hijos, así que regresó. Volvió, sí, en toda la extensión de la palabra, pudo retornar directamente al principio gracias a la disponibilidad del puesto médico de Campo de Caso, del que tomó posesión ininterrumpidamente hasta su jubilación en el año 2000.
No se arrepiente y en sus razones está precisamente la certeza de que aquel Campu no era éste, de que estaba más lejos de todo y volver a él desde esta actualidad de comodidades y cercanías «es como transportarse varios siglos atrás». Había mucho que hacer, pero también una gran oportunidad para un médico «de infantería». Las décadas de práctica médica en este municipio extenso y montañoso, más distinto y más distante que hoy, no tardaron en abrir expectativas profesionales que habrían sido impensables en Nueva York. Con la dedicación que da la cercanía y el conocimiento del terreno que se supone a un casín de cuna, Manuel García se afanó entonces en el intento de dar un significado a la medicina preventiva, concepto absolutamente desconocido en aquel territorio al que el aislamiento confería todavía en los años setenta del siglo pasado un ambiente adecuado para el desarrollo de enfermedades endémicas. Es de esa época la imagen que a Manuel García le devuelve la memoria y en la que se vuelve a ver a sí mismo visitando enfermos que no sabían que lo estaban, transportando «un aparatín» para controlar la diabetes y tomar la tensión a pacientes que nunca habían ido al médico. Sucedió en la extensa ruta «de aquí a Tarna, con aquellas nevadas, y de allí a Orlé, Bueres o Nieves», arriesgando una vez incluso un dedo del pie por riesgo de congelación. «Vi a más de mil personas», confirma el doctor García mientras consulta una carpeta con la documentación de su trabajo «sobre el bocio, la hipertensión y la diabetes», de regreso de pronto hasta el descubrimiento de que ésta era, sin haberse percatado, «una zona bociótica importante» donde la incidencia de aquella enfermedad invisible aumentaba por ser éste «un lugar aislado, con aguas poco yodósicas, mucha consanguinidad y una alimentación rudimentaria…». Hubo que conseguir sal yodada y no fue fácil, pero perduró la satisfacción del médico que se sintió útil evitando en su pueblo enfermedades desconocidas con remedios baratos.
Medicina preventiva. He ahí, tal vez, salvando todas las distancias, lo que todavía necesita hoy este pueblo para contener no una grave pendiente demográfica, porque El Campu se mantiene a salvo de la caída que ha experimentado el municipio, pero sí cierto envejecimiento y alguna carencia de ideas y brazos para llevar a la práctica todas las teorías sobre su futuro. «Hubo épocas de cerca de 6.000 habitantes», recuerda Manuel García, en el recuento total de un municipio que no llega hoy a 2.000. «En toda esta zona alta el futuro ha de ser turístico», concede ahora el médico casín, «con alguna industria característica de la zona». Siempre las ha habido, enlaza, recordando un tiempo en el que «todas las semanas salía de aquí un camión de madreñas para León, a veces sin pintar», porque el toque final se lo daban al otro lado del puerto de Tarna. El calzado típico que se exportaba desde Caso llegó a ser incluso «la moneda oficial» en este pueblo en el que «la gente iba a la tienda con el par de madreñas». Es cierto que hoy ya no hay quién las calce, pero la madera y los bosques y los artesanos, concede García, todavía están aquí. Tal vez no por mucho tiempo, pero siguen ahí. Igual que los suspiros, un invento genuinamente casín que se puede aceptar como emblema del recorrido agroalimentario de este pueblo que también mantiene vivo su queso, un producto selecto a la fuerza, con su denominación de origen y aún una única elaboradora en El Campu. Van a servir esos ejemplos aislados, pero sobre todo la imaginación y el espíritu emprendedor de quienes los pusieron en marcha, confirma el doctor pensando en Nicanor Cabañín, el industrial casín que empezó a fabricar suspiros y a venderlos por «docenas de catorce» en el Caso lejano de principios de los años setenta. «Era un eslogan comercial, una originalidad suya que sigue vigente y continúa teniendo tirón», asume García, y se ha mantenido vigente en el obrador que la familia de Manuel García regenta en El Campu desde 1984. Es ese ímpetu lo que puede necesitar la villa, conviene García, el modelo abierto del emprendedor que tuvo en Coballes talleres de carpintería y tienda de embutidos, restaurante para bodas y banquetes, confitería y funeraria.
Porque esto siempre fue un ambiente agrario con otras posibilidades, con mucha materia prima por explotar, va por ahí la receta del político que lo fue casi por casualidad en los últimos años setenta, «porque casi me forzaron» a liderar una candidatura independiente que llevaba «gente de todos los colores». Lo dice también el empresario improvisado, el enamorado de la naturaleza que casi la alcanza con la mano desde su casa en Campo de Caso, el caminante que se entretiene, cómo si no en este lugar boscoso, catalogando y midiendo grandes árboles.
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