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El cineasta José Antonio Quirós se rebela contra el destino que deja la minería en su pueblo: «Me duele escuchar que esto terminará siendo sólo una población dormitorio»

Marcos Palicio / La Foz de Morcín (Morcín)

En la primera secuencia, interior día, el niño mira desde detrás de la barra del bar, saboreando la sensación de «disfrutar observando», sufriendo alguna vez al descubrirse observado. El bar está donde siempre, enfrente de la iglesia de La Foz de Morcín, en la carretera que atraviesa la villa camino de Riosa. Ha pasado mucho tiempo, pero permanece aquí, felizmente reabierto, «Nuevo Panizales» en el rótulo de aquel «Panizales» de toda la vida, homenaje al pueblo natal del padre en la parroquia de La Foz. Desde detrás del mostrador de Jamín, a fuerza de ver pasar la vida de una población minera en permanente movimiento, José Antonio Quirós dice que aprendió a mirar para hacer cine. A darle una vuelta a la realidad, a sugerir sin decir del todo: «La mirada irónica, muchas veces difícil de entender, también se forma en un espacio como éste en el que yo me crie».

Fuera hay un pueblo amurallado por las paredes calizas de la sierra del Aramo donde la curiosidad de aventurarse a saber lo que había al otro lado dio a luz a un director de cine. A uno particular que hoy asiente a la certeza de que el escenario de la crianza entre mineros y lucha obrera cotidiana ha delimitado la profundidad de una mirada que se inclinaría con el tiempo, influida «por supuesto» por este sustrato, hacia el cine de contenido social. Detrás de la barra, como después detrás de la cámara, en La Foz se adivinaba una escenografía física y humana propicia para «soñar despierto, para marcarme unos objetivos y pensar que más allá de las montañas podía haber algo que me sorprendería».

El cineasta morciniego, autor de historias ficticias con cimiento real sobre las distintas modalidades de la resistencia, sigue viviendo de la observación. Le llama la atención la súbita actualidad de aquella protesta no tan fantástica que llevó a su minero a caminar hasta Madrid en «Pídele cuentas al Rey» (1999). O el valor premonitorio de aquellas pequeñas rebeliones contra el deterioro medioambiental de los espacios rurales -«Cenizas del cielo» (2008)-, también pertinentes ahora que «el escupitajo» de la central térmica de Aboño ha llenado de fuelóleo las playas de Carreño. Y es ahí, de vuelta al pueblo de su infancia, con el bar abierto pero en otras manos, con el paisaje humano en sorda retirada y el futuro acorralado por signos de interrogación, donde el director también se subleva. «Me duele», se confiesa, «escuchar que la cuenca, y especialmente La Foz, terminará siendo», en el mejor de los casos, «una población dormitorio. Me niego a pensar que ese calificativo se quedará ahí para siempre». Habla el deseo de revertir el decaimiento posterior al cierre de las minas y la ausencia de contrapartidas visibles, evidente a cada paso en la localidad morciniega. Hablan a la vez el espíritu de sublevación contra el destino que empujó a Fidel, el minero que interpretó Antonio Resines, a ir andando a pedir trabajo al Rey, o el inconformismo de Federico, el protagonista de «Cenizas del cielo», que era Celso Bugallo abrazado a un manzano a los pies de la torre de refrigeración de una central térmica.

Todo eso se puede llegar a encajar en una llamada a la obstinación, a la perseverancia y al enroque en la certeza de que La Foz, su pueblo, tiene material para no dejarse caer, para evitar deslizarse hacia el fundido en negro sin más alternativas que quedarse parado, esperando. «Como todo es cíclico», aclara Quirós, «creo que un lugar como éste tiene la gran ventaja de estar cerca de todo, y a la vez permitir que te sientas apartado del mundo si te da la gana. Es un pueblo en el que puedes disfrutar del silencio, y de los ruidos si quieres tertulia y jarana...».

Un sitio distinto que la memoria del director de cine escoge con «atmósfera gris, con niebla. Curiosamente», afirma, «en mi pueblo prefiero el ambiente desapacible a la luz del sol». Cuesta, pero el Monsacro permite enseguida encontrar el hilo invisible que asegura la continuidad de aquel paisaje de la infancia en éste cada vez con menos gente. El vínculo es la montaña y a sus pies, enlaza Quirós, «algún rincón que todavía reconozco y que aún mantiene el sabor del pasado: las chimeneas de carbón». Dice que su mirada, tal vez como la del pintor estadounidense Edward Hopper, está construida prioritariamente «desde interiores, y luego desde exteriores cuando nadie me mira». Disfrutando de observar, como aquel niño del bar. Padeciendo por ser observado. Así se ve hoy este trozo de vida decaída, con certamen de afuega'l pitu pero sin quesería industrial, ni pequeña ni grande; con las tolvas del pozo Monsacro preparadas para ser un Museo de la Lechería que ya hace demasiado tiempo que se retrasa.

Por lo menos, el restaurante de la familia vuelve a estar aquí. «Espero que les dure mucho a los nuevos propietarios, a pesar de la situación», afirma el cineasta focetano, persuadido de que a lo mejor las puertas abiertas de aquel sitio donde los wésterns de sobremesa interrumpían las partidas de los sábados vienen a poner imágenes a la sensación de que tal vez sí, de que a lo mejor hay un camino hacia el provenir de este pueblo dividido en dos por el río Riosa, doliente por la falta de compensaciones que permitan contrapesar, con el turismo y otros yacimientos, las migajas que ya va dejando la mina. Todo va a ser cuestión de recuperar aquella «inquieta e ilusionada actitud frente al porvenir» que el Príncipe de Asturias dijo haber encontrado aquí cuando vino a entregar a La Foz y a la Hermandad de La Probe el premio al «Pueblo ejemplar» de 2002. Es ése el objetivo aunque «futuro, como felicidad, terminará siendo una palabra malsonante», remata Quirós. «El futuro a estas alturas, como la felicidad, son vocablos que sólo pronuncian quienes los niegan».

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