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De la opulencia al último bar

Sergio García, propietario del único chigre abierto en Illano y chófer del autobús escolar, analiza el declive profundo y acelerado de la villa, «como si hubiese caído una plaga»

Marcos Palicio / Illano (Illano)

No fue hace tanto tiempo. Sergio García Fernández conducía un autobús escolar de 56 plazas en la ruta que va de Illano al Instituto de Boal, diecinueve kilómetros y muchas más curvas que pueblos, y a veces los niños pequeños iban «tres en cada dos asientos». Hoy, sólo poco más de diez años después, el pasaje viaja mucho más holgado y el chófer ha cubierto el mismo recorrido recogiendo por el camino solamente a 23 alumnos de casi todo este concejo y parte del vecino, asombrado de lo mucho que ha perdido en un trayecto tan corto y con la impresión de que el declive ha sido demasiado rápido además de muy profundo. «Como si hubiese caído una plaga».

El que habla es el conductor del autocar, pero también el propietario del único bar que se ve abierto en Illano capital, trabajador pluriempleado y dos veces autónomo por las exigencias de esta población menguada que sale a la calle, mira a los lados y no encuentra el relevo. Sergio es el que queda, y su pequeño chigre-tienda, el último superviviente de aquel pueblo que sólo hace cinco años tenía cuatro bares y tampoco necesita retroceder demasiado en el tiempo para recordar que por esta carretera retorcida pasaban cada día dos autobuses de línea en dirección a Fonsagrada y otros dos río abajo camino de Navia. Ahora, la AS-12 se mueve menos por delante de esta taberna con comercio que durará lo que aguante su dueño, 59 años, antes de jubilarse. Y él sabe, porque lo ha visto varias veces, que aquí «el que cierra no vuelve a abrir». Fue lo que pasó con Matutina, con Ángel, con Ernestina, con Suso... Cuando llegue su momento, bromea con la parroquia escasa de la sobremesa -tres personas-, «a lo mejor dejo la puerta abierta para que cada uno coja lo que quiera».

Los dos puestos que compatibiliza, el asiento del volante y el de detrás del mostrador, son atalaya de privilegio para saber hasta qué punto ha acelerado el declive de la población y se ha desplomado la energía vital de este pueblo agarrado a las cuestas pronunciadas que bajan al río Navia. A la frialdad de las cifras opone el calor de su propia experiencia: «Aquí se abría a las seis de la mañana y se cerraba cuando se podía, a veces a las dos o las tres de la madrugada. Ayer, yo cerré a las ocho de la tarde». En los buenos tiempos, que los hubo, «casi llovía el dinero, toda la gente de los pueblos venía a caer a esta zona» y lo que ahora es sólo bar y comercio ofrecía también cama y comida. No habla de hace cien años, puede que hayan pasado pocos más de diez. «Cogimos el último arreglo de esta carretera y otra etapa de mucha actividad con el montaje de los eólicos» del parque de La Bobia-San Isidro, el más grande de Asturias. Como eso duró lo que duró y «también cerró una cantera en Gío», a partir de ahí «todo ha caído en picado», como si rodase ladera abajo por estas pendientes que desde cualquier lugar de Illano van a dar al Navia embalsado.

Natural de Santa Colomba, concejo de Castropol, «a mitad de camino entre Vegadeo y Boal», Sergio García se estableció en Illano al casarse con su esposa, que antes de hacerse cargo del bar tienda fue peluquera cuando también había peluquería en Illano. El destino le buscó otros lugares privilegiados donde asistir a la pérdida progresiva de las fuentes de riqueza de esta zona. Durante casi cuatro años entre los setenta y los ochenta trabajó en la mina de wolframio de Penouta, en Boal, en la segunda etapa de explotación de un yacimiento que con su centenar de trabajadores era una mina para todo su alrededor, «el motor de toda esta zona». Como casi todo aquí, la clausura de la mina tampoco dejó tras de sí un sustituto y Sergio García no necesita salir de casa para encontrar las pruebas de que faltan alternativas: sus dos hijos también se han buscado el futuro lejos de aquí. Él no. Él prefiere restringir a las visitas esporádicas su relación con la gran ciudad, no hay duda: «Me gusta mucho más la vida del pueblo». La de siempre, saludable y cada vez más tranquila. «Siembro unas patatas, lechugas, berzas, tengo conejos, gallinas, pollos de engorde y hago embutidos para el consumo doméstico, sé que como sano, sin aditivos...».

«¿Vino?». El trato cercano de este bar que tiene más de veinte años y se sigue llamando «nuevo» no deja lugar a la duda cuando asoma por la puerta un cliente, aquí casi todos son fijos, y el barman adivina de inmediato la comanda. Eso no lo van a encontrar en la ciudad. Tampoco esta pequeña tienda «del olvido» que Sergio García llama así, aparte de lo evidente, porque la clientela «viene a última hora a pedir lo imprescindible que se ha olvidado de comprar». El problema viene cuando al salir no se encuentra el camino, se impone la certeza de que «turismo apenas hay porque no tenemos casi nada que ofrecerle» y el olvido llega hasta la cobertura escasa de móvil e internet. De los 66 habitantes oficiales -aunque hay quien sostiene que los reales no pasan de cuarenta- el propietario del bar calcula que «hay por lo menos dieciséis, casi una cuarta parte, con más de ochenta años».

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