La vida reposada
El ambiente bucólico del campo sobrevive en Posada «la vieja», al otro lado del bullicio comercial de una villa que no sólo se repliega sobre la pujanza de su mercado
Hubo un tiempo aquí en el que el mercado de los viernes empezaba los jueves. No se cabía en el tren de las cinco y para comer en Posada había que pedir la vez. Al otro lado de una frontera invisible, mientras tanto, a sólo unos pocos metros de la feria y ajena al bullicio comercial, sin salir del pueblo la vida reposada sobrevivía en el campo. Eso eran los años cincuenta, más o menos, pero una parte esencial de todo aquello ha llegado intacto hasta hoy. Queda casi todo del esplendor comercial que tuvo Posada, pero para pasear la villa llanisca, además de empezar por la plaza del mercado y caminar entre tiendas por su calle principal, hay que atravesar esa línea invisible que da directamente a lo rural, a Posada «la vieja». Hay que sentir el contraste que se aprecia casi sin abandonar este paisaje de clara reminiscencia urbana y descubrir que, de repente, los bares son prados y el ruido calla.
Manuel Bulnes se pone al recuerdo con la legitimidad de sus ocho años como alcalde pedáneo de Posada, cuando retoñaba la democracia en los setenta, pero también con la memoria llena por sus años de matrimonio con Marcelina Santoveña, la mujer que aquí rompió antes que nadie las reglas del juego. La que tuvo bares, discotecas y una boutique en un tiempo en el que todo aquello era cosa de hombres. Bulnes y María Fernández, hija de Santoveña, se dejan perseguir por esos dos mundos de Posada, partiendo de la génesis de su mercado, debajo de la iglesia que Manuel llegó a conocer sin campanario. «Lo quemaron en la Guerra Civil y pusieron las campanas en una encina», rememora. El templo domina desde un promontorio la plaza triangular con réplica en bronce de José Parres Piñera, el primero que vio las posibilidades de Posada como centro comercial allá por la segunda mitad del siglo XIX y trajo el mercado, la traída de aguas o esta carretera que hoy atraviesa la localidad con tráfico denso hacia Cabrales. Antes de enfilarla, a mano derecha, Villa Pilar informa de que también aquí hubo indianos y eran precoces. «El que la hizo, Cecilio del Campo», informa Bulnes, «ya volvió de México jubilado a los treinta años, después de vivir un tiempo en Madrid... en el hotel Palace».
En la travesía de Posada, Manuel vuelve a la cafetería Los Ángeles, que su esposa estableció en 1965 y que sigue aquí, pero también a la «primera discoteca que había desde Pola de Siero hacia acá» y que también fue obra de Marcelina, en 1973. Lo que queda de ella, en el confín de la calle principal, es esta cafetería Béquer que pervive con la deformación popular del nombre original, aquel que encontraron en la Larousse, el «Beckett», tan británico como pedía la moda anglófila de entonces. Regresan de pronto los primeros conciertos en directo, «Nuberu», Tino Casal y la discoteca Casablanca de Celorio, también suya, y «los viajes en moto que hacía desde Oviedo Pedro Masaveu» y toda la vida que se veía desde la atalaya privilegiada de aquellas barras. Don Delfín, «el médicu»; Juan Ramón Amieva y Luisito Carrera, «que cedieron terrenos para las escuelas o el cuartel», o Pepín, «el nuestru», «que atendía la casa de Gonzalo Suárez». Era la época en la que Marcelina, rememora su hija, encarnaba la tradición comercial de Posada en una jornada laboral cualquiera: «Abría la boutique a las diez, la cerraba a las ocho, abría el pub a las diez de la noche, la discoteca a las doce... Todavía nos dice que ella a nuestra edad tenía tres hijos, un marido, cuatro negocios y tres perros... Y no se quejaba».
En el punto en el que decae la densidad comercial de la travesía, llega el centro Don Orione. «Yo trabajé en los cimientos, como muchos vecinos de Posada», rememora Manuel Bulnes, también emigrante en Cuba, donde «coincidí con el padre Martín Remis», el sacerdote que fundó esto que hoy es centro de atención a discapacitados intelectuales, «cuando iba a pedir dinero para hacer el colegio». A la altura del Don Orione y de su gruta con la Virgen de Fátima se acaba el bullicio de la ciudad y regresa la quietud del pueblo. Posada «la vieja» empieza sin avisar y Bulnes aclara conceptos: «Posada es esto, aquello siempre fue La Vega». Aquí las calles se estrechan y se retuercen, vuelven los prados y las vacas y los restos de la Posada de antes del mercado. El campo asalta de pronto, con el palacio de los Posada Cortés a la derecha del camino, al fondo de una gran finca, y el Torrexón al otro lado. El palacio, del XVII, y la torre, o lo que queda de ella, tardomedieval, componen juntos la entrada a un paisaje que se diría imposible de armonizar con el de unos metros más atrás. Caminando la Posada vieja, entre recuerdos de la infancia de María Fernández jugando con la descendencia de «doña Elí Cortés», la dueña del palacio, aparecen la Casa de Donga, la de Ramón, «el gordu», y otras de aspecto señorial, bien cuidadas, al lado de la grieta que conduce al presente a través de algunos adosados de factura reciente, apósitos del tercer milenio en el paisaje de ayer.
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