La Pola en conserva

Juan Antonio Martínez Camino, secretario general de la Conferencia Episcopal, ensalza la preservación de la villa, «reconocible» pese al progreso urbano

Marcos Palicio / La Pola de Siero (Siero)

Casi siempre es martes en la Pola. Cuando el día lo escoge la memoria, sale el alboroto ritual de un martes de mercado alrededor de la plaza de abastos, el ajetreo comercial que asalta el recuerdo de Juan Antonio Martínez Camino (Santa Cruz de Marcenado, 1953) a la sola mención de la villa capital de su concejo natal. Huele a azafrán y a bacalao seco y pronto en la confusión de aromas se mezclará la fragancia peculiar, indescifrable, «de las tiendas de ultramarinos a las que entrábamos después de vender junto a la plaza las tres o cuatro enormes cestas de huevos frescos que bajábamos desde Marcenado». El secretario general de la Conferencia Episcopal Española y obispo auxiliar de Madrid, que nació y se crió junto a la pequeña industria láctea levantada por la familia a tres kilómetros escasos de aquí, ha vuelto por un instante a aquella villa entregada desde siempre al intercambio comercial, nunca mejor definida que a través del bullicio y los perfumes estimulantes de una intensa mañana de venta en el mercado. Se mezclan los que cualquiera recordaría de la plaza con los suyos personales, añadiendo en su caso el olor de las sardinas, de aquellas de las cajas redondas que utilizaban «en casa de Florentina y Ramón para prepararme un bocadillo, hecho con pan "de forno", que sabía a gloria». Si era martes y había mercado, Juan Antonio iría con Solita, una sirvienta que lo había sido ya de sus abuelos, la abuela que no llegó a conocer, «prácticamente una más de la familia».

La Pola era ya entonces lo que el hijo mayor de Juan y Guillermina veía y olía desde el hormigón acristalado de la plaza cubierta. La villa era ya la gran referencia urbana de aquel entorno rural, el lugar adonde venir a hacer todas aquellas cosas «tan importantes» que no eran posibles en Marcenado. La Pola, la suya, es también el estudio fotográfico de Tino, «junto al Ayuntamiento, el día de la foto para la primera comunión, el traje blanco impecable, los zapatos de charol», o «la peluquería de Juacu, el Rata; la consulta de Mario, el dentista…» Este sitio que con el tiempo ha sabido mantener su personalidad a resguardo de la presión urbana fue un día aquel escenario fascinante por donde pasaba el tren, desde cuya estación se abrió para Martínez Camino la puerta del resto del mundo. La terminal ferroviaria de la Pola, que hoy deja la impresión de ser algo «mucho más rutinario y corriente», componía entonces un decorado «imponente» a los ojos del niño de nueve años que con cierta frecuencia se marchaba a través de ella a lo que parecía «un gran viaje» hasta Posada de Llanes, «al colegio».

Con el tiempo, aquel lugar evocador, con su «enorme barandilla frente a las taquillas, los factores y el jefe de estación con gorro, banderín y silbato», fue también el rincón de la Pola desde donde empezó «mi viaje por el mundo, alejándome en el espacio de mi casa y de mi tierra. Sin duda, también, para aprender a conocerlas y quererlas mejor», confiesa ahora el obispo sierense.

Se iba aquel niño de Marcenado que dice ahora que nunca quiso ser más que sacerdote y que puede identificar muy cerca de la Pola, «y en parte también en la Pola misma», la raíz de su vocación religiosa. Se imbrican en ella, asegura, varias vivencias localizadas muy cerca de aquí. Influyó por un lado la familia y la memoria de don Lázaro, «un primo de mi bisabuelo materno, que fue cura durante cuarenta años en Tineo, Cabranes y Piloña y murió mártir en 1936»; por otro el ejemplo don Manuel, «el sacerdote que me bautizó en Marcenado, un cura joven que ejercía de modo ejemplar su ministerio y desayunaba muchas veces en nuestra casa, camino de Samartino». Pero al revivir el origen de la llamada de los hábitos, ahora vuelve también la estampa, fresca aún en la memoria, de «dos religiosas del asilo de la Pola, con su gran crucifijo, que pasaban por casa a recoger con un carrillo patatas, fabes o maíz para ayudar a los ancianos».

Las Hermanitas de los Ancianos Desamparados siguen aquí, en la residencia Covadonga, cercada hoy por las promociones inmobiliarias del gran ensanche de la villa, junto al nuevo auditorio de la localidad en esta Pola nueva, devenida en área de expansión metropolitana acomodada en el centro de las comunicaciones del centro de la región. Ese nuevo espacio urbano estaba empezando a nacer cuando Juan Antonio Martínez Camino recuerda haber visto asomar por Aramil «aquellas máquinas amarillas, gigantescas para nosotros, que trazaban la nueva carretera del plan REDIA -el proyecto de mejora de la Red de Itinerarios Asfálticos, en los años sesenta del siglo pasado-. Por entonces», rememora el obispo auxiliar de Madrid, «el día de les piragües nos sentábamos en un alto, junto a la iglesia de Marcenao, para ver pasar los coches. Era el comienzo del cambio acelerado que transformó también la cara de la Pola», y ahora el que habla es ya un testigo directo de la gran metamorfosis, componente de la generación que asistió en Siero a «un cambio urbano vertiginoso, sin duda mayor que el experimentado en los cinco siglos anteriores de nuestra historia». Presenció en butaca preferente, concreta, el trazado de hasta tres carreteras al sur de aquella primera sobre la que se asentó la villa primitiva, parte de la rama «costera» del Camino de Santiago.

Las máquinas amarillas asfaltaban «al tiempo que la Pola crecía y crecía, junto con España entera: primero con la carretera nacional, por delante del Ayuntamiento, del Hotel Antonia o del Rasán. Luego con la travesía más amplia, por delante de la plaza y el cine nuevo y ahora con la autopista, cerca del cementerio». Hoy, la línea de llegada de todo aquel proceso ha modelado la pequeña ciudad que se observa mirando desde el ensanche residencial de Siero Este, pero también el casco antiguo, la piedra de las calles estrechas alrededor de la plaza de Les Campes. Lo mejor es que la villa, aquella que tanto ha crecido, continúa estando aquí, a salvo del poder despersonalizador de su explosión urbana. «La Pola, sin embargo, sigue siendo reconocible», concluye Martínez Camino, «lleva las marcas de la inmemorial parroquia de San Pedro, del Carmen y el Carmín y del ser acogedor de los polesos».

De todo eso habló un obispo jesuita en el pregón de una fiesta de prau. De la Pola de siempre. En el flamante nuevo auditorio de la villa, corazón de su crecimiento urbano, Juan Antonio Martínez Camino teorizó el pasado julio sobre la esencia de su vivencia en la fiesta esencial de la villa. El pregonero del Carmín 2011, «un honor, una gratísima sorpresa», se acordó enseguida «de lo bien que lo pasábamos en el prau de la romería, con aquellas meriendas y aquella música. También de los Güevos Pintos y los desfiles, tan polesos. La fiesta es el corazón de la cultura». El festejo, hilo enhebrador del calendario en Pola de Siero, tiene además, a su juicio, «de uno u otro modo un alma religiosa, porque rompe con la monotonía y las estrecheces de lo cotidiano y remite a la plenitud de vida para la que hemos sido creados. No hablé de esto expresamente en el pregón, pero la evocación  literaria que hice del amor a la Virgen del Carmen, desde Cervantes a García Lorca, sí quiso apuntar a ese fondo último de la fiesta que tan bien saben hacer los polesos». El testimonio de fervor concluyó aquel día con unos versos propios -él los denominó «coplillas de poeta menor, a ras de suelo»-, que comenzaban así: «La Pola no tiene mar, / pero sí muy buena estrella, / porque quiere desde siglos / a la Virgen marinera».

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