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Lugones, trama, nudo y desenlace

El autor y director teatral Etelvino Vázquez repesca la villa diferente, anterior a la gran explosión urbana e industrial, donde nació y creció su vocación escénica

Marcos Palicio / Lugones (Siero)

Etelvino Vázquez tiene el ordenador y la mesa de trabajo donde estuvo la cama en la que nació. En esta historia, Lugones es la trama, el nudo y el desenlace. El pueblo es el decorado permanente, el telón de fondo, la escenografía preferida para el autor y el actor lugonense, para el director teatral y el fundador de «Teatro del Norte». Su compañía también nació aquí, de eso hace más de 26 años y 45 espectáculos, y ha mantenido hasta hoy el refugio, la sede y la sala de ensayo en el mismo sitio, en casa de Etelvino, aquí donde la villa empieza a terminarse por el Noroeste y las paredes de lo que en tiempos fue una vieja panadería -muy poco sigue siendo lo que era en Lugones- están decoradas con carteles de montajes pasados y muchas fotografías repletas de recuerdos. «Ésta es en Nantes, aquella en Montevideo, delante de la tumba de Pasolini, en casa de García Lorca...». «El cementerio», bromea Vázquez, que al volver atrás siempre encuentra el camino para regresar a Lugones. La villa que ha quedado congelada en su memoria, eso sí, es aquel sitio distinto donde la mitad rural aún no había sucumbido del todo al empuje de la fabril y la urbana, y que siempre vuelve reconstruida como una «aldeona» que aún iba de camino hacia su futuro industrial y estaba, todavía, «muy lejos de Oviedo».

La memoria tira de la cuerda que lleva al origen de la vocación teatral y en seguida sale también Lugones. Emerge el cruce viejo, la silla al hombro, el padre y el hermano pequeño a ver a Barniol, «una pequeña compañía ambulante, del estilo de la de "El viaje a ninguna parte", que hacía una especie de mezcla de teatro y circo», y que aquel niño -«estamos hablando igual de 1955 o 1956»- contemplaba con deleite, a lo mejor sospechando ya que despertaba poco a poco a la certeza de lo que quería ser. La villa natal y el gusto por la escena se confunden  también en la evocación de «todos los circos que nos llevaba a ver mi padre» aquí, de las representaciones de la Compañía Asturiana de Comedias en el cine Avenida, con Rosario Trabanco y Honorino García, y de aquel primer paso, por fin, del patio de butacas al escenario. Aquello sucedió también aquí, dónde si no, en los festivales que empezaban a organizar «aquellos curas progres del Concilio Vaticano II», cuando Etelvino Vázquez entró en escena por el teatro costumbrista en asturiano, «Pachín de Melás y así». Luego vendría el contacto con el Ateneo de Oviedo, «que dirigía Julio Rodríguez Blanco», y a toda prisa el grupo «Caterva», el origen de «Margen», «Teatro del Norte» ininterrumpidamente desde 1985 y ahora también la dirección del aula de teatro de la Universidad.

Pasó casi todo en Lugones, o desde Lugones, o al menos con la silueta al fondo de esta villa muy cambiada. Su pueblo es ahora uno distinto, uno «que va desapareciendo por completo» y no sólo se difumina en el recuerdo. «Del Lugones de toda la vida ya quedamos pocos». La zona de El Villar, «donde yo jugué, se ha llenado de chalés; el río donde aprendí a nadar pasa por el polígono industrial de Silvota y ya no está la panera junto a la que nos sentábamos a ver el teatro en el cruce viejo». También faltan los dos cines, el Avenida y el Nora, donde se desperezó la inclinación hacia el espectáculo de este hombre de teatro que, sin embargo, prefiere embridar la añoranza. «No tengo tanta nostalgia», aclara Vázquez, plantado en el centro más urbano de esta villa que casi ha duplicado su población en los últimos treinta años y que cuando él nació (en 1950)  apenas tenía 2.000 habitantes en el espacio que hoy ocupan bastante más de 12.000. Testigo privilegiado de aquel tránsito rápido a la modernidad y la industria, espectador desengañado del cambio brusco de esta llanura entre dos ríos que fue un día «un puñado de caserías y molinos», Vázquez rechaza la melancolía, «como si alguna vez hubiésemos sido la Arcadia feliz», sentencia. Lo dice él, que ha visto el cambio en butaca preferente, que vive en una casa que sigue siendo «una especie de isla» entre lo muy urbano, vecina hoy de un gran almacén de productos chinos y algunas naves del polígono industrial de Sia Cooper. Por aquí hubo varias tiendas tradicionales y ya casi sólo sigue la sierra de Pepe, «el Güelu». Lugones no lo puede evitar, «viene de la sirena de la fábrica», sentencia.

Sin entregarse a la nostalgia ni anclarse al pasado ni olvidar, Etelvino Vázquez sabe que hubo «otro Lugones». Señala la oficina de consumo, cerca de su casa, que fue la escuela donde enseñaban don Víctor, don José o doña Luisa, se recuerda nadando en el Pozón del río Noreña y jugando en lo que quedaba de las trincheras de la guerra en El Cuetu, «porque Lugones era el frente durante el cerco a Oviedo y mi casa, el parque de automóviles de los republicanos». Aquella villa era la de Anita Santa Bárbara, «mi madrina»; de María Belo, de los Carracedo, «que tenían una panadería, de Vitor el Molín...».

El paisaje humano ha cambiado, pero, sabiendo mirar, en el físico no está todo perdido. Lugones sigue siendo aquel pueblo-pueblo a salvo de la eclosión urbana e industrial si se acude a mirarlo desde el entorno del «puente vieyu», esta estructura de origen incierto y al menos seis siglos de antigüedad a la que el musgo, progresando entre las piedras, «le da un aire añejo», agradece Vázquez. La vieja pasarela atraviesa el Nora separando por aquí el concejo de Siero del de Llanera y cerrando, todavía, un barrio de casas bajas con corredores adornados con flores. El director teatral ha venido hasta aquí para que se vea que en esta villa nueva con aspiraciones urbanas también hay una parte donde el origen rural resiste casi intacto. Entre los vestigios del pasado que cabe defender aparecerá de inmediato ese oasis inmenso que está a punto de volver a visitar y que desconocen, dice, muchos lugonenses de hoy. «Soy un gran defensor de La Acebera», confiesa, para que conste, al llegar a la finca de 3.000 metros cuadrados y 2.000 especies de enormes árboles donde estuvo la fábrica de explosivos Santa Bárbara, aquella raíz de la tradición industrial de la que salió esta villa tal y como ha llegado al siglo XXI. Vázquez acaba de bordear las secuoyas, invita a calibrar el grosor y la altura de un enorme cedro y señala la fronda de su izquierda. «Parece la selva». El director teatral, que se acuerda de cuando todo este jardín descomunal era una gran factoría de pólvora, posa delante del lago con cascada, pasa por el depósito de agua de Ildefonso Sánchez del Río, por la casona imponente que fue del «padre» de la compañía, José Tartiere -«un icono de Lugones»-, y señala el claro del bosque, donde ya no están las oficinas de la empresa. Todo acaba en una antigua casona mariñana, casi en el confín del parque y del concejo de Siero, a la vista ya el tráfico de la AS-II, pero también las panoyas que cuelgan de la panera y las tres varas de hierba que completan la silueta de la resistencia.

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