Rock alrededor de la Torre del Reloj
Manolo Díaz, presidente del Niemeyer y ejecutivo discográfico, evoca el Luanco marinero de sus primeros veraneos en la villa, «el Portofino cantábrico» de su despertar a las vanguardias musicales
Manolo Díaz conoció Luanco mucho antes de comprobar que existía. Sin necesidad de venir a verlo, a la vista de la postal que los relatos de Manuel Díaz Uzquiano habían fijado en el cerebro de su hijo mayor, él sabía que la capital de Gozón era Portofino, que se parecía a un pintoresco puerto italiano de fachadas armónicas que estaba encajado en una pequeña bahía rodeada de verde en la provincia de Génova. La alta expectativa del niño inquieto, que luego iba a ser compositor y músico, alto ejecutivo discográfico y ahora presidente del patronato del Centro Cultural Oscar Niemeyer, quedó satisfecha al primer vistazo, cuando el veraneo familiar le trajo por primera vez, no recuerda si con doce años, a la playa donde aquel día unos niños jugaban al fútbol descalzos.
En aquella villa sin invasiones de turistas «había ya algunos veraneantes, aún no muchos», y cada vez menos prevenciones a «mezclarse» con los «locales», así que Manolo y sus dos hermanos ficharon de inmediato por el equipo improvisado del primer Luanco veraniego y turístico. Bajaron a la arena, dijeron sus nombres, que eran de Oviedo y vivían en Madrid, preguntaron si podían jugar y conectaron «rapidísimamente». Ya tenían pandilla en aquel «pueblín de pescadores», «más pequeño» y urbanísticamente «menos tocado» que hoy, todavía intacta su vecindad estética con aquel Portofino que le había descrito su padre. «Él lo veía así» y a su hijo la primera imagen le dio la razón: «La postal con las casas que daban a la playa de La Ribera, los barquinos de colores flotando en el muelle y detrás la torre de la iglesia y a la izquierda la del reloj tenía un encanto enorme». Después de aquel primer verano luanquín, Manolo Díaz (Oviedo, 1941) vivió en muchos lugares del mundo, a este lado del Atlántico y al otro, pero nunca ha podido separarse demasiado de Luanco.
Así ha sido ya para siempre y hasta hoy, más o menos sesenta años después de aquel día en el que el padre viró el escenario de las vacaciones y aquellos primeros veraneos en un piso de alquiler en Gijón cedieron el paso definitivamente a éstos al abrigo del Cabo Peñas. No buscaron más. Manolo sigue volviendo, ahora a su casa luanquina, y asume que es por culpa del paisaje humano tanto como del físico. La memoria se complace en el retorno a aquellos primeros veranos en la playa de Luanco y recita nombres de carrerilla: «Recuerdo la amistad muy fuerte que creció allí con Carlos Arnott, Manolo Caicoya, Ángel Hurlé, Manolo Gordillo, Carlos Valderrábano, Rodrigo Mulas... Éramos una pandilla muy unida», cuyo vínculo perduró y atravesó décadas y fronteras, evoca Díaz pensando en «mis coincidencias fantásticas en nuestra vida fuera de Asturias con Nacho Artime», luanquín de su misma quinta, periodista y productor teatral de «éxito impresionante». Desde aquellos veranos «nos hemos encontrado en Nueva York, en Madrid, y por supuesto en Asturias y en Luanco».
Al mirar la playa de Luanco y retroceder hasta los cincuenta «me acuerdo, como si fuese hoy, de la fuerza y el talento atlético de Garrucho, que luego llegó a ser futbolista profesional -delantero de muchos equipos, desde el Nordestín y el Marino al Cardiff de Gales-. Me veo nadando con Manolo Caicoya, ida y vuelta de la playa al dique del Gayo -que hoy abriga el gran puerto deportivo-, o caminando avanzada la tarde hasta Candás, que ahora, no sé por qué, parece que está mucho más lejos que entonces».
Las noches eran para «Valpa», «Valparaíso», «una especie de merendero-discoteca al aire libre a las afueras de Luanco», a cuya mención irrumpe atronadora en el recuerdo la banda sonora. A Manolo Díaz, el guitarrista de «Los Sónor», el compositor de «Los Bravos» y director artístico de «Aguaviva» en los sesenta y setenta, el vicepresidente de Sony Europa y presidente de CBS, de Polygram y la Academia de los «Grammy» latinos a partir de los ochenta, se le abrieron los oídos en «Valpa». Podrían estar terminando los cincuenta y comenzando los sesenta en aquella primera discoteca, «muy vanguardista» para la selección musical, que «nos marcó muchísimo». «Ponían la música que empezaba a ser yeyé», rememora Díaz, y bautizaron «nuestra primera relación con el rock, cuando "Los Llopis" cantaban "Hasta luego, cocodrilo" en lugar de "See you later, alligator" y los "Teen Tops" cambiaban "Good golly Miss Molly" por "Ahí viene la plaga"».
En «Valpa» sonaron después «Los Brincos», «Los Pekenikes», «Los Mustang», sus «Bravos»... Pero ahora, con la perspectiva del paso del tiempo, Luanco ya suena también de otra manera. «Si hoy tengo que relacionar a la villa con una canción, sería "Soy de Verdiciu". Luanco es Gozón y Gozón es el Cabo Peñas», explica, «toda esa preciosidad de verdor incomparable». Al salir de la villa por el Norte, viendo alejarse su trazado urbano, también se agradece esta otra perspectiva camino del Cabo, esta «prominente nariz» que Asturias, en la definición que dejó el escritor Juan Antonio Cabezas, «mete por las aguas del Cantábrico, como para oler lo que se pesca».
«Religiosamente», casi todos los días de Manolo Díaz en Luanco empiezan ahí, caminando por una senda «preciosa» que abandona la villa por el Norte y va en dirección a ese paraíso. Para pasear hacia Moniello y Bañugues debe atravesar Peroño, la urbanización que «cambió la belleza de aquel monte verde» que ponía el graderío sobre la playa y la mar de Luanco y que ha sido para algunos emblema del urbanismo desaforado en la capital gozoniega. «De repente, se llenó de edificios. No me gustó», pero visto unos años después, y sobre todo contemplando la panorámica de la villa que se observa desde aquí, «me he ido acostumbrando y ya duele menos». Peores son, a su juicio, las tropelías en el centro, o lo que ha sido de La Vallina, el nuevo barrio residencial que «nada tiene que ver con Luanco».
Manolo Díaz ha vuelto a su padre y a aquella esperanza «de que Luanco creciese de un modo controlado, conforme a unos códigos estéticos que él no veía en otras zonas de España». El presidente del Niemeyer cruza la villa y asume que en ocasiones «no vivo bien» la transformación del Luanco marinero. «Tengo la teoría de que cuesta igual construir guapo que feo, de que siempre es más barato construir que destruir, así que lo feo queda para toda la vida». Es una pena, concluye, «que no se haya cuidado más aquel sueño de mi padre de mantener cierta armonía o nivel estético para hacerle guiños a lo que construyeron aquí nuestros tatarabuelos, al Luanco original».
De aquella postal de su primer día han desaparecido también los barcos. «Le han quitado el colorido», en parte «por ese fenómeno irreversible» y en nada exclusivo de esta villa que dice que «los hijos de los pescadores no quieren ser pescadores». Luanco, sin embargo, sigue a su modo siendo aquél y hay esfuerzos que lo atestiguan. Díaz agradece, por ejemplo, los de Robustiano Rodríguez, propietario del Restaurante Robus. «Ha convertido en hoteles varios edificios de la plaza de la Baragaña respetando bastante el aspecto tradicional, en un guiño a lo que había antes aquí, con aquel mismo espíritu, consiguiendo una construcción funcional y moderna, pero que se integra y no le pega una patada a la estética».
Al final, en el último giro de la perspectiva de sus vueltas alrededor de la villa, el vistazo al futuro desde su nuevo sillón de presidente del Niemeyer le va a decir que Luanco es también una oportunidad. Una alternativa turística a la estela del revulsivo avilesino. Están juntos -«tardo 14 minutos exactos de mi casa al aparcamiento del Niemeyer»- y para él «sería fantástico poder incluir Luanco, el Cabo Peñas, Xagó y todo ese entorno bellísimo dentro de lo que Avilés puede ofrecer a sus visitantes. Se habla de que van a venir cruceros», remata, pero antes sería muy deseable no dejar caer lo que hay: «A ver si se salva el Museo Marítimo. Son cuatro pesetas, la Consejería de Cultura debería rascarse el bolsillo».
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