El niño que quería ser «un paisano»
El académico Salvador Gutiérrez regresa al paraíso de su infancia en Bimenes y a «la capacidad de sacrificio, el afán de saber y la humildad» que aprendió en su pueblo
Sobrecogido por la «caliza grisácea de Peña Mayor», el niño que fue Salvador Gutiérrez Ordóñez se hacía preguntas. Quería saber lo que había detrás de aquel lugar por donde salía el sol, qué otros paraísos escondía la última frontera de «aquel pequeño mundo» de la infancia en Bimenes. Ahora que tiene algunas respuestas, el lingüista yerbato puede comparar y definir, a medias con su memoria, ese arrabal del edén que puso el decorado a los primeros años de su vida. Cuando Gutiérrez todavía no era ni catedrático en la Universidad de León ni académico de la lengua, los niños de Tabayes de la cosecha de 1948 veían aquel valle muy grande, «inmenso, cerrado y precioso», espolvoreado de pueblos a los que Salvador Gutiérrez sigue pudiendo asociar un puñado «de imágenes y de acontecimientos» centrales en la vida de un chiquillo en los cincuenta. A cada uno lo suyo. Rozaes era la familia paterna y la escuela, «abarrotada de críos y regida por un maestro al que temíamos como a un trueno»; «Piñera representaba la peregrinación de los domingos a la misa y al catecismo. En Martimporra estaban el palacio, el Ayuntamiento y, sobre todo, el economato adonde nos acercábamos para adquirir todo. A San Julián bajábamos algunos domingos para ver al Iberia, el único equipo de fútbol de años cincuenta (luego apareció el Rozaes), y para comprar cromos, cuentos o chocolatinas en el puestín de Filomena». Y en el centro del mundo, Tabayes: «Mis padres, mi hermano, mi familia, mi casa, los amigos de infancia, los lugares de juegos, las caleyas...».
Es eso lo que vuelve a ver cuando en una parada para la reflexión y la recapitulación, siguiendo la metáfora que utilizó en su discurso de ingreso en la RAE -febrero de 2008-, «la mirada se escurre por los pasillos del alma hacia tiempos pretéritos». En alguno de esos recodos sigue vivo un pueblo, o muchos, donde un niño forja su personalidad asimilando unos valores que «nadie discutía». En el Bimenes minero y agrario del ecuador del siglo XX, «por encima de las pequeñas rugosidades de la convivencia», no se ponía en duda la vigencia y la fe en «el trabajo, el afán de superación que se proyectaba en los hijos, la solidaridad, la honradez, el valor de la palabra dada, la capacidad de superación ante la desgracia? Existe una expresión que escuché muchas veces de niño y que sintetiza muchos de estos valores: "Ye todo un paisano". Mi sueño personal consistiría en llegar a ser merecedor de este recuerdo: "Fue todo un paisano"».
Para recorrer ese camino ha servido aquel oxígeno que el profesor respiró en la infancia. Del niño que miraba Peña Mayor en busca de respuestas quedan hoy, avanza Gutiérrez, «la capacidad de trabajo y de sacrificio, el afán por aprender y mejorar, la humildad de haber caminado en madreñes, la escala de valores que aprendí de mi familia, la curiosidad por conocer el lado oculto de las cosas, la necesidad de ayudar a los que vienen detrás?».
Para entenderlo, cualquiera que no fuera un yerbato de aquel tiempo debería ubicarse «en una aldea rebosante de gente y de animales, adonde no llegaba aún la carretera y donde los niños ayudábamos en las labores del campo, andábamos casi dos kilómetros para ir en pandilla a la escuela y nos divertíamos con cualquier cosa que se pareciera a una pelota», evoca el lingüista, «hijo predilecto» de Bimenes con título desde 2008.
Y si ése era el decorado, la extensa galería de personajes daría papeles protagonistas al maestro y al cura. Fueron básicos en la formación intelectual de Salvador Gutiérrez, acepta él, y de todos los que compartieron en el mismo sitio aquel tiempo en el que «la educación de los menores era responsabilidad de todos, cuando cualquier adulto estaba autorizado a corregir a un niño al que sorprendía haciendo una travesura». A su lado, enlaza el ocupante del sillón «s» de la RAE, «toda mi familia fue esencial para que yo pudiera estudiar, pero hay dos personas de Bimenes sin las que no sería ni la sombra de mí mismo: mi madre y mi mujer». La madre tenía «una inteligencia singular y volcó sobre mí la vocación y las esperanzas de la maestra que no había podido ser. Y si su prematura desaparición fue mi gran tragedia juvenil, el encuentro con la que es mi mujer fue la gran lotería de mi vida. Desde la locura inicial hasta el amor sosegado del presente, me ha regalado cuarenta años impagables», rememora Gutiérrez.
Remontando aquellos «pasillos del alma» para desembocar de nuevo en el presente, Bimenes mantiene firme el anclaje con el pasado que sigue tirando del académico. Para difundir su atractivo, aquí hay un lingüista dispuesto a resituar en el mapa este municipio que acepta «casi desconocido» a pesar de su ubicación a tiro de piedra del centro de Asturias. «Sus dimensiones son limitadas y está apartado de las arterias de comunicación más concurridas, pero posee rincones de una belleza singular», «vende» el académico. «Al visitante que se acerca en coche por cualquiera de sus puertos le aconsejaría detenerse unos momentos para contemplar el paisaje». Verá algunas casas solariegas, muchos hórreos y aldeas que, «aunque se van despoblando, conservan un encanto singular. Hoy son un remanso de paz, ideales para las personas que, huyendo del nerviosismo urbano, persiguen el sosiego y la quietud rurales».
En Martimporra sigue desde el siglo XVII el palacio del marqués de Casa Estrada, donde hoy se organizan bodas y banquetes y allí arriba, «a quien le guste disfrutar de las rutas de montaña le aconsejaría recorrer los cordales y, si tiene más experiencia, subir a Peña Mayor», esa mole de «caliza grisácea» por donde sigue saliendo el sol.
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