Cuchi, el alma de la fiesta
José Manuel Álvarez fue cantero en Llanera, vinatero ilegal en Bruselas, «listeruco» en la Fábrica y, siempre, responsable de romerías de Santullano
A José Manuel Álvarez Pérez, «Cuchi» para todos sus vecinos, los problemas de salud le han reducido la movilidad en los últimos años, pero la romería va por dentro. Aunque agarrado a un andador, su mirada sigue de fiesta, y por su boca sólo salen ocurrencias, gracias, chistes, algún cantarín y un rosario de anécdotas que jalonan una vida apurada en su pueblo y en la emigración, como cantero o en la comisión de fiestas, siempre gozosa, siempre preparada para la sonrisa.
Nacido en «Santullano, Santullano», Cuchi va más allá y precisa que esto -pasado el cruce donde el Ayuntamiento, metido por el camino en dirección Norte- es «la calle Corrida». El nombre, dice, viene de los años en los que vino al mundo, 1940, en los que parte del pueblo se refería así a este barrio de la capital de Las Regueras. Lo hacían, explica, para burlarse. «Era como un demérito», cuenta Cuchi sentado a la entrada de la casa al caer la tarde, «y ya ves, resulta que ahora ye la calle más guapa de todo el pueblo».
Motivos no le faltan. Señala a la construcción granate, dos plantas, principios del siglo XX, tan característica de esta localidad, al otro lado de la carretera, y cuenta: «Si hasta tenemos una casa de indiano, mira, que la hizo un americano».
En aquellos años, la infancia de Cuchi, aquí había más chigres, como Casa José La Campa o el Bar La Pipera, y «mucha más población». A los estudios demográficos sobre Las Regueras suma Cuchi otros análisis: «Es que los matrimonios de aquella no lo programaban tanto como ahora. Y eso que no había tren, como en Vega de Anzo, que cada vez que pasaba uno y despertaban a las parejas, hala, otro neño».
Cuchi, más listo que el hambre, hasta fue a la escuela antes de tiempo, aprovechando que un primo suyo, para prepararse para la Fábrica de Trubia, iba con un «maestro aficionado». Y así consiguió él empezar en el colegio sabiendo ya sumar y restar.
En el campo del médico, donde hoy está el centro de salud, se jugaba al voleibol, que era lo que el maestro les había enseñado. En la carretera también se seguía con la pelota, pero con serios problemas. «Porque teníamos que compartir la carretera con las chicas y ellas tenían una maestra que no nos dejaba pasar la frontera, una... ¿Sabes cómo se dice? ¡Pelleyona!».
Tiempos duros para el balón, en la carretera tenían que cuidarse de aquella maestra y también de que no se les escapara la pelota a una finca vecina, donde el dueño hacía colección y llevaba para casa lo que por allí caía.
Mucho más que ahora, en aquellos años había ganadería y se trabajaba mucho la tierra: trigo, tabaco, viñedos. «Había muchas fincas y aquí, por ejemplo, la faba siempre se dio muy bien». Aunque siempre se vendió para los mercados de fuera, salvo un día, tan excepcional que Cuchi lo tiene bien grabado en la cabeza, en que «hubo una feria en la plaza del Ayuntamiento».
El resto de la vida, para los más, discurría lejos del pueblo, trabajando en las minas de feldespato, en la Fábrica de Trubia, en la de loza de San Claudio, en Ensidesa. Años en los que hacía falta mano de obra y se iba a cualquier sitio a trabajar, andando, en bicicleta, lo que fuera, a pesar de que también entonces las comunicaciones en Santullano eran un problema. Y años, también, en los que todo se aprovechaba y Cuchi recuerda cómo los hombres regresaban desde Trubia con los palos al hombro, porque cuando se rompía la herramienta marchaban con la madera para casa.
Cuchi, cantero orgulloso que muestra en la antojana de su casa cómo ha levantado muros y puesto piedra alrededor, tuvo su primera actividad en Bonielles, Llanera, donde labraba y trabajaba el material en lápidas grandes. Después pasó a una explotación de piedra molida en La Ferrería, y también estuvo en la fábrica de Mieres, pero la parte más divertida de su vida laboral la pasó en Bélgica, cuatro años en la Rue des Foulons -sigue diciendo con pronunciación aceptable- trabajando en un negocio ilegal de producción de vino. «Éramos un equipo de tres españoles, dos sicilianos, un yugoslavo y el jefe, un belga. Hacíamos un "melange", una cosa con levadura que echábamos en unos garrafoninos que espatarraba».
En Bélgica fue «Ioselito el toreador», le decía la dueña del taller ilegal de vinos, y al regreso al pueblo siguió siendo Cuchi, el de las fiestas. Porque en sus ocupaciones «no profesionales» (en las otras siguió de «listeruco» en la Fábrica, trabajando de administrativo), Cuchi fue el especialista en poner en marcha la romería, en contratar orquesta para los tres días (15.000 pesetas de aquella), en atender que el gitanuco de los tomboleros no le levantara los vasos de la barra, en juntar a Manolo Ponteo o Josefina Argüelles para el programa de canción asturiana, que ya llamaba la atención en la época del hoy especialista Carlos Jeannot, o de mediar entre dos cantantes para que no repitieran, con ánimo de picarse, las mismas canciones.
Su conocimiento de los escenarios y de la canción asturiana -ejerció de presentador por la zona- le viene del año 1970, en que puso en pie una obra de teatro, «Los tres cariñinos», con el ánimo de recaudar fondos para poner en marcha un teleclub en Santullano.
Eran once personas en el reparto, y la llevaron por Santullano, Escamplero, Trubia y Bayo (Grado). La función en el pueblo, sin teatro, tuvo lugar en Casa José La Campa, que era también salón de baile con gramola y donde los domingos había también cine.
El responsable de aquello era el entonces cura, hoy profesor de instituto jubilado, Celso Díaz, que precisamente cuenta en su libro «Diálogos en la Carcabina, historia de Las Regueras», escrito en forma dialogada junto a Juan Goti, entre otras muchas historias la aventura del cine que le llevó a peregrinar por todo el concejo. «En Santullano», escribe, «disponíamos de un hermoso local, el salón de baile de Casa José La Campa. Había que asistir bien abrigado y a poder ser con madreñas, para mantener los pies calientes porque era muy amplio, pero cubierto a teja vana, por lo que el aire se colaba a sus anchas. Aun así, era lo mejor que había. Aquí llegábamos al atardecer, dependiendo de lo que nos retrasáramos en las otras dos parroquias. Era la mejor hora y donde mayor número de gente asistía. Así que en aquellas largas y tediosas tardes del domingo, ¿qué ibas a hacer?, pues ir al cine».
A pesar de todo, de las estrecheces, fueron, o así resuenan en la memoria, buenos tiempos, sea en el relato de Celso Díaz y aquellas sesiones de cine interrumpido por las averías donde los vecinos iban a charlar, o en el anecdotario de José Manuel Álvarez, «Cuchi», que ahora vive feliz y contento sus setenta años. «¿Y los jóvenes?». «Nada, ¡que se ondulen la permanente!».
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