Colunga en el retrovisor
El piloto colungués Javier Villa regresa a su infancia en la localidad, a los días de mercado con su abuela y a los primeros años del colegio compaginados con los viajes y las carreras
Era jueves, como ayer, y también había mercado en Colunga. De la mano de Carmina, su abuela paterna, Javier Villa García había cogido el autobús en Loroñe y venía a comprar «comprado», porque «siempre caía algún juguete, a veces alguna pistola de bolas», para que no protestase aquel niño que ya conducía karts y soñaba con rugidos de motores. Marcha atrás hasta no hace tanto, el piloto de GP2 toma velocidad y da la vuelta hasta la compra de pescado y fruta «para toda la semana» en la plaza de abastos, aquí donde ahora lo reconoce y lo besa Pepita Ferrao, pero sobre todo hasta el recodo de la memoria en el que sigue detenido el colegio. Al volver a entrar en el Braulio Vigón, nada más llegar, en el hall reciben dos fotos dedicadas por un Villa mucho más niño y el piloto se ve de pronto en algún momento entre sus 3 y sus 13 años, un día cualquiera de los de jornada continua -todos, excepto los miércoles- con «dos horas de clase, un recreo y otras dos por la mañana antes del comedor y de 45 minutos en ese patio, y dos clases más» antes del autobús de vuelta a Loroñe con Ramón, entre otros que iban y venían de la escuela a su pueblo. Y también alguna escapada clandestina a buscar chucherías y los videojuegos en el recreo, y los exámenes cambiados de fecha para tratar de sincronizar el calendario escolar con el de las carreras de aquel joven piloto que empezaba a destacar en los circuitos.
«Siempre se portaban muy bien conmigo», agradece el deportista colungués después de saludar a Fernando Díaz, el director, y de interrumpir en quinto de Primaria para volver a ver a Rosana García, que le daba Religión. «Es Javi Villa», respuesta correcta del auditorio a la pregunta: «¿Sabéis quién es este señor?». El alumno más célebre del Braulio Vigón -«por lo menos al resto no los veo en la tele», afirma Díaz- era «muy bueno y muy cariñoso y trabajador», define García. «Ya competía, a veces tenía que perder las clases de un viernes o de un lunes y cumplía a pesar del esfuerzo», rememora la profesora. «Ahí no creo que hayas estado nunca», resume el director señalando hacia la puerta del despacho del jefe de estudios.
Villa niega con la cabeza, revuelve recuerdos y aterriza en el polideportivo, que «estaba sin acabar», y en el comedor, «del que mi padre sigue hablando muy bien». Y se acuerda de «los números», lo mejor de su expediente académico en este colegio público que fue el suyo hasta que, a los 13 años, cuando su padre montó el circuito de Soto de Dueñas, cambió las clases de Colunga por las de Arriondas. Siempre se le dieron bien, asegura, «por eso me llevaba mejor con los profesores de matemáticas», y de ahí la elección del Bachillerato tecnológico y «una media de 6,9» a pesar de los viajes y las clases y exámenes extraviados. La lengua y el inglés iban más lentos, sí, pero acertó aquel profesor que le dijo: «No me preocupa, porque si de verdad te quieres dedicar al automovilismo, vas a tener que aprender inglés por narices». Después de todo, y mirando por el retrovisor, el tiempo le ha dado la razón y el piloto sentencia: «No justifico al que deja de lado los estudios con la disculpa de hacer deporte».
Javi Villa, aquel niño veloz que compaginaba el colegio con campeonatos de karting, tiene hoy 22 años y con ésta cuatro temporadas batiéndose en la GP2, y ya había vuelto otras veces al Braulio Vigón. Hace dos años, concreta, a tratar de hacer entender lecciones como ésa de la compatibilidad y a enseñar su monoplaza de GP2, que aparcó en el polideportivo nuevo para deleite de los escolares. Cuando él estaba en su lugar, les explicó, había sido campeón de Asturias de karting y tenía por delante su selección para el programa «Racing for Spain», el título de España junior de F3, alguna prueba al volante de un Fórmula 1 y cuatro años esperando en el zaguán de la máxima competición del automovilismo mundial. Ahora, les volvería a explicar con algún motivo más, cuánto cuesta llegar y lo que compensan las banderas a cuadros.
Y lo importante que es tener un sitio adonde volver. Para él, su Colunga es este colegio, aquel mercado y algún recuerdo del vermut o el café de los domingos con la familia en el bar La Esquina, en la plaza de España, delante de la iglesia. Los amigos eran los de Loroñe, el pueblo en el que sigue la casa familiar y que remite a una vida que «me encanta» por la independencia de aquellos años que ya olían a gasolina. Otros escenarios de la infancia encontrarían en el mapa de la memoria la playa de El Barrigón, pequeña, casi escondida entre La Isla y La Espasa, y entre sus rocas el recuerdo de muchas tardes de verano adolescentes.
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