La Corredoria, ladrillo y memoria
El empresario Paulino Álvarez evoca el pueblo industrioso que precedió al barrio residencial, sorprendido por una metamorfosis tan veloz que «no la digeríamos»
En el año 2012, toda La Corredoria está ocupada por el hormigón y los ladrillos. ¿Toda? No, toda no. La casa de Paulino Álvarez, planta y piso con jardín, resiste irreductible en mitad de las promociones inmobiliarias de La Corredoria Oeste, rodeada por todas partes de edificios de vivienda colectiva de principios del siglo XXI, pegada a lo que siempre fue la carretera a Villaperi y es ahora una calle de dirección única que va a morir a un pequeño parque delimitado por un corral de edificios de cinco alturas. Desde aquí, reducto ceñido por los frutos del progreso, se puede hablar con propiedad y conocimiento de causa de lo que ha pasado con el gran barrio residencial que fue un pueblo de verdad, que ya no se parece nada de nada a aquella aldea industriosa con su curtidora y su fábrica de anís, sus caserías y sus talleres de carros, los molinos y los hórreos ocupando este paisaje uniformado hoy a base de ladrillo y jardines. Ni rastro. «Aquí se levantaron todos los tapinos. Catastral y topográficamente queda la fuente de los Cuatro Caños». Paulino Álvarez Gutiérrez, «Paulino el de La Corredoria», empresario de la grasa y la proteína de los productos cárnicos -«el chatarrero de la carne»-, sabe lo que ha ocurrido y lo que se puede contar.
Nació junto al mojón de la Media Legua, el emblemático indicador de finales del siglo XVIII que señaliza la distancia de aquí al centro de Oviedo por la vieja carretera de Gijón. Por eso y porque sigue viviendo aquí, porque lo ha visto todo, recorre con cierto vértigo el camino de retroceso hacia el pasado del barrio. Fue todo tan rápido, afirma, que «no lo digerías». Primero La Corredoria Oeste, «un proyecto que nadie pensaba que se pudiera desarrollar de esa manera», a aquella velocidad. Luego el «prau de Pichu», el de la fiesta de toda la vida, pavimentado y transformado en la gran plaza circular del Conceyín, cercado a toda velocidad por edificaciones en altura. Y, a continuación, el Este, la zona que linda con la autopista. Deprisa, deprisa. 139 familias en 1888, 2.820 vecinos en 1991, 15.153 censados en 2012. «Y aquí nadie salió a vender sus bienes», recuerda. «La Corredoria fue sorprendida». Con la querencia de Oviedo por expandirse a esta vega llana al norte de la capital llegaron los colonos y tomaron el pueblo reedificado, desfigurado, pero aquí salvaron una parte de la sustancia. Si no de la física, sí de la social: «Fuimos muy hospitalarios, porque hoy se ve aún una abundancia de espíritu correduriense. La gente está unida; si alguien toca el timbre del sistema, la gente escucha».
Levantaron los tapinos y la línea de llegada es este escenario limpio, el «barrio moderno» con su «desarrollo urbano cómodo», los espacios abiertos y las calles anchas para dar cobijo y vivienda asequible a una población que, además de crecer, se multiplica. «La Corredoria debe de ser, junto a Montevil, el sitio de Asturias con más críos», afirma Álvarez, «y eso da alegría».
Levantaron los tapinos, pero hubo quien se las arregló para mantener una parte a cubierto. A simple vista no lo parece, pero La Corredoria sí tiene memoria. Lo sabe Paulino Álvarez y asiente José Antonio Valdés Lorenzo, que se empeñó en rescatar para el callejero de la nueva Corredoria los nombres históricos de cada porción de asfalto urbanizado en el barrio. Por eso aquel pueblo que inicialmente aparecía en los planos de Sogepsa con impersonales números en lugar de nombres en las calles combina ahora los topónimos tradicionales de La Corredoria con los que quiso poner el Ayuntamiento. Por eso esa calle se llama Les Matuques, aquella La Aguamiera, el Molín de la Casuca continúa por Molín del Toro y la calle La Tahona resurge en mitad de la primera zona expansiva de esta población singular, al Oeste, encajada entre arterias urbanas con nombres de grandes cantantes de tonada. «Se trataba de no perder la toponimia de la zona», confirma Valdés Lorenzo; de utilizar los nombres para retener aquel pueblo que quedó para siempre sepultado bajo el hormigón y que ya no volverá. Era una misión al rescate de una pequeña parte de su esencia, una fórmula para ratificar que esto ya existía mucho antes de Sogepsa.
Porque La Corredoria, dan fe los que todavía se tienen que esforzar para dar crédito al gran cambio, era a finales del siglo XIX y fue durante gran parte del XX un pueblo con su protoindustria, su economía mixta y sus tahonas. Había molinos y los talleres de carros y xarrés eran famosos en toda la región, como corresponde a un lugar que lleva en el topónimo la vocación de haber sido prioritariamente un punto de paso y comunicación de la capital del Principado con Gijón y la costa cantábrica. Vivía todo eso y «una industria chacinera muy antigua», todo en este mismo lugar irreconocible adonde hoy, Paulino Álvarez se sigue sorprendiendo, vienen familias enteras a buscar esto que el empresario también llama «calidad de vida».
Álvarez, heredero de la tradición industrial de este pueblo que tuvo mucha, mira ahora al centro social de El Cortijo, en mitad de su finca en La Corredoria Alta. Recuerda que el espacio era mucho más grande en aquella otra vida del barrio, que tuvo entre fines del XIX y los años cincuenta del siglo pasado una gran curtidora, que se instaló justo aquí porque había manantiales cerca y el complejo industrial necesitaba grandes cantidades de agua. El suministro también ayudó después a su reconversión en fábrica de anís. Finalmente, El Cortijo se parceló en una agrupación de pequeños negocios, pero fue siempre una fuente de empleos, justo eso que hoy alguien echa a veces en falta aquí donde ahora apenas el diez por ciento de los habitantes tienen en esta zona además del dormitorio el puesto de trabajo. Cuando los de La Corredoria, los de verdad, quisieron darse cuenta, la explanada circular del Conceyín había cambiado de repente los hórreos por los bloques de ocho alturas que cierran la cuerda de la circunferencia. Los graneros han quedado para simples objetos decorativos en los jardines junto a la estación del tren y en el Parque de Invierno de la capital.
Tampoco tiene nada que ver con su pasado el gran supermercado y la calle que bordea el campo de fútbol, abriéndose paso por entre dos hileras de edificios casi gemelos de ocho plantas. Muy cerca de aquí, José Antonio Valdés recuerda haber visto un molino y «una señora que hacía ruido con una olla para que a su llamada vinieran las nutrias por el Nora a comer lo que ella les tiraba». Por lo menos, en el letrero del nombre de esta calle sigue poniendo Molín de la Casuca.
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