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Muros que son peldaños

Graciano García, director emérito de la Fundación Príncipe, reivindica el espíritu emprendedor de la Moreda abnegada y solidaria de su infancia

Marcos Palicio / Moreda (Aller)

Por la avenida Tartiere, de madrugada, los clavos de las madreñas de los mineros resonaban contra el suelo de la travesía central de Moreda. El sonido, «monótono pero inconfundible», de los obreros saliendo hacia las minas de montaña ha despertado otra vez a Graciano García, que era aquel niño que dormía en la casa de la galería acristalada, en el número 48 de la calle que enhebra la localidad y está aquí a punto de abandonarla por el Sur camino de San Isidro. A la primera mención de su población natal, el director emérito vitalicio de la Fundación Príncipe de Asturias ha vuelto a oír el eco de la Moreda perdida, el ritmo redundante pero genuino, plenamente reconocible, que marcaba el compás en aquel territorio malogrado de la infancia y la mina. El silencio de hoy es la evidencia de que aquella villa viva quedó enterrada en los pozos cerrados, de que no es la misma desde que no oye el taconeo de los mineros. Al regresar a hoy, a través del tiempo, el pueblo le parece más pequeño. Sin minas, «narcotizado por las prejubilaciones y las subvenciones», Moreda es a través de sus ojos  un mundo nuevo detenido en la encrucijada de las decisiones, paralizado en «un cierto impasse», expectante, pendiente de encontrar su camino prescindiendo de la ayuda de un sistema que equivocó las soluciones. «Tengo siempre muy en cuenta la sabiduría de la Biblia», concreta García, que descubre que aquí cabe el Eclesiastés, con su certeza de que «todo tiene su tiempo bajo el cielo», traduciendo que en Moreda y en las comarcas mineras las contrapartidas de la reconversión «apartaron de la vida activa, de su momento bajo el cielo, a personas jóvenes, víctimas perjudicadas por un sistema erróneo». «Creo que no descubro ningún Mediterráneo si digo que todo aquello fue dañino, muy negativo».

Nieto de «inmigrantes» del valle vecino de Langreo, hijo predilecto  de Aller desde abril de 2007, el periodista se ha vuelto a ver aprendiendo a andar en medio de las manzanas de la pomarada que los abuelos paternos, David y Vicenta, tenían  detrás de casa, en la loma por donde se trepa hacia Moreda de Arriba, al barrio original, al principio de todo esto que hoy es el plano muy urbano del corazón del bajo Aller. Graciano García ha regresado a aquella villa que se hizo en la mezcla, que era mitad agraria mitad minera, una «tierra de emigrantes» que ni siquiera existía como tal hace poco más de un siglo, «cuando el terreno bajo de la vega del río Aller que hoy es el trazado urbano no era más que la tierra de cultivo de la que vivían los de Moreda de Arriba». Y como un emigrante es, por definición, un emprendedor, alguien que arriesga para buscar nuevos horizontes y superarse a sí mismo, y como el que habla es el periodista resuelto que puso en marcha los premios «Príncipe de Asturias», García saca de la experiencia propia y ajena la sospecha de que por ahí sale un camino también para el porvenir de su pueblo. «Moreda fue un lugar de gente joven y emprendedora», afirma, «y me gustaría que ese espíritu que tuvo esta villa pudiese regresar de alguna forma. Seguro que no se han perdido la inteligencia ni la capacidad básica de la gente de aquí, gente muy preparada y con capacidades naturales para hacer muy diversas cosas», heredera del carácter de aquella Moreda minera que también «marcó mi vida», admite, y que dejó sembrada para siempre la esencia de la «cultura de la mina, del riesgo para vivir y de la solidaridad». «Hay ahí un capital humano, de conocimiento, de espíritu y valores, un patrimonio que está sembrado». Puede que tarde en brotar, habida cuenta de la violencia del golpe que asestó a la villa el agotamiento de su principal fuente de vida, pero con esa sustancia sí se puede. Lo dice él tomando en préstamo un verso del poeta alemán Rainer Maria Rilke, un eslogan que parece hecho de encargo: «Tenemos que convertir los muros en peldaños».

Empezando por uno mismo. «Una de las ilusiones de mi vida», enlaza García, «es devolver al pueblo algo de lo que el pueblo hizo por mí», contribuir por ejemplo consiguiendo que «las empresas que creé en el mundo editorial pudiesen tener alguna actividad desde aquí y hacer cosas para el mundo desde Moreda». Sería un punto de apoyo, un inicio para aprovechar las destrezas aprendidas y empezar a pensar que aquí, como en todo el valle y en la cuenca entera, el monocultivo murió con la mina: «El futuro no está en una sola actividad», sostiene. «Yo creo en la pluralidad de iniciativas, en la diversidad, en muchas pequeñas ideas».
La más fructífera de las suyas, los premios con el nombre del Príncipe de Asturias, también tuvo su momento aquí. «Tardó quince años», pero llegó «cuando debía, porque Moreda merecía» ser «Pueblo ejemplar» en 2007, compartiendo el galardón con la sociedad de Los Humanitarios de San Martín. Aquel 27 de octubre, «un día luminoso de sol», el moredense que era entonces director de la Fundación agradeció, sobre todo, el saludo de los Príncipes a Dolores, su madre, «ya muy enferma», que había tenido durante muchos años aquella ilusión y esperaba a la comitiva sentada en una silla en la plaza de la iglesia. Después vendrían los reencuentros con los amigos de la infancia y el concurso de tiragomas, en el que «acerté en el blanco a la primera, de chiripa, para regocijo de los asistentes». Quedan muchos recuerdos intangibles de la «jornada inolvidable» que fusionó su pasado moredense con su obra para el futuro, pero también hay una foto dedicada. Sale él con los Príncipes, «yo en el centro, aunque protocolariamente no me correspondía», y al fondo el picu Moros en su papel eterno de «vigía de Moreda».

Y es que todas las miradas hacia arriba se han encontrado siempre en este pueblo con el perfil triangular del pico, a veces también con «las primeras nieves en el Carraceo» y también, esto lo dijo así Graciano García en su discurso de agradecimiento de su título de hijo predilecto de Aller, con «las torres de nuestra iglesia, que parecían orientar hacia el cielo no sólo nuestros rezos, sino también el alegre regreso de las golondrinas». Aquí, enlazó él aquel 25 de abril de 2007 en el teatro cine Carmen, «sentí mis primeras emociones asistiendo a las misas de gallo de la Navidad, esperando la llegada de las fiestas del Carmen o yendo a las de San Antón de Moreda de Arriba, una fiesta que me anunciaba cada año, al son alegre de la gaita de Vitorín, que pronto se alargarían los días y que la primavera estaba próxima».

Ese recorrido por la memoria tal vez estaría incompleto si faltasen Rodolfo y Dolores, los padres, la suerte de haber coincidido aquí con los cuatro abuelos -David y Vicenta, los paternos; Juan y Concepción, los maternos- y Domitila, «la maestra inolvidable que me enseñó las primeras letras y las primeras oraciones». Pero la ruta tampoco acertaría si no fuese a desembocar al río. Graciano García no duda en la elección de su rincón preferido y al volver a pararse sobre el puente que cruza el Aller en Moreda se recuerda nadando o pescando truchas a mano con Juanín, «el de Gésima», como el «eficaz furtivo» que fue, «varias veces multado por la Guardia Civil». Lo remontaban hasta Oyanco para buscar la parte limpia cuando el carbón ennegreció el tramo que bajaba por Moreda y descubrieron con el tiempo que «el río enseña mucho», tal vez porque aquí fue siempre a la vez una fuente de vida y riqueza y una amenaza de desastres por crecidas. La corriente era en esta villa ese factor impredecible capaz de dar y de quitar la vida. Como la mina misma.

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