Del mono al chándal

Xuan Xosé Sánchez Vicente observa en Gijón el tránsito de una sociedad obrera a una ciudad de servicios «que pasea para quitar el colesterol» y necesita «un cambio de mentalidad»

Marcos Palicio / Gijón (Gijón)

La planta baja de un centro comercial es un escenario apropiado para calibrar los virajes de una ciudad que justo aquí encima, en el muy urbano barrio de El Llano, tenía muchas calles sin poner y mucho verde y mucha industria todavía en los años ochenta. Xuan Xosé Sánchez Vicente, gijonés de El Llano, escritor, profesor, fundador del Partíu Asturianista, no necesita retroceder hasta su infancia para comprobar que esta ciudad se ha ido tragando el paisaje con voracidad de gran urbe, que de aquella sociedad obrera en tránsito desde lo agrario queda esta especialización casi exclusivamente terciaria. En el espacio que ahora ocupa una larga avenida, con calles y manzanas de edificios uniformes a sus costados, aún resistían alguna casería y muchos restos de industria hace no mucho más de tres décadas, cuando Sánchez Vicente volvió a mudarse a su barrio natal y un día de Año Nuevo a las nueve de la mañana descubrió desde la ventana a José Manuel Palacio, el alcalde de entonces, revisando los bordillos de una calle casi sin urbanizar. El líder asturianista decidió bajar y acompañarlo en aquel recorrido que era en realidad una ruta por el principio del gran cambio de este barrio que es el suyo, ahora de repente el más poblado de Gijón y tal vez un ejemplo a escala de lo que ha pasado con aquella ciudad proletaria que, pronto lo dirá, se ha quitado el mono para ponerse el chándal, que «ya no es una urbe obrera. Puede que sí una sociedad de izquierdas -aunque gobernada por la derecha-, pero no una ciudad obrera».

Si aborda Gijón por orden, Sánchez Vicente empezará en la esquina de la calle San José con la que hoy se llama Argandona. Nació aquí cuando la Argandona, cuya denominación actual homenajea a Josefa, la hermana de Jovellanos, se llamaba Hermanos Fresno por «los primeros falangistas muertos aquí en el 36». Ocurrió en un campo de fútbol que ocupaba lo que hoy es este centro comercial que se puso de marca comercial Los Fresnos para tal vez dulcificar así, nombrando los árboles en plural, su conexión con el pasado de esta zona, con el apellido de los fusilados que dieron apelativo a aquel césped que llegó a utilizar la cantera del Sporting. «Jugábamos al hípico en la calle San José, de esquina a esquina, y al grito de "ahí vien un coche" parábamos». Era El Llano, inconcebible hoy, de los solares vacíos, los prados de las flores y las moras, los descampados, las vaquerías y, entre muchas otras, la industria maderera. Era el Gijón en el que el joven Sánchez Vicente iba a una lechería «que estaba junto al antiguo cine Goya», cerca de lo que hoy es el hotel Begoña. El Gijón en el que «la ruralidad llegaba hasta Begoña».

Antes de completar la densificación de la trama urbana, Gijón mezclaba. «Alternaba» aquella ruralidad con la industria incrustada igualmente en el centro, los bancos corridos de madera del cine-teatro Obdulia, en el barrio de La Arena, con el cuartel de la Guardia Civil a su lado… Sin salir de El Llano, donde hoy está el centro comercial hubo «una pequeña ciudadela que aguantó hasta avanzados los años ochenta» y no muy lejos y por todas partes se percibe el peso de su historia, por ejemplo las huellas impresas sobre el plano de la ciudad de un tipo de sociedad obrera muy particular, «restos históricos» supervivientes como las casas bajas «de estilo inglés», planta y piso, tejado a dos aguas, que resisten junto a la antigua cárcel de El Coto.

Sánchez Vicente habla en presente de aquella ciudad perdida, de la geografía urbana, la física y la humana, de todos los gijones que puede abarcar un gijonés. Después de El Llano, la mudanza le llevó a contemplar la ciudad desde la avenida de Portugal, «en el número 11, segundo bloque desde El Humedal». Empiezan los años sesenta, delante de casa se instala el circo, «con los elefantes que barriten y los tigres que rugen», y cerca bulle todavía el Gijón vecino de la industria, «hacia arriba La Bohemia y Laviada, más allá Moreda y hacia abajo La Herminia, esa villa de palpitante corazón fabril que vista desde hoy, con esta perspectiva del paso del tiempo, da para una reflexión doble sobre el vínculo histórico entre esta ciudad y sus fábricas. Por un lado, la huida -«La Herminia pasó de la avenida de Portugal, junto a mi casa, al polígono de Porceyo»-, y por otro, «la pérdida de fuerza de la industria». Por otro, «la desaparición de algunas actividades tradicionales, el vidrio o la chocolatería, que no consiguen superar la transición de unos mercados locales a otros muy globalizados» y que conducen a Gijón, lamenta ahora un gijonés con la conciencia crítica excitada, a una mentalidad de «falta de conexión con la industria y los trabajadores», a un estado en el que «parece que la ciudad vive sólo del paro y las prejubilaciones» y ha pasado de ser una urbe «de gente de mono a otra de gente de chándal, que pasea para quitar el colesterol».

Desde aquel hogar en la avenida de Portugal se vivía todavía el Gijón de la trama ferroviaria, del barrio del Carmen y el carbón. «Todavía vi grúas en el muelle cargando carbón», recuerda Sánchez Vicente, y «la rula con mucho pexe que pintan Piñole o Sebastián Miranda», y una Cimadevilla «más popular y menos cuidada que hoy».

En una etapa posterior está una casa en El Bibio y una oportunidad para vivir «una de las primeras experiencias de la burguesía industrial fuera de Xixón». Pero volver al puerto, desembocar en la mar y mirar alrededor equivale a volver a tropezar con el presente y a señalar «dos muestras de la poca finura estética de los sucesivos ayuntamientos, la muy mala solución del Muro -no sólo el franquista de los edificios, sino también los arreglos de barandillas o el suelo- y Fomento, con sus dos fealdades o disparates estéticos, el edificio de reparaciones y el Centro de Talasoterapia, que pese a su éxito ha conseguido que por primera vez a los gijoneses se les niegue la visión de la Campa Torres». En la ciudad de las «soluciones pal añu que vien, de poca visión de la ciudad y voluntad de futuro», falta profundidad. Por no hablar de los «cien tipos de farolas de Begoña», de «una ciudad enemiga de los árboles y las flores» o de la sensación de que el parque de Isabel la Católica «tendría que haber crecido». En la histórica mancha verde de expansión de la ciudad, afirma, mediaron los prejuicios posfranquistas tanto como en la decisión de no utilizar para el campus universitario la Universidad Laboral.

Por ahí se lanza de nuevo la conciencia crítica del político en dirección hacia la ampliación del puerto de El Musel y la Zona de Actividades Logísticas e Industriales (ZALIA), ejemplo lastimero, a su juicio, «del error de pensar que la pura voluntad política valía para crear actividad económica, que se podía diseñar la actividad económica desde un gobierno o un partido político». El recorrido sigue hasta descubrir también «operaciones bien hechas: la magnífica del campus, que pese al despilfarro ha generado una de las grandes transformaciones del espacio urbano, el aprovechamiento de los terrenos del Botánico o el rescate de El Tragamón»... Ésta es hoy «una ciudad más habitable», sí, donde ahora el enfermo va al hospital en lugar de a la Casa de Socorro, pero tal vez «no podía ser de otra manera» ni sale definitivamente a favor el saldo que compara el esfuerzo, la inversión y el resultado.

El niño había vivido el Gijón industrial y del carbón, agrario, marinero y pescador. El profesor asistió desde sus clases en el Nuevo Jovellanos o el instituto de Roces al boom demográfico del siglo XX, al inicio de los bachilleratos nocturnos, «la multiplicación de la población, del número de gente escolarizada y de institutos», la densificación de la trama urbana hacia los lugares de la industria y la vivienda obrera. Pero ahora, ¿qué? En el nuevo Gijón, que no es sólo el nombre de un barrio, «lo más difícil es cambiar la mentalidad», remata, «comprender que el mundo nunca fue como soñamos que era y que la máquina de hacer billetes no existe y que, si existiera, también sería una ruina». Que un aviso a navegantes, navegantes que son políticos, dice que «el futuro pasa por el esfuerzo de ver la realidad y querer vivir en ella».

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